Justicia para las esclavas sexuales en Guatemala, 34 años después
Violadas por militares en la época más negra de la represión contra los indígenas, las sentencias contra los dos responsables principales suman 360 años de cárcel
Aquel año el Ejército había finalizado la construcción de un nuevo destacamento, el de Sepur Zarco, situado entre los departamentos de Izabal y Alta Verapaz, en la región nororiental del país. Su finalidad principal, aunque no única, distaba mucho de ser específicamente militar. Consistía en ofrecer a los soldados periodos de descanso y recreo cuyo componente básico era mantener relaciones sexuales con mujeres mayas de la pequeña comunidad indígena de etnia q’eqchi. Entre sus obligaciones forzadas y rígidamente establecidas, estas mujeres tuvieron que realizar de forma gratuita todas las funciones domésticas (comida, lavado de los uniformes de la tropa, etc). Y, sobre todo, someterse ciertos días de la semana a la ya citada actividad sexual, absolutamente forzada, obligatoria e impuesta contra su voluntad. Se trataba, en definitiva, de una infame forma de esclavitud sexual y laboral.
A Dominga Coc, de 20 años, la violaron en grupo delante de su marido e hijas antes de asesinarla
En esta situación —ya de por sí dramática e indigna— se produjeron los trágicos hechos que tres décadas después han dado lugar al desenlace judicial que se acaba de producir. Sus principales protagonistas son las dos autoridades militares ahora juzgadas, que tuvieron la más directa responsabilidad. Se trata del entonces subteniente Esteelmer Reyes Girón (hoy teniente coronel retirado), jefe del destacamento, y el policía municipal Heriberto Valdez Asij, con autoridad militar sobre otros guardias y soldados, práctica habitual en aquellos años mediante la cual el Ejército disponía de fuerzas auxiliares para sus acciones de represión.
Campesinos secuestrados
El 25 de agosto de 1982, en una operación con numerosos efectivos bajo el mando del comisionado militar Valdez y con el pretexto de supuesta colaboración con la guerrilla, fueron capturados y golpeados 18 campesinos de la región. La mayoría de ellos tramitaba, desde la década de los 70, legalizar la propiedad de las parcelas que cultivaban. Parcelas que los propietarios de la zona también querían. A estos 18 campesinos los sorprendieron en sus casas durante la noche. Valdez manejaba la lista de las víctimas que iban a ser capturadas en aquella operación y que aparecían como presuntos colaboradores de la guerrilla, eficaz pretexto para librarse de los componentes de otra lista: la de quienes reclamaban la propiedad de la tierra.
En los días siguientes, las esposas de los capturados los buscaron desesperadamente, recorriendo los destacamentos y fincas de la zona. Pese a las súplicas de las mujeres, no volvieron a verlos jamás. Fueron asesinados en una finca y las familias nunca fueron informadas del lugar de su enterramiento, descubierto muchos años después. Una exhumación en 2012 permitió descubrir las osamentas de 60 personas, muchos más de los 18 secuestrados en aquella ocasión, incluyendo a otros desaparecidos durante décadas de represión.
“Juguetes de los soldados”
A partir del asesinato de sus maridos, las esposas de los asesinados —llamadas despectivamente “las viudas”— pasaron a ser sistemáticamente acosadas y violadas por los soldados, sometidas a unas rígidas reglas según las cuales estaban obligadas a asistir cada tres días, durante seis meses, al destacamento militar de Sepur Zarco para cumplir lo que sus represores cínicamente llamaron “su servicio de patrullaje”. Es decir, para ser sistemáticamente violadas.
A lo largo de seis meses cumpliendo sus turnos, “las viudas” de Sepur Zarco sufrieron hemorragias, abortos y enfermedades. Les inyectaban distintos fármacos y las atiborraban de pastillas destinadas a evitar embarazos por las innumerables violaciones cometidas por una tropa embrutecida y amoral.
“Fue allí, en ese lugar, donde los soldados rompieron mi matrimonio”, dijo amargamente una de las víctimas, refiriéndose al momento de su primera violación. Otra de ellas, hoy de 62 años, afirma: “En la comunidad nadie nos quería. Éramos las viudas, los juguetes de los soldados”. Otra de las víctimas recuerda: “Nos inyectaban, nos daban pastillas azules, rojas, blancas o amarillas cuando terminábamos nuestro turno”.
Un caso notable fue el de Dominga Coc, una chica de entonces 20 años, madre de dos niñas pequeñas. Acusado de haber “dado comida a los que huyeron a la montaña”, su marido fue capturado y conducido por los soldados a Sepur Zarco junto a su esposa. Ninguno de ellos salió vivo de allí. Según el testimonio de otras mujeres presentes, los soldados “rompieron el matrimonio” de Dominga, violándola masivamente en presencia de su marido y de sus niñas. “Eran al menos 10 soldados amontonados sobre su cuerpo”, precisan las testigos, que jamás olvidarán lo ocurrido en 1982.
Después encerraron a Dominga en la cárcel del destacamento y la siguieron violando durante varias semanas. Finalmente, desapareció sin dejar rastro. Casi dos décadas más tarde, en 2001, los restos de una mujer fueron encontrados durante una exhumación en la orilla del río Roquipur. Lo que quedaba de la ropa infantil permite presumir que los restos orgánicos de las niñas ya se habían desintegrado por la inmediata proximidad del río. El trágico final de Dominga Coc sirvió de rotunda lección a las demás “viudas” abusadas, demostrándoles la conveniencia de aceptar sumisamente su triste rol de esclavitud y humillación.
Esta situación se prolongó, inicialmente, durante seis meses. Al cabo de ese tiempo se les dijo a las mujeres que ya no eran necesarios aquellos turnos, pero que tenían que continuar haciendo las tortillas de maíz, lavando uniformes en el río, etc. Sin embargo, aquello no significó el final de su infierno. A partir de entonces hubo soldados e incluso algunos comisionados que, a lo largo de los cinco años y medio siguientes, siguieron persiguiéndolas y violándolas en pleno campo cuando ellas iban a lavar al río Roquipur, sin que nadie lo impidiera.
Finalmente, en 1988, el destacamento de Sepur Zarco fue desmantelado por orden de un superior. Pero durante seis años aquellas mujeres vivieron un infierno. “Mi vida está marcada para siempre”, afirma una de las víctimas. Otra recuerda: “Los soldados nos decían que como nuestros esposos ya no estaban, nadie podía hablar por nosotras y debíamos callar”.
Callaron durante 30 años. Pero finalmente decidieron acabar con su silencio. Hoy solo 10 de estas mujeres siguen vivas. La última de las fallecidas (en 2012) dijo poco antes de morir: “Hice lo que tenía que hacer. Dije lo que tenía que decir. Ahora sigan ustedes con esta lucha”. Efectivamente, han seguido. Apoyadas por varias organizaciones feministas, luchadoras incansables que asumieron el papel de querellantes en la difícil trayectoria jurídica de una causa como esta, las “viudas” han conseguido lo que durante muchos años se consideró imposible: llevar a sus violadores ante la justicia, asistiendo a un firme veredicto de culpabilidad y una sentencia de 120 años de prisión inconmutable para el teniente coronel y 240 para el excomisionado militar.
Una sentencia histórica
Es obligado recordar que la Constitución de Guatemala establece, en su artículo 156, que “ningún funcionario o empleado público, civil o militar está obligado a cumplir órdenes manifiestamente ilegales o que impliquen la comisión de un delito” (repetición literal del artículo 146 del anterior texto constitucional de 1965, vigente en 1982). Por tanto, los culpables no podrán invocar nunca una supuesta obediencia a unas órdenes que, en todo caso, serían de evidente carácter criminal.
“Los soldados decían que como nuestros esposos ya no estaban, debíamos callar”, recuerda una víctima
Esta histórica sentencia contiene varios logros de gran valor: primero, la proclamación de que la esclavitud sexual constituye un crimen de lesa humanidad (“delito contra los deberes de humanidad” en la denominación jurídica guatemalteca). Segundo, la demostración de que el brazo de la justicia de Guatemala es ya suficientemente fuerte y suficientemente largo como para alcanzar a delincuentes que durante décadas se consideraron impunes para siempre. Tercero, que los crímenes perpetrados específicamente contra las mujeres pueden ser juzgados localmente por la justicia nacional, sin necesidad de acudir a un tribunal internacional como el de la antigua Yugoslavia. Cuarto: pese a su avanzada edad, sus dolencias, su gran debilidad física, su destrozo anímico, su barrera lingüística (muchas no hablan español) y todos los obstáculos inherentes a esta trágica situación, las víctimas han sabido conservar la suficiente entereza moral para reivindicar su dignidad, llevando a sus violadores ante la justicia y logrando su condena.
Aquel “ustedes deben callar” ha sido barrido por una firme actitud, reivindicativa de su verdad y su dignidad. Ellas ya no callan, ni tampoco la justicia. Unos cuantos siglos de prisión inconmutable constituyen un pronunciamiento contundente para que ciertos horrores no se puedan repetir.