En política cuesta distinguir la preocupación del miedo. Preocupación es lo que provocó Estado Islámico en junio de 2014 al tomar Mosul, una de las ciudades más importantes de Irak. También lo que llevó a los dirigentes de una veintena de países a reunirse un año después en París para explorar las formas de detener el avance de esta organización yihadista tras la conquista de Ramadi, en Irak, y una parte de Palmira, en Siria. El miedo es, en cambio, el objetivo de sus líderes. A través de acciones violentas de alto impacto mediático y un uso efectivo de la propaganda proyectan una imagen de omnipotencia y ubicuidad. Eso genera en Occidente un estado de pánico que enmascara la correlación de fuerzas entre unos y otros. Sea por miedo o por preocupación, los analistas internacionales se preguntan hasta dónde puede llegar el proyecto del califato liderado por Abu Bakr al Baghdadi, que incluye entre sus territorios España y otras partes de Europa.
Esta organización, también llamada Dáesh (una transliteración del acrónimo en árabe de Estado Islámico en Irak y Levante), controla más de un tercio de Siria y tiene una fuerte presencia en la mitad de Irak, si bien se trata de zonas escasamente pobladas. Allí cuenta con entre 30.000 y 100.000 combatientes —según las distintas estimaciones—, un quinto de ellos extranjeros venidos de los cinco continentes, que cobran al menos 350 dólares mensuales, más de lo que pagan otros grupos rebeldes y cinco veces más que el salario sirio medio en el territorio bajo su control.
La expansión del miedo
Su avance se ha basado en gran parte en una acertada y flexible estrategia que combina ofensivas militares convencionales con acciones más propias de una guerrilla insurgente (emboscadas a tropas regulares, por ejemplo) o de una organización terrorista (coches bomba o atentados suicida). Dáesh cuenta con mandos experimentados y familiarizados con el terreno que sirvieron en el ejército de Sadam Husein o combatieron en Chechenia o Afganistán. Su talón de Aquiles: una “inquietud táctica crónica”, en palabras de Michael Knights, analista del Washington Institute for Near East Policy y buen conocedor de Irak. “Un constante deseo de atacar que le lleva a enviar hombres a misiones sin posibilidad alguna de éxito”, añade. Los expertos subrayan, en este sentido, la práctica imposibilidad de que la organización, integrada por suníes, tome Bagdad, de mayoría chií, si bien ven factible una campaña de desgaste y desmoralización con atentados en los alrededores de la ciudad.
La tensión entre las dos principales ramas del islam subyace en el surgimiento de Estado Islámico. En Irak, Dáesh se ha nutrido de la marginación de la vida política a la que ha sido sometida la minoría suní desde el derrocamiento del también suní Sadam Hussein en 2003. En Siria, forma parte del frente contra el régimen de Bachar al Asad, de la minoría alauí, una corriente chií que recibe a su vez el apoyo de dos importantes pilares del chiísmo: Irán y la milicia libanesa Hezbulá.
Sin embargo, lo que ha atemorizado este último año al telespectador europeo no son las conquistas de ciudades difícilmente pronunciables situadas a miles de kilómetros, sino las mediáticas acciones en el más cercano Magreb por parte de grupos locales que se identifican como franquicias de Dáesh. Primero fue el atentado en enero contra el hotel Corinthia en Trípoli, que acabó con 10 muertos. Luego, en febrero, el asesinato de 21 egipcios coptos en una playa, también en Libia. Un mes después, el ataque al Museo del Bardo de Túnez, en el que murieron 22 personas, la mayoría turistas. Las autoridades tunecinas responsabilizan al grupo Okba Ibn Nafaa, simpatizante de Dáesh, de idearlo. Túnez fue de nuevo el blanco elegido el mes pasado, cuando un terrorista acabó con la vida de 39 personas, en su mayoría turistas británicos, en un hotel de Susa.
La tensión entre las dos principales ramas del islam subyace en el surgimiento de Estado Islámico
Aunque no tuvieron lugar en el Magreb, la sucesión de degollamientos de extranjeros y la quema de un piloto jordano, filmados y difundidos extensamente por el sofisticado aparato propagandístico de Dáesh, sirvieron como brutal mensaje sobre los métodos que la organización estaba dispuesta a utilizar con el enemigo, fuera o no musulmán.
Más allá de la propaganda, no todo son avances para Estado Islámico; poco antes de alzar su bandera negra en nuevos territorios había tenido que retirarse de Kobani, en Siria, y Tikrit, en Irak. Y el pasado junio perdió la ciudad siria de Tal Abyad, en la frontera con Turquía, que le servía para enviar combatientes foráneos a su autoproclamada capital, Raqqa, y vender petróleo en el mercado negro.
Presencia en Europa
Por otra parte, es importante distinguir entre la expansión real de Dáesh y el hecho de que algunos individuos, los famosos “lobos solitarios”, derramen sangre en su nombre en Occidente sin que haya necesariamente lazos económicos u organizativos previos, como en el reciente ataque contra una planta química cerca de Lyon, en los atentados de París del pasado enero o en el secuestro de una cafetería en Sidney semanas antes. Su perfil tipo en Europa occidental es conocido: jóvenes musulmanes o recién convertidos al islam, víctimas de la exclusión, que se radicalizan de forma exprés hasta ingresar en las filas del yihadismo. Se calcula que unos 4000 occidentales han entrado en Siria, principalmente a través de Turquía, para hacer la yihad. Un 15% son conversos al islam. Mathieu Guidère, profesor de Islamología en la Universidad de Toulouse II y autor del reciente
Terrorismo, la nueva era: de las Torres Gemelas a Charlie Hebdo, sostiene que más de la mitad son “idealistas desilusionados y revolucionarios” que “quieren rehacer el mundo y encuentran en el yihadismo la única ideología alternativa porque no queda ninguna otra”. “En realidad —añade— lo que buscan es lucha armada y la encuentran en Estado Islámico”. Si bien los líderes han animado a sus seguidores en Occidente a matar en sus países de residencia, no existe evidencia de que se esté intentado establecer franquicias fuera del mundo musulmán.
El califato
Estado Islámico (al que en ocasiones se denomina por sus antiguas siglas en inglés ISIS o ISIL) no es técnicamente un Estado, pero tampoco está tan lejos de serlo como en la ironía del secretario de Estado de EE.UU., John Kerry, compartida por videoconferencia durante la reunión de París: “Estado Islámico es un Estado en la medida en que yo soy un helicóptero”. Se trata en realidad de un autoproclamado califato integrado actualmente por una treintena de
wilayat (provincias). Las
wilayat fuera de Siria e Irak están en Libia, Arabia Saudí, la península del Sinaí (Egipto), Nigeria, Yemen, Argelia, Pakistán y Afganistán, pero solo en dos estados (Libia y Nigeria) controlan un territorio, un elemento clave en su estrategia. El control territorial es precisamente una de sus diferencias clave con Al Qaeda y uno de los motivos de su mayor atractivo a la hora de reclutar voluntarios.
En los textos de Estado Islámico se utiliza a menudo la expresión
baqiya wa tatamaddad (mantenimiento y expansión). Su manual de 2015 señala: “Estado Islámico, aunque asentado en Bilad al Sham (la Gran Siria) también busca expandirse al mundo internacional —(sic)”. La realidad es bien distinta: la mayoría de
wilayat tiene suficiente con sobrevivir. Solo aquellas establecidas en espacios donde reina el caos tienen opciones de crecimiento. Es el caso de Libia, envuelta en un conato de guerra civil, y del Sinaí, donde grupos tribales controlan el contrabando y las fuerzas de seguridad han sido objeto de varios ataques, el último de los cuales, el pasado día 1, acabó con las vidas de un centenar de soldados, policías y civiles.
Su estrategia de avance combina ofensivas militares convencionales con acciones terroristas
“Es imposible prever cómo acabará todo esto”, apunta el también analista del centro de estudios The Washington Institute for New East Policy Aaron Y. Zelin en una tribuna en
The Washington Post. “El Estado Islámico parece intentar seguir la misma táctica y estrategia en el terreno en Libia (y en menor medida en el Sinaí) que ya ha empleado en Irak y Siria. Queda mucho antes de que se consolide en términos de control territorial y pleno monopolio sobre el Gobierno o la seguridad.”
Actualmente explota una serie de pozos de petróleo en Siria e Irak que suponen su principal fuente de beneficios. Producen diariamente cerca de 50.000 barriles, cuya venta a intermediarios y transportistas del mercado negro reporta a la organización entre uno y tres millones de dólares diarios. La extorsión de empresarios, la tasa adicional que imponen a minorías religiosas, el tráfico de antigüedades o el pago de rescates son otras de sus fuentes de financiación.
El origen, en Irak
Estado Islámico ha saltado hace relativamente poco a las pantallas de televisión, pero su origen se remonta a 2002, cuando Abu Musab al-Zarqawi comenzó a entrenar milicianos radicales con financiación del entonces máximo dirigente de Al Qaeda, Osama Bin Laden. El grupo de Al Zarqawi fue muy activo en la insurgencia contra las tropas estadounidenses en Irak, primero con el nombre Yamaat al-Tawhid wa al-Yihad y luego, tras jurar lealtad a Al Qaeda, como Al Qaeda en Irak, si bien ambos líderes mantuvieron a lo largo de los años tensiones por diferencias estratégicas y de selección de objetivos.
Tras la muerte de Al Zarqawi en 2006 en un ataque aéreo estadounidense, tomó el mando Abu Ayyub al Masri, un experto en explosivos egipcio que había recibido entrenamiento en Afganistán. Logró mantener las estructuras, pero no evitar el declive del grupo a causa del aumento de la coordinación entre las fuerzas estadounidenses e iraquíes, que duraría hasta aproximadamente 2011, cuando entró en la ecuación el terreno abonado de la guerra civil siria. Dos años después, la organización cambió su nombre a Estado Islámico en Irak y Levante y fue ocupando territorios en ambos países a un ritmo notable. En junio del año pasado cambió su nombre al actual y declaró un califato a cuyo frente situó a su actual líder, el iraquí Abu Bakr al Baghdadi, quien pidió a todos los musulmanes del mundo jurar fidelidad al califato.
La coalición internacional
En septiembre, una coalición de unos 60 países liderada por Estados Unidos comenzó una campaña de bombardeos aéreos contra la organización con el objetivo declarado de defender a los yazidíes, una confesión que se encontraba aparentemente a las puertas de una masacre por parte de los hombres de Dáesh.
La campaña aérea, en la que participan países de la Unión Europea y varios estados árabes suníes, ha despertado dudas sobre su eficacia. Washington argumenta que Estado Islámico ha perdido hasta 17.000 kilómetros cuadrados desde que instauró el califato. Los pozos petrolíferos que tiene en Siria e Irak han sido duramente castigados en los bombardeos. A mediados de mayo pasado, la coalición había lanzado 4000 ataques desde el aire, un 80% de ellos por fuerzas estadounidenses. Un mes después, el vicesecretario de Estado, Tony Blinken, cifró en más de 10 000 los combatientes muertos. EE.UU. ha desplegado además en Irak cerca de 3000 “asesores” uniformados y armado a los peshmerga (los milicianos kurdos).
“Se ha actuado tarde y mal”, señala a AHORA el profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y director para Oriente Medio de la Fundación Alternativas, Ignacio Álvarez Ossorio. “Casi un año después, está claro que los ataques aéreos son insuficientes. La respuesta es muy limitada y reactiva. Además, se ha puesto en marcha no cuando Estado Islámico suponía una amenaza para las poblaciones locales, sino cuando ha sido un reto para los países occidentales.”
El islamólogo Guidère cree que “lejos de haber reducido” al grupo terrorista, “los ataques aéreos le han permitido adaptarse y, sobre todo, le han conferido una imagen de resistencia invencible”. Además, causan “numerosas víctimas civiles, poco visibles en los medios occidentales”, que le granjean adhesiones de la población local en los territorios bajo su control.