Han tenido que pasar casi 40 años para que los
Cuadernos negros que Martin Heidegger le confió a su hijo vieran la luz como colofón a su
Obra completa. Como era de suponer, los miles de apuntes que el grafómano filósofo nazi escribió en esos cuadernos de hule negro han indignado a muchos, pero no han sorprendido a nadie. Y tampoco parece que aporten gran cosa al grueso de su pensamiento ni que maticen su militancia nacionalsocialista o su antisemitismo.
Para ver publicados los
Diarios completos de Jaime Gil de Biedma (Nava, 1929 - Barcelona, 1990) no ha hecho falta esperar tanto tiempo.
Carmen Balcells, encargada de su custodia, estimó que 25 años serían suficientes. La agente literaria y amiga del poeta murió pocos días antes de que se terminara el libro.
Nada más lejos de la intención del poeta barcelonés que utilizar sus cuadernos como confesionario
En edición ejemplar de Andreu Jaume, que también se encargó de compilar su correspondencia en
El argumento de la obra, el libro recoge la totalidad de los diarios de Gil de Biedma: el
Retrato del artista en 1956, cuya versión íntegra publicó Lumen en 1991; el diario de
Moralidades, poemario con el que introdujo el lenguaje, el ritmo y la sensibilidad modernas en la poesía española sin salirse de los esquemas clásicos; un diario de 1978 y el breve diario hospitalario que escribió en octubre de 1985 en la clínica Claude Bernard de París, donde recibió un tratamiento pionero contra los primeros síntomas del sida.
En la poesía de Gil de Biedma hay una deliberada ambigüedad sexual. En parte por temor a la respuesta de su entorno familiar y laboral si descubrían su homosexualidad y en parte porque lo que él quería expresar era la experiencia de la relación amorosa, no el deseo del ser amado, y consideraba que esa experiencia es la misma en toda clase de parejas. Además, salvo los de Cernuda y Kavafis, a Gil de Biedma no le satisfacían los poemas homosexuales de sus contemporáneos. Le resultaban “excesivamente
self-conscious o excesivamente militantes”.
La obra, el personaje y el autor
En sus
Diarios, por el contrario, no hay ningún tipo de ambigüedad ni le da pudor mostrarse desnudo de cintura para abajo. Pero Gil de Biedma no se cansó de repetir, harto de las confusiones a que daban lugar sus poemas, que había que diferenciar siempre entre la obra, el personaje y el autor. Nada más lejos de su intención que utilizar sus cuadernos como confesionario, aunque de vez en cuando deslice algún tibio propósito de enmienda. No solo detestaba la literatura confesional católica, sino que creía que el escritor debía enmascarar su tendencia al confesionalismo porque en literatura podía llegar a ser algo obsceno.
Y deja caer en las primeras páginas, a modo de advertencia, que uno de los principales rasgos de su carácter, y por lo tanto de su escritura, es que nunca habla totalmente en serio ni totalmente en broma. Para seducir a los lectores no creía que fuera necesario establecer con ellos una corriente de simpatía.
Gil de Biedma decía que los años acabados en seis habían sido fundamentales en su vida. Y 1956 lo fue por partida doble. Con 27 años, después de haber visto frustrado su deseo de entrar en el cuerpo diplomático, viajó por primera vez a Manila como comisionado de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, de la que su padre era director general. De regreso a Barcelona le diagnosticaron tuberculosis y, desde julio hasta noviembre, convaleció en el caserón familiar, la Casa del Caño, en la Nava de la Asunción, en Segovia, sometido a una cura de aire puro y ascetismo, sin recibir más cuidados que los de su madre y las criadas. En Filipinas Gil de Biedma había descubierto un paraíso sexual, pero cuando mejor se lo estaba pasando tuvo que volver al casto paraíso de los veranos de su infancia. Tras la lujuria tropical, la sopa de ajo castellana.
Se mire como se mire, Gil de Biedma fue un adelantado a su tiempo. Mientras los españoles se santiguaban a la entrada y a la salida de los burdeles, él actuaba como un personaje de
Houellebecq dentro de un relato de Somerset Maugham. No da la impresión de que la educación católica recibida le dejara graves secuelas. A los 20 años perdió la fe, se pasó al bando homosexual, como él decía, y no volvió a pedir perdón por sus pecados ni a preocuparse por los pecados de los demás. Si tenía algo de mala conciencia no era por acostarse con muchachitos y se iba de ronda nocturna. Su mala conciencia se la provocaba la distancia de su posición social respecto a su posición política.
Guillén, Eliot y Pound
Cuando comenzó a escribir su
Diario, la personalidad literaria de Gil de Biedma ya casi estaba definida. Había aprendido a practicar el juego de hacer versos con el
Cántico de Jorge Guillén, pero había sido T. S. Eliot quien le había mostrado el camino a seguir empujándole a leer, como dice Andreu Jaume en el insoslayable prólogo del libro, a los poetas del grupo de Oxford, a los románticos, a los metafísicos y a Shakespeare, poniéndole también en contacto con otros críticos, como Samuel Johnson o Matthew Arnold.
La distancia de su posición social respecto a su posición política le provocaba mala conciencia
En 1955 Gil de Biedma había publicado en Seix Barral su traducción de
Función de la poesía y función de la crítica, de Eliot, y ese mismo año había conocido a Gabriel Ferrater por mediación de Carlos Barral. En Ferrater, Gil de Biedma no solo encontró un amigo, un maestro y un infalible compañero de juergas. También encontró, como dijo Barral en sus
Memorias, al
sparring perfecto: el único rival a la altura tanto de su avasalladora inteligencia como de sus fuerzas y de su entrenamiento. Ferrater no llegó a suponer para Gil de Biedma lo que Pound para Eliot.
La eléctrica relación entre el autor de
Las personas del verbo y el de
Las mujeres y los días fue más parecida a la que unió a Bolaño con Mario Santiago. Bolaño, precisamente, escribió que Ferrater “se pasó la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego”. Tal vez Gil de Biedma nunca se planteara la posibilidad de suicidarse, le gustaba mucho la vida aunque no le gustara nada envejecer, pero sí suicidó al personaje de sus poemas. Con las mismas palabras lapidarias con las que él resumió la vida de Ferrater en el poema que escribió en su memoria, seguramente su poema más desnudo, podría resumirse la vida de Gil de Biedma: “Trabajos de seducción perdidos”.
Excepcionalidad burguesa
Aunque tuviera raíces mesetarias (unas raíces llenas de rozaduras, como las que compara con sus rodillas infantiles en “Ribera de los alisos”, evocación del reino de pinares de su infancia), aquel joven siempre sediento era un brillante producto de la burguesía barcelonesa, perfumado en París y vestido en Oxford. Gil de Biedma no tenía nada que ver con todos aquellos poetas españoles que hacían vida en los cafés para no morirse de frío en la calle y fabricaban rosarios de sonetos contando las sílabas con los dedos y rimando “ojos” con “rastrojos” y “laberinto” con “vino tinto”.
Filipinas le deslumbró. Era otro mundo, mucho más benigno y tolerante, sobre todo para un alto ejecutivo como él. Extrañamente, el olor de la miseria en que vivía la mayoría de los filipinos, entre ellos los trabajadores de su empresa, no hería su sensibilidad tanto como el olor a berza y a polvo de reclinatorio de la España franquista.
En una entrevista con
Maruja Torres, Gil de Biedma se definió a sí mismo como un cachondo sentimental. Y aquel cachondo sentimental fue rabiosamente feliz durante su primera estancia en Filipinas. Ni siquiera sus obligaciones laborales impidieron que disfrutara de una libertad y una cierta sensación de irrealidad de las que nunca antes había disfrutado.
Convalecencia
Como Ulises de regreso en Ítaca, así se sintió al volver a España, donde no era Penélope sino sus amigos los que le esperaban ansiosos. Ya recluido en la Nava, lejos de las tentaciones urbanas, Gil de Biedma tuvo todo el tiempo del mundo para escribir poemas, leer con tranquilidad y acometer, venciendo el aburrimiento que le provocaba, su ensayo sobre Guillén. Los recuerdos de adolescencia y los demonios familiares le molestaban menos que “el egoísmo feroz y absolutamente sin resquicios, como un imperativo de la especie”, de su clase social, tan educada y tan simpática. La vida de enfermo, sin nada de sexo, le hizo engordar y tomó una decisión trascendental para alguien que se consideraba mitad Calibán y mitad Narciso y que siempre fue un esnob: dejarse barba.
Le entristeció despedir 1956. Pese a todo, consideraba que había sido un año productivo y no confiaba en que el siguiente fuera a superarlo. Su experiencia le decía que los impares suelen ser estériles.
Reescritura y silencio
En
Retrato del artista en 1956 Gil de Biedma consiguió preservar el encanto descarado de la juventud. Representa una de las cumbres del género diarístico en España, junto con
El cuaderno gris de
Josep Pla. Dos libros que se parecen mucho, al margen de las diferencias de orientación sexual, de generación, de temperamento, de credo político y de estilo que separaban a los autores.
No en vano ambos libros son diarios de formación y tanto Pla como Gil de Biedma los reescribieron a lo largo de los años, retocando minuciosamente sus autorretratos y matizando el fondo de las fotografías, las respectivas épocas de las que constituyen excepcionales testimonios.
El diario de
Moralidades, que cubre el periodo entre 1959 y 1965, no fue escrito con la voluntad literaria del
Retrato del artista en 1956, pero no por ello es menor su interés. Gil de Biedma permite al lector asistir a la laboriosa gestación de poemas irrepetibles como “Apología y petición”, “Barcelona ja no és bona”, “Albada” o “Pandémica y Celeste”.
Aunque en una entrevista dijera que escribir poemas era para él como hacer el amor e intentar postergar una y otra vez el momento de eyacular, lo cierto es que se peleaba con cada verso, sudaba días y días hasta terminar una estrofa y se desesperaba porque se sentía como Aquiles corriendo detrás de la tortuga. Concienzudo siempre con la arquitectura del poema, la resolución de los aspectos técnicos estimulaba su acción creativa.
El diario de 1978 es el de un enamorado que dice haber alcanzado el vértigo de la felicidad al despertar una mañana al lado de su pareja, Josep, el único que, en la cama, le había provocado “efectiva ternura”. Pero también es el diario de un escritor que ha perdido la vitalidad literaria y de un hombre con el ánimo cada vez más sombrío. En 1956 Gil de Biedma había escrito: “Escribir no salva, como creían Proust
et alia y como desearíamos todos, pero sí que alivia”. Veinte años después, sin embargo, escribir no solo no le aliviaba, sino que ya no le resultaba necesario. En Ultramort, el pueblo del Bajo Ampurdán donde tenía la casa en la que quiso vivir una segunda infancia, Gil de Biedma cerró el cuaderno de 1978, un resplandeciente día de agosto, con estas palabras: “Nada más triste que saber que uno sabe escribir pero que no necesita decir nada de particular, nada en particular, ni a los demás ni a sí mismo”.
En 1985 Gil de Biedma cambió de opinión y estrenó un nuevo cuaderno, quizá con la esperanza de que la escritura le aliviaría de las humillaciones de la enfermedad y volvería a resultarle necesaria. Pero entonces sí que estaba seriamente enfermo. La imagen que, en esos fúnebres días de otoño, le devolvió el espejo de tinta debió de deprimirle tanto que, hasta su muerte en 1990, el poeta español más seductor de la segunda mitad del siglo XX ya no escribió más que alguna carta de compromiso.