Gainsbourg. Balada de Serge
Felipe Cabrerizo publica una biografía en la que intenta adentrarse en el lado más humano del compositor
Compositor y cantante, director de cine, actor y guionista de publicidad (obtuvo el León de Plata en el Festival de Cannes con un anuncio para una marca de lavavajillas), pero también alcohólico, narcisista y misógino, en Gainsbourg el arte compensa la vida, una vida que acabó por convertirle a ratos en parodia de sí mismo, empujándole a una infelicidad de la que nunca salió del todo.
Antes de Serge
Hijo de judíos que lograron instalarse en un París asediado en 1921, Lucien Ginsburg (su nombre original) bordeó la muerte desde antes de existir. Su madre, que acababa de perder a un hijo varón de menos de 2 años, estaba tan afectada que cuando se quedó embarazada de Serge estaba decidida a abortar. Sin embargo, la suciedad sin bohemia del piso le impidió seguir adelante: “Cuando Olia [su madre] llega al sórdido apartamento de Montmartre donde ejerce la faiseuse d’anges y ve la suciedad que invade la habitación y un recipiente donde todavía quedaban desperdicios de la anterior operación se ve incapaz de seguir adelante”, escribe Cabrerizo.
Boris Vian, que abarcaba todo a lo que él aspiraba, ejerció una profunda influencia sobre él
Más tarde, paradójicamente, ser judío acabó salvándole la vida. Le diagnosticaron una enfermedad mortal en aquella época: peritonitis tuberculosa. El niño sobrevivió gracias a la intervención del célebre pediatra Robert Debré —al que se considera fundador de la pediatría moderna—, que atendía gratuitamente a los judíos en plena ebullición antisemita. “El 7 de junio de 1942 se instaura la obligación de llevar una estrella de seis puntas amarilla, con la palabra ‘Juif’ en negro bien visible sobre ella, cosida sobre el pecho de cualquier hebreo que supere los seis años de edad.” Gracias al azar y a algunas amistades, los Ginsburg se libraron de la deportación a los campos de concentración. Consiguieron matricular a su hijo en la Escuela Du Guesclin, donde, en un ambiente más tolerante, descubrió la poesía. También se inició en la pintura en la Academia Fernand-Léger. La pintura acabaría siendo la gran frustración de su vida: “He fracasado, porque lo que yo soñaba era convertirme en pintor y dejé la pintura”. Dada la incertidumbre ante el futuro, su padre le inició en la música ya que, aunque no fuera su principal vocación, tocar el piano le garantizaría cierta estabilidad económica, como haría más tarde en Touquet, una ciudad costera del norte de Francia, cercana a la frontera belga, donde tocaba para entretener a las familias adineradas que allí veraneaban.
Serge y Boris Vian
El niño Lucien Ginsburg, enclenque, con orejas de soplillo y nariz inabordable, se catapultó en Serge Gainsbourg gracias a la profunda influencia que sobre él ejerció Boris Vian, que abarcaba todo a lo que él aspiraba: “Una noche, en el Milord, vi a Boris Vian. Tuve que encajar a ese tipo pálido bajo los proyectores, liquidando textos ultra agresivos delante de un público estupefacto. Me quedé KO. Tenía una presencia alucinante en el escenario, pero una presencia enfermiza; parecía estresado, dañino, cáustico”. A través de Vian se reconcilió con la música al ver que podía ir mucho más allá explotando su físico y su potencial agresivo. Y a partir de ahí empezó a destripar la chanson, y comenzaron el jaleo, la singularidad, la obsesión.
Serge y las mujeres
La relación con el sexo opuesto —solo en el álbum Love on the Beat (1984) tratará las relaciones con el mismo sexo— fue leitmotiv de su vida, de su obra (y, por supuesto, de esta biografía), pero también fue el germen de su infelicidad crónica, y, por ende, de su misoginia, que siempre se ha justificado en el alcoholismo.
A su primer matrimonio con Elisabeth Levistsky, con quien estuvo ocho años, se refirió como “un error de juventud”. Se separaron en 1957. Pero el artista no tardó mucho en volver al altar. Antes, en febrero de 1958, Gainsbourg entró por primera vez en un estudio y publicó su primer álbum, Du chant à la une!, con una portada que el diario Libération definió como “el rostro de un asesino”: “Canta al alcohol, a las chicas, al adulterio, a los coches que corren mucho”. Su lado patético ya estaba en marcha.
El disco fue bien acogido por la crítica, pero Gainsbourg ya iba disparado, y sabía lo que buscaba con sus “cancioncitas de mierda”. Gainsbourg quería ser rico, vivir como un rico, y lo iba a conseguir escribiendo para otros. Ocurrió con France Gall, por ejemplo, una adolescente que arrasó con su primer EP y a quien le compuso para Eurovisión el éxito “Poupée de cire, poupée de son”, que lanzó su caché como compositor funcionario. Gainsbourg vivió siempre con el rubor de triunfar con canciones simplonas o malas, pero el dinero que le entraba acababa por relativizarlo todo. Y pocas cosas le gustaban más que el dinero y la fama.
La relación con el sexo opuesto fue el leitmotiv de su vida, de su obra y el germen de su infelicidad
El 7 de enero de 1964 se casó con Françoise Antoinette Pancrazzi, “Béatrice”, rusa de origen aristocrático perteneciente a la alta burguesía parisina con quien tuvo dos hijas. A Serge no le gustaban las pobres. Béatrice no soportaba la vida de Gainsbourg, que ya había alcanzado la fama, y los celos la arrastrarían a varios intentos de suicidio. La relación se rompió definitivamente tres años después y, para entonces, Serge Gainsbourg ya era una de las principales figuras del ye-yé. Después llegó la efímera y apasionada relación con Brigitte Bardot: “Desde ese día, desde esa noche, desde ese instante, ningún otro ser humano, ningún otro hombre, contará para mí”. Tres meses aguantó ese compromiso —matrimonio en Las Vegas mediante, a pesar de que Bardot estaba casada con un multimillonario alemán—, un tiempo muy fructífero en lo profesional para ambos. Serge compuso para ella la magnífica canción “Bonnie and Clyde” (que da título al LP), y la misma noche, a través de una melodía de la película Les coeurs verts, escribió su gran bombazo: “Je t’aime… moi non plus”. “Fue un amor loco. Un amor como los que se sueñan. Un amor que se mantendrá en nuestra memoria y en la memoria”, escribió Bardot. Menos apasionado parecía Gainsbourg: “Nunca seré dulce con las mujeres. Las odio. Con ellas todo termina mal”. Y en Paris-Presse añade: “La igualdad sexual no existe. Ellas son conejitos”. La decepción, junto a sus complejos, hizo aflorar su misoginia como mecanismo de defensa.
Serge y Jane Birkin
Los proyectos seguían llegándole a pesar de sus imprecisiones. Su amigo el director Pierre Grimblat le pidió que protagonizara su próxima película, Slogan, junto a una británica llamada Jane Birkin. “Aquella ya no era mi historia, como me había anunciado Truffaut, sino la de Serge y Jane.” Y así fue como sin pretenderlo llevó la película al cinéma vérité. Birkin fue el gran amor de su vida. Con ella dirigió su mejor y más arriesgada película, titulada Je t’aime, moi non plus, en la que la actriz afronta, y asume, el guion más polémico de toda su carrera. También junto a ella compone sus mejores discos, Histoire de Melody Nelson (1971), L’homme à tête de chou (1976) y Aux armes et caetera (1979), que a pesar de una acogida desigual por parte de crítica y público contienen lo mejor de su inabordable legado. Pero en lo personal la deriva no cambió: “Jane se fue por mi culpa, abusé de ella, me volví loco, le pegué”. Los celos, el alcoholismo y su actitud autodestructiva no permitieron ya la serenidad intelectual del autor, y el declive se aceleraba hacia un final definitivo.
En 1987 publicó You’re Under Arrest, un disco precipitado y mediocre que, unido a los problemas de salud y a la pérdida de su madre (a la que estaba muy unido) —falleció a los 91 años—, lo arrastró a la depresión: “La idea de la felicidad me resulta ajena. No consigo ni concebirla, así que no la persigo”, escribió. El éxito de otra canción eurovisiva, “White and Black Blues”, fue una de las últimas alegrías que tuvo, pero para entonces la metástasis ya campaba por su cuerpo. “Fuimos muchos los que sentimos que su desaparición marcaba el final no solo de toda una época sino también de nuestra juventud”, dijo casi a modo de epitafio su amiga Françoise Hardy. Y en ese fin de la juventud, en esa llegada de la serenidad, nació el mito: rue Verneuil, 5.
Felipe Cabrerizo
Expediciones Polares, San Sebastián, 2016,
448 págs.