Emociones de guerra
Tras los brutales atentados del pasado viernes en París, el primer ministro francés, Manuel Valls, declaró que Francia estaba en guerra. El Ejecutivo galo se sumaba de este modo a las voces que, desde al ámbito intelectual y periodístico, han considerado que la palabra crimen no describe suficientemente la matanza perpetrada por una decena de hombres fanatizados y sin escrúpulos. El problema, sin embargo, poco tiene que ver con los términos y sí con los conceptos y con las estrategias que se derivan de elegir unos u otros. Nadie puede dudar de que guerra es la situación que vive Siria ni de que la matanza perpetrada en París está relacionada con ella, porque de uno de los bandos que combaten en aquel país salieron las órdenes de asesinar a pacíficos ciudadanos que disfrutaban de una cálida noche de otoño en los alrededores de la Plaza de la Bastilla. Declararse en guerra contra ese bando, contra el siniestro Estado Islámico, está sin duda a la altura de las emociones que suscita su barbarie, pero al precio de sacrificar la serenidad exigida para adoptar la mejor estrategia para derrotarlo.
Pese a la matanza perpetrada con bombas y armas de combate, Francia, al igual que la totalidad de la Europa amenazada por el yihadismo, es un territorio donde impera la ley, no una geografía lacerada como la de Siria, donde solo rige la imposición de la milicia más brutal. Los hombres y mujeres de Francia que salen recelosos de sus casas después de los atentados, lo mismo que el resto de los europeos, no son refugiados huyendo de ningún frente bélico, sino ciudadanos amenazados por fanáticos que se conceden a sí mismos el título de soldados por el simple hecho de matar indiscriminadamente a personas indefensas. Y en cuanto a estos, a los asesinos, las fuerzas que los persiguen no pretenden hacer de ellos prisioneros a los que aplicar las convenciones internacionales, sino reos de la justicia ante la que deberán responder por sus crímenes. En boca de intelectuales o periodistas, denominar guerra a la matanza perpetrada el pasado viernes en París no pasa de ser una metáfora irresponsable. En boca de los gobiernos, solo cabe interpretarla bien como una banalización propagandística de la decisión más grave que puede tomar un Estado, bien como una declaración formal, y en ese caso hay que asumir los trascendentales corolarios jurídicos, políticos y militares.
Defender que Francia, y por extensión Europa, ha sido víctima de un atentado terrorista, no de un acto de guerra, permite cuanto menos plantear con toda claridad y con todo rigor el verdadero dilema al que se enfrenta la estrategia de la Unión contra el yihadismo: ¿debe o no debe implicarse en la guerra de Siria para combatirlo? Solo en apariencia los bombardeos aéreos que están llevando a cabo algunas potencias son la respuesta; en realidad, se trata de un subterfugio para posponerla, puesto que una declaración formal de guerra obliga, una vez realizada, a emplear tantos recursos militares como sean necesarios para ganarla, y los bombardeos son todo menos eso.