Hay una hermosa y profunda reflexión de Galileo cuyo contenido subyace tras toda actividad científica. Se trata de un homenaje a la matemática y, en particular, al número expresado en unidades físicas concretas como utensilios casi mágicos que hacen inteligible la naturaleza. Decía Galileo: “La filosofía está escrita en ese gran libro del universo, que está continuamente abierto ante nosotros para que lo observemos. Pero el libro no puede comprenderse sin que antes aprendamos el lenguaje y alfabeto en que está compuesto. Está escrito en el lenguaje de las matemáticas, sin las cuales es humanamente imposible entender una sola de sus palabras. Sin ese lenguaje, navegamos en un oscuro laberinto”.
La observación es la fuente del conocimiento y su horizonte de posibilidades se abre y extiende hasta el infinito según progresa el ingenio de los hombres para inventar instrumentos más sensibles. Pero la observación, para ser fecunda, debe acompañarse del hábil manejo de la herramienta capaz de convertirla en saber: la matemática, el idioma en que se expresa la naturaleza. No resultaba inmediatamente predictible que esta ciencia, fruto de la actividad cerebral, fuera capaz de resumir los secretos del funcionamiento del mundo. La siguiente pregunta de Einstein incide en la sorpresa: ¿cómo es posible que la matemática, un producto del pensamiento humano independiente de la experiencia, se ajuste de modo tan perfecto a los objetos de la realidad física? Pero aún más sorprendente es que la composición de la propia naturaleza sea esencialmente matemática, tan sorprendente como para que Eugene Paul Wigner hablara de milagro: el milagro de la articulación entre el lenguaje, la matemática y la formulación de las leyes de la física, que es incomprensible.
Enrico Fermi decía que un buen físico era aquel que sabía estimar cuántos barberos
había en Roma
Hoy sabemos que nuestro cerebro creyó inventar el lenguaje matemático, que sin embargo ya estaba inscrito en sus genes. Pero el descubrimiento del lenguaje de la naturaleza tardó siglos en materializarse. Sin embargo, con anterioridad al nacimiento del método científico, es decir, con anterioridad a Galileo, algunas personas mostraron una sensibilidad sobrehumana a la importancia del número en el proceso de comprender y conocer. Tres de ellos fueron Pitágoras, Eratóstenes y Claudio Ptolomeo.
Según Richard Feynman, quizás fuera Pitágoras (569 - 475 a. C.) el hombre que hizo el primer descubrimiento de lo profundamente entreverados que se encuentran el universo de los números y la realidad: encontró que cuando se hace vibrar sucesivamente un par de cuerdas, se produce una sensación agradable al oído siempre que sus longitudes estén en razón de dos números enteros pequeños. En este hecho descansa toda la teoría de la armonía y de la música.
Otro magnífico y admirable precientífico fue Eratóstenes (276 - 194 a. C.), quien un día de solsticio de verano en el que el sol era vertical en Siena (hoy Asuán, en Egipto) midió la sombra que daba un poste en Alejandría que tenía una longitud próxima y distaba siete grados en latitud. Supuso que la tierra era una esfera perfecta y de sus medidas obtuvo su radio, 6.000 kilómetros, con un error de aproximación del 10%. Por último, hay que considerar a Claudio Ptolomeo (100 - 170 d. C.), quien midió con precisión, en miles de experimentos, los ángulos de incidencia y refracción para distintos fluidos. Los resultados de sus medidas, recogidos en la Edad Media por Alhacén en su tratado sobre óptica, permitieron que varios siglos más tarde, en 1618, Willebrord Snel van Royen, Snell, descubriera la famosa ley de la refracción. Posteriormente, en 1662, Pierre de Fermat estableció el principio según el cual la luz viaja de un punto a otro por el camino en que tarda menos tiempo. Una consecuencia de tal comportamiento es la citada ley de Snell.
En una época más reciente, vuelven a brillar científicos con especial sensibilidad al número. La realidad que late en los nuevos problemas concretos es extremadamente compleja, lo que plantea un dilema entre dos tendencias: las aproximaciones y el rigor de los planteamientos. Un exceso de rigor lleva a la esterilidad, y un exceso de simplificación al error. Enrico Fermi definió la física como el arte de bien aproximar (decía que un buen físico era aquel que sabía estimar el número de barberos que había en Roma), habilidad innegablemente asociada con la más genuina inteligencia. Saber estimar los órdenes de magnitud de lo que se quiere medir o calcular antes de realizar la medida da una ventaja enorme a los científicos perspicaces con capacidad de hacerlo. Fermi, descendiente de Pitágoras, Eratóstenes y Claudio Ptolomeo, ha sido un ejemplo estimulante para jóvenes científicos. Tanto él como Feynman, por su pasión científica y su inteligencia, ayudaron a hacer más atractiva la aventura intelectual que es nuestra vida con la física.
Baroja escribió que lo más importante para la civilización era la ciencia, centro de las actividades espirituales
El premio Nobel Steven Weinberg recomendaba a los jóvenes científicos aprender algo de historia de la ciencia, o como mínimo, de historia de su propia rama de la ciencia. Una razón para ello, aunque no la más importante, es que la historia puede ser útil. Por ejemplo, de cuando en cuando la tarea de los científicos se obstaculiza por creer en alguno de los modelos simplificados de la ciencia propuestos por filósofos, desde Francis Bacon hasta Thomas Kuhn y Karl Popper. Y el mejor antídoto contra la filosofía de la ciencia es el conocimiento de la historia de la ciencia.
Así marcha y se transmite la ciencia, solidariamente y de generación en generación, para constituir, sin duda, la tarea intelectual colectiva más importante de la humanidad. Como escribiera Pío Baroja: “Lo más importante de la civilización es la ciencia, y a su alrededor giran las demás actividades espirituales”. Una idea poco frecuentada por escritores e intelectuales españoles como para que haya podido consolidarse entre nosotros.