El justo medio: Cervantes en el 'Quijote'
Ni el autor ni sus criaturas ignoran la fascinación y la fuerza de los extremos que se ven confrontados en la trama y en la manera de contarla
El aprecio para una obra de ficción lo consigue el autor con procedimientos literarios, pero la regla general es que el lector no lo conceda por razones literarias sino, digamos, humanas. Quizá va por ahí la pista más segura para explicar la fortuna universal del Quijote: la fascinación que produce la figura del protagonista (con la silueta de Cervantes al trasluz), siempre radicalmente inverosímil y absolutamente natural. El caballero andante loco, desaforado, grotesco y el Alonso Quijano lúcido, sensato e irreprochable suscitan idéntica simpatía, y el deleite que provoca la novela consiste notablemente en el ir y venir del uno al otro, entre las acciones nacidas de la locura y las palabras inspiradas por la lucidez.
Tal vez ningún otro personaje como don Quijote haya logrado conjugar tantos valores auténticos e ilusorios y, por ahí, suscitar tan perdurablemente la carcajada a la vez que la admiración. Raya el milagro (y es el secreto de un arte y un talante) que Cervantes lograra reunir en don Quijote facetas tan contrapuestas, contradictorias o a primera vista inconciliables, y también un efecto de tan arrebatadora naturalidad. Pero hay que recordar que cosa similar hallamos, a diversa escala, en los demás personajes, con Sancho, por supuesto, a la cabeza.
Don Quijote imitaba a los caballeros de los libros, Cervantes imitaba jocosamente a sus presuntos autores
La dualidad o multiplicidad de modos de ser no está solo en las actitudes y conductas de cada personaje, sino asimismo en la manera en que Cervantes confronta a unos con otros. En particular, la narración persevera en recoger las distintas perspectivas con que los participantes contemplan una misma escena. Típico el momento en que don Quijote se viene al suelo “muy mal parado” de un descomunal bastonazo, y Sancho se arroja “sobre el cuerpo de su señor haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que estaba muerto” (II, 52). Correctamente anota Rodríguez Marín: “Doloroso para Sancho y risueño para los que lo presenciaban”. Cervantes nos propone todas las posibilidades en juego.
Unos párrafos más arriba, don Quijote, ofendido por las palabras del cabrero, le da con un pan “en todo el rostro”. El atacado replica “asiéndole del cuello con entrambas manos” y “no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no llegara en aquel momento” a defenderlo, con la ayuda de otros espectadores, mientras “reventaban de risa el canónigo y el cura” y “saltaban los cuadrilleros” de contento (II, 52). El novelista se pone también en la piel del cabrero, “lleno de sangre el rostro”; del “pobre caballero” que sangraba no menos; del escudero que “se desesperaba porque no se podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase”. Es locuaz la frase con que se da fin al lance: “En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían…”. Cervantes hace más que no descuidar ninguna perspectiva: a la luz de esta nota de jolgorio, comprendemos que no llega al río tanta sangre como se nombra, que la sangre se halla menos en las caras que en la mente de los contendientes en pleno ardor de la pelea. Ni se nos escapa el guiño del escritor: de acuerdo con el tono de “regocijo y fiesta”, la narración ha tendido a exagerar los palos, como el cine mudo los bofetones o el guiñol los porrazos. Al igual que en tantos otros pasajes, señaló magistralmente Edward C. Riley, “nos vemos obligados a leer a Cervantes al mismo tiempo en serio y no en serio”.
Sancho Panza ofrece un par de veces la versión más cómica de la conciliación de distintos puntos de vista. En cierta ocasión —nadie lo habrá olvidado—, “descubrió don Quijote un hombre a caballo que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro” y porfió que la montura era “un caballo rucio rodado”, y la “cosa” el mismísimo yelmo de Mambrino. “Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra”. Don Quijote, claro, se engañaba: quien le salía al paso era sencillamente un barbero a quien por el camino le había pillado la lluvia y “porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza”. El hidalgo, que ve la oportunidad de reemplazar con el yelmo maravilloso la celada que ha perdido, acomete al barbero, y este sale por pies abandonando el asno y dejando la bacía en el suelo. Al ver que don Quijote se adueña de ella, Sancho le pregunta si no puede él a su vez quedarse con el “caballo rucio rodado que parece asno pardo”. Don Quijote no aprueba que el escudero retenga el animal (“caballo o asno o lo que tú quisieres que sea”), por más que a Sancho le gustaría “por lo menos trocalle con este mío, que no me parece tan bueno”, y ha de contentarse con guardar los aparejos.
Notemos la astucia de Sancho. En el lance más divertido del Ingenioso hidalgo, cuando en la venta de Palomeque confluyen buena parte de los personajes con quienes desde mucho antes hemos venido topándonos, don Quijote y el barbero disputan si la “cosa” metálica de marras es un yelmo o una bacía (I, 44-45). A Sancho, buscando no irritar a ninguno de los dos, se le ocurre entonces nombrar al objeto como “baciyelmo”. Ahora, para no desmentir a su amo y que le permita apropiarse la cabalgadura del barbero, concede por un lado que se trata de un “caballo rucio rodado”, pero por otro afina “que parece asno pardo”. E inmediatamente después persevera en un término neutro y conciliador: “¡Y para mis barbas, si no es bueno el rucio!”.
La estupenda argucia lingüística de Sancho es uno de los muchos factores que confluyen para acoger en el Quijote los variados semblantes de los personajes y de la vida, desplegando inagotables opciones de lectura. Cervantes, así, comienza la novela en primera persona, pero a renglón seguido alega las discrepancias con que como cronista fidedigno tropieza en la tradición oral (“Quieren decir…”), “los autores que de este caso escriben” y los “anales de la Mancha”. A no tardar, la historia de don Quijote se atribuye a un moro de opereta, Cide Hamete Benengeli, y Cervantes pasa a ser el “segundo autor”, un modesto escoliasta. Pero sabido era que “de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas” (II, 3); y, encima, el bribón de Cide Hamete tenía el cuajo de no siempre referir las cosas “puntualmente”, para que los lectores quedaran intrigados (II, 74). Nadie tomaría esas guasas a la letra. Si don Quijote imitaba a los caballeros de los libros, Cervantes imitaba jocosamente a sus presuntos autores. Como el juglar y el caricato, por otra parte, como todo buen contador de historias, sabía animarlas cambiando de voces y asumiendo mudables identidades. Pero las bromas con las fuentes de información y los narradores surtidos no son mera burla: comportan todavía otro modo de revelarle nuevas dimensiones a la trama y añadírselas a cosas y personas.
La crítica a la moda de hace unos años insistía en que los textos dan cuenta de sí mismos sin necesidad de referirlos a la biografía, la intención ni las circunstancias del escritor. Lo cierto es que una obra literaria no se diferencia radicalmente de los demás productos del lenguaje, ni, como ellos, puede descifrarse a derechas sin referirla a un sujeto que la enuncia. Y sucede que pocos autores son tan invisibles y a la vez están tan presentes en un libro como Cervantes en el Quijote.
En la biografía del escritor, a menudo creemos advertir una distancia desencantada que lo induce a aceptar las cosas como son, en parte por no crearse problemas, por ganas de llevarse bien, por cortesía, y en parte por desconfianza y por una cierta aprensión de averiguar qué hay en cada caso de blanco y de negro, bueno y malo. A uno le parece que más de una vez, sobre todo en sus últimos 15 años, Miguel se atenía a la respuesta de la cabeza encantada de Barcelona, cuando don Quijote le pregunta si “fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos”: “Hay mucho que decir: de todo tiene” (II, 62). Si el ciudadano Cervantes tendía a pensar en términos semejantes, nadie lo sabrá nunca con certeza. Pero es seguro que esa actitud y tantas otras que concuerdan con ella responden en el Quijote a un temple y una fisonomía personales, no son pura construcción literaria de ningún “autor implícito”, ni son menos verdaderas, “biográficas”, que una firma en cualquier documento.
Pocos autores son tan invisibles y a la vez están tan presentes en un libro como Cervantes en el Quijote
El texto abunda en reminiscencias y aun citas literales de Aristóteles, llegadas quién sabe de dónde, pero lo significativo es la visión que supone del universo social y moral. Sin ir más lejos, el precavido “hay mucho que decir: todo tiene”, a cuenta de Dulcinea o de la Cueva de Montesinos, postula una conducta que se hace cargo de la complejidad y versatilidad de las realidades humanas y se resiste a someterlas a principios generales. Quitadas las enseñanzas inconmovibles de la religión, la verdad de la vida diaria es la verdad de la retórica, una verdad quizá provisional pero eficaz, activa, encaminada a poner en marcha sentimientos y acciones, que pondera las limitaciones de la naturaleza, los datos concretos de cada situación, las condiciones de cada persona, las posibilidades de éxito de cada empresa. A esas consideraciones obedecen los comportamientos que narrador y personajes evalúan de común acuerdo como acertados; y las cualidades que todos respetan, las más celebradas en el don Quijote cuerdo o que deslindan la lucidez dentro de la locura, son la “prudencia”, la “discreción”, el “buen entendimiento”, la “industria”…
Tales pautas conforman las acciones y los juicios contemplados favorablemente a lo largo del Quijote y son también ejes de la ética y la política de Aristóteles, centradas en el empirismo y el sentido común, la phrónesis, el saber práctico y factible, la convivialidad como meta. Claro está que se trata de nociones tan naturales y tan arraigadas que no en todas partes pueden reconocerse como aristotélicas. La generalidad y la racionalidad de las ideas cristalizadas en el Quijote tienen que ver justamente con el asentamiento que siempre han suscitado en la inmensa mayoría de los lectores: en el balance final, la “filosofía del Quijote” es una llana sabiduría de la sensatez, la atención a las razones de los otros, la bonhomía, la cautela, la urbanidad…, que difícilmente disgustará a nadie. Pero si “todos los hombres —según dice Borges que dice Coleridge— nacen aristotélicos o platónicos”, aunque ninguno sea lo uno ni lo otro a título exclusivo, Cervantes nació aristotélico en las escuelas, en los libros y en el trato con los mejores ingenios.
La doctrina del justo medio es uno de los planteamientos que en otro marco se difuminarían como lugares comunes, pero cuya centralidad en el Quijote nos obliga a remontar a Aristóteles. Con hechos y dichos, por todas las bocas, en ocasiones con matices que el Estagirita no habría reprobado (así los de don Quijote argumentando ante el Caballero del Verde Gabán), la obra predica y remacha que la “virtud… está puesta entre dos extremos viciosos” (II, 17) y “el punto de la discreción” es “el medio” entre “dos extremos”. Por el contrario, la trama y los caracteres, los modos de contar, la ironía de los enfoques y las modestas lecciones del relato estriban a cada paso en la confrontación de unos extremos y en la propuesta más o menos implícita de un justo medio. Don Quijote frente a sí mismo y en pareja con Sancho, las varias caras y razones de los personajes, las distintas perspectivas del narrador, la ambigua objetividad en la presentación de seres y aconteceres, el mismo problema medular de una ficción que oponga y a la postre case las “fábulas mentirosas” con “la verosimilitud y la imitación” (I, 47), ¿no son acaso otras tantas versiones del ideal del justo medio?
Franciso Rico ocupa el sillón p de la Real Academia de la Lengua. Es responsable de la edición más completa de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha