Artur Mas, como antes Jordi Pujol, gusta de presentarse como presidente de la Generalitat o, también, como presidente de Cataluña, aunque no es ninguna de las dos cosas porque en el ordenamiento jurídico actual no existe tal cargo, como tampoco existe el de presidente de España. Mas es presidente del Gobierno de la Generalitat de Cataluña. La elipsis no es neutral, forma parte de la batalla por el control del lenguaje, una batalla en la que los nacionalistas (catalanes) van ganando. No solo han logrado que parte de la izquierda compre su léxico, hasta el PP lo ha hecho. Sin ir más lejos, cuando Raül Romeva, candidato que figura en primer lugar en la lista de Artur Mas, calificó de irrelevante el debate sobre quién debía presidir el futuro Ejecutivo, Xavier García Albiol, que encabeza la lista popular, sostuvo que era poco serio no decir a quién se proponía como “presidente de Cataluña”.
El juego con el lenguaje es una constante del separatismo catalán que, lejos de autodenominarse así, ha preferido recurrir a los sinónimos: nacionalista, catalanista, defensor del derecho de autodeterminación y del derecho a decidir, soberanista, partidario del proceso (uno de los eufemismos más imprecisos posibles) y, finalmente, independentista.
La consulta del 9 de noviembre fue llamada “referéndum” hasta que la pretensión de fingir que se ajustaba a la legalidad aconsejó cambiarle el nombre; las cajas de cartón para las papeletas eran urnas; los participantes en el acto y favorables a la independencia de Cataluña fueron “millones”, pese a que incluso aceptando sus resultados se quedarían en 1.861.753 y las reglas del idioma dicen que para usar “millones” deben referirse a dos o más. Eso asumiendo que los datos sean creíbles porque, como decía un dirigente de ICV, que sin embargo fue a votar, “habría que ver la credibilidad que se daría a un acto similar convocado por el PP, con mesas formadas en exclusiva por voluntarios del PP, con recuentos hechos únicamente por esos voluntarios y sin posibilidad de verificación”, —las papeletas fueron inmediatamente destruidas—.
“De país” y “unitaria”
En la misma línea, la lista Junts pel Sí fue definida, primero, como “de país”, como si las demás no lo fueran. No es la primera vez que CDC pretende ser el único representante de Cataluña. Su grupo en el Congreso se denomina “catalán”, a pesar de que hay otros diputados catalanes e incluso en número mayor. Otro juego de palabras se produjo cuando se afirmó que la candidatura sería una lista sin políticos. Para muestra un botón: en el número uno, un exeurodiputado; en el cuatro, Artur Mas; en el cinco, Oriol Junqueras, líder de ERC, y en los puestos siguientes, dirigentes de ambas formaciones. Si se prefiere mirar fuera de Barcelona: el cabeza de lista en Tarragona, Germà Bel, fue diputado… del PSC.
El soberanismo ha
logrado que no solo
parte de la izquierda
compre su léxico,
hasta el PP lo ha hecho
Posteriormente, la lista pasó a ser llamada “unitaria”, aunque es una coalición de dos partidos: CDC y ERC, con algunos independientes procedentes de entidades y asociaciones ampliamente subvencionadas por el Ejecutivo que preside Mas, incluso en tiempos de recortes para otras necesidades consideradas menos urgentes, como la sanidad o la educación y el transporte públicos. Un ejemplo: Miquel Calzada, que llegó a la fama por su aparición en TV3, fue favorecido con licencias radiofónicas por los gobiernos de CiU. Otros personajes de las listas son habituales en las tertulias del canal autonómico y de Catalunya Ràdio, también dependiente del Gobierno catalán, y claros ejemplos de cómo medios públicos que deberían ser institucionales se comportan como gubernamentales y partidistas.
Lo mismo ocurre con la convocatoria electoral. La campaña de Junts pel Sí sostiene que se trata de unas elecciones “plebiscitarias”, es decir, en las que solo se decide si Cataluña será o no será independiente. Que haya diversas listas, incluso en el ámbito de los independentistas, es un asunto menor. Como es menor que los candidatos de Junts pel Sí se repartan los pronunciamientos y hablen un día de “declaración unilateral de independencia” y otro de proceso negociado. O que un día se diga que para declarar la independencia se necesita mayoría de votos y al siguiente que basta con mayoría de escaños y, por lo tanto, se podría declarar la independencia aunque los partidos que no la apoyan hubieran sumado más votos pero menos escaños debido a la ley electoral.
La cuestión es provocar la confusión en todas direcciones. Y obsérvese que aquí se habla solo de los juegos con el lenguaje, no de las afirmaciones que en términos bíblicos podrían ser definidas como “mentiras”. Así, los independentistas sostienen impertérritos que una declaración unilateral no afectaría en absoluto a la continuidad de Cataluña en la UE y que el Barcelona seguiría jugando la liga española.
No hay que confundir la batalla por el lenguaje con la batalla de la lengua, que es solo una de sus escaramuzas, aunque llena de connotaciones emocionales. El catalán es definido por el Estatuto como la lengua “propia de Cataluña”. Manuel Vázquez Montalbán, charnego en jefe de la cultura catalana, dejó escrito que lo asumía, a condición de que no se le añadiera que el castellano es una lengua impropia.
A vueltas con la lengua
No son pocos, sin embargo, los independentistas que sostienen que el castellano es una lengua impuesta. De ahí que no lo llamen castellano sino español. El uso del castellano sería una anomalía histórica, fruto de la dominación que arranca en 1714 y que culmina durante la dictadura del general Franco. ¿Cómo explicar entonces que Juan Boscán (Barcelona, 1490-1542) fuese el introductor del endecasílabo italianizante en la lengua castellana? No hace falta, se omite el dato y listos.
Lo llamativo es que los mismos que defienden el monolingüismo para una Cataluña independiente defendían hace cuatro días que el plurilingüismo era lo normal y decían no entender la animadversión de ciertos sectores de la sociedad española contra las lenguas no castellanas. España puede ser plurilingüe, pero no Cataluña. Lo cierto es que Cataluña es un territorio mayoritariamente bilingüe. Más aún, la afirmación romántico-nacionalista según la cual a cada Estado le corresponde una única lengua no soporta la prueba empírica.
En Francia se habla francés y catalán y occitano y bretón. En el Reino Unido muchos de sus ciudadanos utilizan, además del inglés, el escocés o el galés. En los países nórdicos se emplean diversas modalidades de sami, además de noruego, finés o sueco. Los suizos comparten una notable variedad idiomática: alemán, francés, italiano y romanche. En sentido contrario, Austria es de habla alemana y en Estados Unidos se habla mayoritariamente inglés.
El término España
solo se utiliza si puede
ser asociado a un
agravio, si no se habla
del “Estado Español”
La batalla del idioma ha cruzado todos los límites, incluidos los del absurdo. Así, el catalanismo recalcitrante sostiene que los nombres forman parte de la identidad nacional y nadie tiene derecho a traducirlos, de modo que decir o escribir Gerona y no Girona o Lérida en vez de Lleida es una ofensa al pueblo catalán. Esos mismos individuos dicen Xeres y no Jerez, Saragossa y no Zaragoza, Nova York y no Nueva York, porque todo se puede traducir al catalán, pero nada del catalán es traducible. Tan peregrina tesis comporta ignorar que la traducción, lejos de ser una ofensa, es un síntoma de reconocimiento de importancia. Por eso se usa Londres y no London, Florencia y no Firenze, o Aquisgrán y no Aachen, mientras que resultaría una excentricidad referirse a Newcastle (Reino Unido) o Neuchâtel (Suiza) como Nuevocastillo, aunque algunos italianoparlantes (los suizos) sí llaman a esta última ciudad Nuovocastello, del mismo modo que llaman a Múnich (Munchen en alemán) el Mónaco bávaro. No constan ofendidos.
En la batalla de la lengua, el nacionalismo catalán exclusivista ha contado, justo es decirlo, con notables aliados. En especial el PP, pero también sectores del PSOE. Las hemerotecas están llenas de afirmaciones ocurrentes, desde la del hoy santificado Adolfo Suárez, que no concebía que se pudiera explicar Física en catalán, hasta la de un José María Aznar que relegaba el catalán a la intimidad. Eso sí, de vez en cuando se oye un elogio universal: “Yo amo a Cataluña y me gusta mucho el catalán”. Oraciones ambas que, juntas o por separado, han pronunciado casi todos los dirigentes políticos nacionalistas españoles. Estas frases solo tendrían sentido si fueran acompañadas de una información complementaria: ¿qué territorio no aman o aman menos?, ¿qué idioma les disgusta?
En esta onda, la actitud mancomunada de PP y Ciudadanos afirmando que en Cataluña el castellano estaba perseguido ha actuado como elemento catalizador a la contra. La última escaramuza fue protagonizada por el becado exministro José Ignacio Wert y convenientemente capitalizada por el nacionalismo catalán. Se supone que unos y otros buscaban que los estudiantes catalanes terminaran la enseñanza obligatoria dominando por igual catalán y castellano, como de hecho ocurre. Pero la contienda se formuló, en ambos casos, en términos de agravio.
Para Wert (y para Ciudadanos) el Gobierno catalán vulneraba los derechos de los castellanohablantes, mientras que para los nacio-
nalistas catalanes había una ofensiva contra Cataluña. Una de las afirmaciones que, dicen los independentistas, hace necesaria la independencia es que la situación que hoy se vive en Cataluña, en lo que se refiere a la lengua, está en uno de los momentos más bajos de la historia. Con los datos en la mano, eso es algo difícil de sostener. El catalán es obligatorio en la escuela y lengua de uso común (no impuesto) en todo el territorio, pero quien quiera puede vivir perfectamente usando el castellano. Los ciudadanos tienen el derecho a dirigirse a las administraciones en ambos idiomas y de ser atendidos en el que ellos elijan.
La lengua es inflamable y los pirómanos de ambos bandos lo saben y agradecen al oponente los incendios que provoca. El ultramontanismo castellanista quita algunos votos en Cataluña, pero los da a palas en otras partes de España, a la vez que alimenta el ultramontanismo catalanista, lo que se traduce en votos para el nacionalismo catalán. Y todos contentos. E inflamados.
Guerra civil contra Cataluña
La contaminación lingüística no se queda en el lenguaje ordinario (aunque este es el principal objetivo de control de todos los bandos), también se da en las universidades. Una de las áreas más proclives para vestir la ideología de ciencia es la historia; la otra es la economía, que permite el baile perpetuo de los datos sobre balanzas fiscales. Desde hace unos años, algunos historiadores han dado en afirmar que la que José Agustín Goytisolo llamara “guerra incivil” no fue tal sino, en realidad, una guerra de España contra Cataluña. Que el franquismo maltrató los símbolos catalanes es una verdad tan cierta como que entre los derrotados había gallegos y leoneses, y entre los franquistas había catalanes para dar y vender (y algunos incluso para venderse). Porcioles, López Rodó y Ullastres eran perfectamente catalanes. Por no hablar de Cambó, que financió abundantemente a los rebeldes.
Para el imaginario
independentista, en
España todos piensan
y sienten igual:
de forma anticatalana
Pero todas estas batallas lingüísticas son cuestión menor comparadas con la que se da en el terreno de dos globalidades: Cataluña y España, también conocida como Estado Español. El uso de la expresión “Estado Español” se ha convertido en un lugar común. Puede oírse en boca de socialistas, excomunistas (expresión que dentro de la batalla del lenguaje rechazan no pocos dirigentes de ICV, incluso algunos que militaron en el PSUC o en sus juventudes) y hasta de dirigentes de Podemos. El filósofo Manuel Cruz ha ironizado sobre ello: “Para el nacionalismo catalanista, España nos roba, pero llueve en el Estado Español”.
El término España solo se utiliza si puede ser asociado a un agravio. Para el imaginario independentista, en España todos piensan y sienten igual: de forma anticatalana. El propio Mas sostiene que quien no esté con él está con el PP (aunque apoye a la izquierda). Cataluña es tan una como España, pero todo lo que en España es perversión, en Cataluña es bondad. Y todos los catalanes son independentistas, de donde se deriva que los que no son independentistas no son catalanes. Como en la España de Franco, se decía, no había ladrones. Una carta al director publicada en un diario paragubernamental y subvencionado lo dejaba claro: el problema de masificación en las cárceles en Cataluña se solventaría repatriando a los delincuentes. No hay delincuentes catalanes porque Dios no lo quiso. Y los que delinquen, lo hacen frente a leyes injustas con Cataluña. Los Pujol y Millet incluidos. Y quien diga lo contrario miente o utiliza un lenguaje diferente.