Según ACNUR,
somos testigos de la mayor emergencia humanitaria desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Sesenta millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares y a buscar refugio. El 86% acaban siendo acogidos en países limítrofes, en vías de desarrollo, solo un poco menos pobres que los países de origen. La mayoría de estos refugiados y desplazados huyen de cinco naciones: Siria, Eritrea, Sudán del Sur, República Democrática del Congo y Myanmar (Birmania).
No son emigrantes económicos que buscan mejorar su nivel de vida. Se trata de personas que han sido desplazadas por la guerra, la destrucción de las economías que las sustentaban, que son perseguidas por motivos religiosos, étnicos o políticos, siempre sectarios. Como tales, estos refugiados están protegidos por la
Convención de Ginebra de 1951, que ha sido firmada por la mayoría de los países, que han contraído de ese modo la obligación de proteger a quienes buscan refugio y asilo, de acuerdo con el derecho internacional.
El derecho humanitario que ampara a los refugiados es la última red de seguridad contra la barbarie. Surgió de la experiencia terrible de la Segunda Guerra Mundial y las guerras poscoloniales. Es la última esperanza de civilización para aquellas poblaciones que no tienen otra cosa a la que agarrarse: Estado, justicia, propiedad, familia. Es el reconocimiento de que, a pesar de todo, existe algo común que define a la humanidad en su conjunto.
En estos momentos, más de 450.000 refugiados se agolpan a las puertas de la Unión Europea, diseminados en las pequeñas islas griegas o italianas del Mediterráneo y en campos de refugiados en los países de los Balcanes.
Son los supervivientes. Porque más de 2.000 personas han muerto ahogadas durante 2015 en los viajes organizados por las mafias, en pateras y otras embarcaciones sin seguridad. La Unión Europea tampoco ha sido capaz de cumplir sus obligaciones de salvamento marítimo. El director adjunto de Frontex, la agencia europea responsable, el español Gil Arias Fernández, ha denunciado reiteradamente la falta de recursos y el incumplimiento de los compromisos de los estados miembros. Hasta tal punto que la UE ha tenido que subcontratar a empresas privadas gran parte de su actividad de patrullaje marítimo.
Pero incluso los refugiados que consiguen llegar a la UE se encuentran en un limbo jurídico, a la espera de su identificación en la red de campos de refugiados y centros de acogida vigilada. Los nuevos socios de Europa central, como Hungría, Eslovaquia y Eslovenia, han creado auténticos pasillos para atravesar sus países hasta llegar a Alemania o Austria. Las escenas de miles de
La UE carece de una política comunitaria de refugio y asilo y ha sido incapaz de igualar los requisitos de admisión
personas andando por las vías del tren, buscando una brecha por la que cruzar unas fronteras que teóricamente habían desaparecido, nos retrotraen a otras épocas de desolación. Más de 20.000 personas malviven en el campo de refugiados de Calais a la espera de una oportunidad para llegar por los túneles del Canal de la Mancha a Gran Bretaña.
La Unión Europea carece de una política comunitaria de asilo y refugio. El llamado
Sistema Europeo Común de Asilo no ha sido capaz más que de uniformizar parcialmente las condiciones de acogida. La Comisión Europea ha intentado forzar a los estados miembros para que aceptaran cuotas de refugiados para asentarlos en los distintos países. La canciller Angela Merkel, a pesar del coste político que le ha supuesto, ha tomado la iniciativa para que Alemania acogiera a un número importante de personas. Pero las resistencias de los estados miembros, alegando siempre sus circunstancias especiales, han dejado al descubierto una hipocresía moral incompatible con los valores de la construcción europea. Los responsables de las consecuencias sociales de la crisis económica, del paro y del aumento de la pobreza han encontrado en los refugiados un chivo expiatorio para alimentar la xenofobia y el populismo presentando la crisis humanitaria como una competición entre pobres por recursos escasos.
Han pasado los meses y la situación, lejos de resolverse, se gangrena, erosionando la ya debilitada legitimidad moral del proyecto de construcción europeo. La “marca Europa” cobra unas características siniestras cuando países pobres en vías de desarrollo muestran mucha más solidaridad y fraternidad que la propia UE.
Puede sonar demagógico, pero el Banco Central Europeo destina todos los meses 60.000 millones de euros a la “flexibilización cuantitativa” del sector financiero europeo. Pero la Comisión Europea y los estados miembros son incapaces de poner en marcha un plan de urgencia para hacer frente a sus obligaciones contraídas de acuerdo con el derecho internacional.
Todas las víctimas son iguales, pero hay algunas más iguales que otras. Los recientes atentados de ISIS en París se han convertido en un factor determinante en la actual crisis humanitaria. Porque tan víctimas del terrorismo islamista son los muertos y heridos de la capital francesa como los desplazados que huyen del pretendido califato que ocupa una parte importante de Siria e Irak, imponiendo una guerra sin cuartel contra los pueblos de la zona.
Entre los objetivos evidentes de los ataques terroristas de ISIS en la Unión Europea está el intento de polarización étnico-religiosa de los ciudadanos europeos, alentando el populismo xenófobo contra la inmigración musulmana asentada e integrada en los estados miembros desde hace muchas decenas de años y contra los refugiados que huyen de las guerras y las catástrofes de Oriente Medio y el norte de Africa.
Sin la estabilización política, social y económica de los grandes focos de refugiados el problema persistirá a medio plazo. Pero esas soluciones tardan tiempo en diseñarse, coordinarse y aplicarse. Y mientras tanto, lo que hay son decenas de miles de desplazados que no tienen la opción de sentarse a esperar los resultados de las políticas de reconstrucción propuestas. Necesitan una solución a corto plazo para seguir viviendo y esperar que se creen las condiciones para regresar a sus países de origen. Esa es exactamente la situación que contempla el derecho internacional con el estatus de refugiado que se define en la Convención de Ginebra de 1951.
Por su parte, el Gobierno español alega sistemáticamente que sufre una enorme presión de la emigración no legal subsahariana en las fronteras de Ceuta y Melilla, así como en las islas Canarias. Tiende a confundir ante la opinión publica el debate sobre dicha emigración con los refugiados, a los que está obligado a dar acogida por los acuerdos internacionales que ha firmado. En cualquier caso, las cifras globales de emigrantes y refugiados que llegan a España por mecanismos irregulares son muy inferiores a las de Grecia e Italia dentro de la Unión Europea, por no hablar de otros países del Mediterráneo como Marruecos, Libia o Egipto.
La cantidad de refugiados que le corresponden a España, según el reparto que hizo la Comisión Europea, es de 17.500 personas. Una cifra que solo representa el 0,03% de las personas desplazadas forzosas en el mundo, según
ACNUR. Pero el Gobierno desplaza a las comunidades autónomas la presión de la financiación de los programas de acogida temporal y asilo y
Los presupuestos de acogida en España son pequeños comparados con los destinados al rechazo en frontera
demuestra que un país de 47 millones de habitantes, que recibe todos los veranos a 54 millones de turistas, no es capaz de ofrecer solidaridad a 20.000 personas que huyen del terrorismo y la guerra.
Pero la responsabilidad de financiar la acogida de los refugiados es del Estado. Hasta ahora lo ha externalizado hacia una serie de grandes ONG (CEAR, Cruz Roja, ACCEM), que no han escapado a los recortes generales presupuestarios, a pesar de que cubren una serie de servicios protegidos por el derecho internacional. Los presupuestos de acogida comparados con los destinados al rechazo en frontera (vallas, expulsiones, vigilancia policial…) son muy pequeños y son la prueba de la verdadera orientación de la política de asilo del Gobierno de España, que tiene además una de las cifras de rechazo de peticiones más alta de la Unión Europea.
Han tenido que ser los ayuntamientos de las ciudades los que han ofrecido sus servicios sociales para hacer frente a esta emergencia humanitaria. Y lo han hecho apelando a la conciencia democrática de los ciudadanos, a los que llamaban para acoger en sus casas a los refugiados. Esa ola de solidaridad apoyada en los ayuntamientos es la que intenta erosionar el populismo xenófobo haciéndonos creer que los refugiados no son víctimas sino una especie de quinta columna plagada de futuros terroristas islamistas.
Se ha abierto así un debate moral en nuestra sociedad. No sobre las causas profundas de esta emergencia humanitaria sino sobre la complicidad en el sufrimiento de las propias víctimas, cuyo fin último sería vengarse de quienes los acogen solidariamente. La iniquidad de este debate exige un movimiento social que cree las condiciones democráticas para el cumplimiento de las obligaciones humanitarias de España y de los estados miembros de la UE.
No podemos dejar solos a los refugiados frente al terrorismo islamista y al populismo xenófobo.