Cuando la CIA entregó a Mandela
El espionaje estadounidense, con golpes como el arresto de Madiba o asesinatos como el de Patrice Lumumba, torció para siempre el destino de África
Los datos ofrecidos por ese informante permitieron que el 5 de agosto de 1962 Nelson Mandela fuera detenido y después condenado a cadena perpetua, una pena de la que cumplió 27 años, casi todos en la siniestra prisión de Robben Island. El anciano de 88 años que a las puertas de la muerte relató cómo se logró arrestar a Mandela era estadounidense. ¿Su nombre? Donald Rickard, agente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en la Sudáfrica de los años 60.
Rickard sabía cuándo y cómo viajaría, incluso cómo iría vestido. Y no dudó en entregarlo a los sudafricanos
Rickard había guardado silencio durante más de 50 años. A los periodistas que sospechaban sobre su implicación en el arresto de Mandela les colgaba el teléfono. Pero su mutismo no obedecía al remordimiento. No fue la necesidad de limpiar su conciencia, sino quizá la indiferencia que conlleva un final cercano lo que motivó su confesión al cineasta británico John Irvin, director de una película sobre la lucha armada del líder sudafricano titulada Mandela’s Gun (El arma de Mandela), que aún no se ha estrenado en España. Este exagente de la CIA que en 1962 trabajaba en Durban bajo la cobertura que le daba su pasaporte diplomático de vicecónsul murió sin pesar alguno por haber entregado al entonces prófugo al apartheid: “[Mandela] hubiera podido desencadenar una guerra en Sudáfrica y yo lo evité”, se jactó ante Irvin, unas revelaciones recogidas por el Sunday Times en mayo que confirman por primera vez lo que ya se sospechaba: la complicidad de EE.UU. en la represión de los militantes antiapartheid.
En la Sudáfrica de 1962 los negros eran poco más que bestias de carga. Sin embargo, este país gozaba de impunidad gracias a que Washington lo consideraba una pieza clave en el “mundo libre” (el bloque capitalista) durante la guerra fría. La brutal segregación de la mayoría negra y de otras razas no europeas en el país africano tampoco podía causar mayor escándalo en EE.UU. toda vez que este país aún mantenía su propio apartheid contra los negros. Pero en tierras estadounidenses la discriminación había empezado a resquebrajarse a partir de 1955, cuando una activista afroamericana, Rosa Parks, se negó a cederle el asiento a un blanco en un autobús. Un acto de resistencia que inspiró al propio Mandela.
La matanza de Sharpeville
En realidad también en la Sudáfrica de aquellos años habían arreciado las protestas, sobre todo a partir de 1948, cuando se institucionalizó el régimen de segregación racial. El culmen de la represión contra la mayoría negra fue la matanza de Sharpeville en la que 69 personas, incluidas muchas mujeres y niños, fueron abatidas a tiros por la policía, que abrió fuego contra los manifestantes que pedían de forma pacífica el fin de la discriminación. La matanza no dejó de suscitar un escándalo internacional que tuvo escasas consecuencias prácticas pues, gracias a la abstención de Francia y Reino Unido y a la amenaza de EE.UU. de votar en contra, la petición de sanciones contra Sudáfrica que había llegado al Consejo de Seguridad de la ONU no salió adelante.
La condena internacional y el creciente aislamiento de Sudáfrica no minaron el apoyo de Washington al régimen. En un continente recién liberado del colonialismo —la mayoría de países del África subsahariana accedieron a la independencia en torno a 1960—, la importancia geoestratégica de Sudáfrica era demasiado grande. La Casa Blanca veía entonces con preocupación cómo los movimientos africanos de liberación nacional volvían sus ojos hacia la Unión Soviética. Temeroso de que un alineamiento de los nuevos países con el bloque comunista trastocara el frágil equilibrio de poder de la guerra fría, EE.UU. había inaugurado una estrategia de “intervenciones ocasionales”, explica el profesor Mbuyi Kabunda en un artículo de la revista Pueblos que se tradujo no solo en un apoyo sin fisuras al país que se consideraba imprescindible para detener el avance del comunismo en África, sino en la promoción de asesinatos como el del presidente congoleño Patrice Lumumba o el posterior apoyo al grupo armado UNITA en Angola, germen de una guerra de consecuencias devastadoras.
Además de ser un aliado contra el comunismo, Sudáfrica era entonces el primer proveedor de uranio altamente enriquecido para los estadounidenses. De sus minas había salido el mineral utilizado en los ensayos nucleares del proyecto Manhattan, el plan secreto para fabricar la bomba atómica antes que la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. En plena guerra fría, el desarrollo del programa nuclear de EE.UU. dependía en buena medida de la complicidad del régimen del apartheid.
Washington llegó así a la conclusión de que para que este bastión estratégico en África siguiera siéndolo, era imperativo garantizar su estabilidad. Un objetivo difícil cuando se trataba de asegurar la pervivencia de un régimen en el que una minoría blanca de origen europeo —apenas el 17% de la población— acaparaba todo el poder a costa de privar a la mayoría negra de todos sus derechos. Tamaña iniquidad solo se podía apuntalar con un apoyo económico, militar y diplomático constante, acompañado de una firme complicidad en la represión que el apartheid desencadenó contra el movimiento de liberación negro. Y en esa política, el carismático Mandela era una pieza de caza mayor.
El viaje disfrazado de chófer
El Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), la organización antiapartheid en la que Mandela militaba desde hacía 20 años, fue ilegalizado en 1960 tras la masacre de Sharpeville. Ya en la clandestinidad, mientras los negros contaban sus muertos, Mandela fundó un brazo armado del ANC al que se bautizó como Umkhonto we Sizwe. Esta organización tenía como objetivo declarado el sabotaje, y en los años que siguieron logró hacer estallar varias bombas en edificios públicos. Pero no por ello fueron una amenaza seria para el Estado sudafricano, que en 1964 ya había logrado encarcelar a todos sus líderes.
En aquella época Mandela militaba también en el Partido Comunista y había abogado por una alianza entre comunistas, blancos y negros, con el apoyo financiero de la Unión Soviética. Nada más fácil para Pretoria que presentarlo como un peligroso comunista que pretendía entregar Sudáfrica a los soviéticos. Washington no solo compró esta versión, sino que cuando el régimen sudafricano definió oficialmente al ANC como organización terrorista, EE.UU. lo secundó e incluyó al propio Mandela en la lista de terroristas del Departamento de Estado. Una lista de la que el líder sudafricano no salió hasta 2008, ya retirado y tras haber sido presidente entre 1994 y 1999.
Mandla Mandela, nieta de Madiba, ha pedido al primer presidente negro de EE.UU. que presente sus excusas
La CIA no escatimó recursos para localizar a Mandela. El espía Rickard había conseguido infiltrar a un soplón en las filas del ANC y en el círculo más próximo a Madiba. Gracias a este topo, Rickard supo que el líder negro se disponía a viajar de Johannesburgo a Durban provisto de un pasaporte etíope con el nombre de David Motsayami. Para hacer más eficaz la tapadera, Mandela debía disfrazarse de chófer de un blanco rico, Cecil Williams, que en realidad era un homosexual comprometido con la lucha antiapartheid.
Rickard conocía estos detalles. Sabía cuándo y cómo viajaría Mandela. Sabía incluso cómo iría vestido. Y no dudó en poner toda la información en manos de los sudafricanos, que capturaron al dirigente del ANC el 5 de agosto de 1962.
Con Mandela todavía en prisión, en 1990, varios medios estadounidenses recogieron un testimonio de una fuente anónima próxima a Paul Eckel, el jefe de Rickard en Pretoria. Ecker había confesado a esta fuente en 1962: “Nosotros entregamos a Mandela a los servicios de seguridad sudafricanos. Les dimos todos los detalles. Fue uno de nuestros mejores golpes”. Ahora, tras la confesión del propio Rickard, las sospechas se han confirmado, nada extraño teniendo en cuenta que EE.UU. solo se desmarcó de su aliado —y nunca totalmente— en las postrimerías de la guerra fría.
En 1981, cuando ya la indignación mundial por el apartheid era casi general, el presidente Ronald Reagan se preguntaba en voz alta: “¿Podemos abandonar a un país que ha estado a nuestro lado en cada guerra en la que hemos luchado, un país que estratégicamente es esencial para el mundo libre por su producción de minerales?”.
Mandela salió de prisión en 1990 y, cuatro años después, fue investido como primer presidente negro de Sudáfrica. En el funeral que, muchos años más tarde, el 10 de diciembre de 2013, se celebró en su honor, Obama lo describió con los colores de un libertador, pero no pidió perdón por lo que hizo su país. Mandla Mandela, nieta de Madiba y diputada del ANC, le ha reclamado ahora al primer presidente negro de EE.UU. que presente sus excusas.
La CIA en la guerra de Angola
El apoyo de Washington al apartheid tuvo graves repercusiones en toda la región. Sobre todo en Angola, un país en el que se libró una guerra entre 1975 y 2002. En ese conflicto la injerencia estadounidense fue de la mano de Sudáfrica e Israel. Cuando tropas sudafricanas invadieron Angola en 1988, EE.UU. lo justificó afirmando que el régimen del apartheid se defendía de un “grupo terrorista”: el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Y eso pese a que Reagan y su administración estaban ya solos en el apoyo al apartheid. Incluso su propio Congreso había aprobado sanciones contra Sudáfrica, unas sanciones que el gobierno estadounidense violaba sin reparos.
En Angola, explica John Stockwell, también exagente y jefe de la CIA en ese país hasta su dimisión en 1977, se trataba también de derrocar al “comunismo” del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), en el poder desde la independencia de Portugal en 1975. En un libro titulado In Search Of Enemies: A CIA Story (En busca de enemigos: una historia de la CIA), publicado por W. W. Norton & Co. en 1978, este exagente describe el papel de EE.UU. en una guerra que no habría podido desencadenarse sin su apoyo económico y militar a la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), el grupo armado de Jonas Savimbi. Las consecuencias de esta guerra fueron 500.000 muertos, un millón de desplazados y todas las infraestructuras del país reducidas a escombros.
Lumumba, el enemigo a eliminar en el Congo
Patrice Émery Lumumba tenía carisma. Era uno de esos congoleños a los que el condescendiente colonizador belga atribuía el estatuto de évolué (evolucionado), de negro “civilizado”. Pero Lumumba quería un país libre. Por eso se comprometió con la lucha por la independencia y en las primeras y hasta 2006 únicas elecciones libres en el país, en 1960, fue elegido primer ministro.
Lumumba tras su detención en 1960 en Leopoldville (hoy Kinshasa). AFP
Pero Lumumba cometió un pecado capital a ojos de Washington: cuando la rica provincia minera de Katanga trató de independizarse de Congo con apoyo de Bélgica, Lumumba pidió ayuda a la Unión Soviética. Esa petición lo colocó en la diana. Lo contó el otrora jefe de la CIA en Congo, Lawrence Devlin, en su libro Chief of Station, Congo: Fighting the Cold War in a Hot Zone (Jefe de delegación, Congo: combatiendo la guerra fría en una zona caliente), publicado por PublicAffairs en 2007. En sus páginas, este espía rememora un rocambolesco intento de envenenamiento con un dentífrico —finalmente descartado— y la decisión de apoyar a los enemigos congoleños de Lumumba para que fuesen ellos quienes se mancharan las manos. Y así fue.
El después dictador y entonces joven militar, Mobutu Sese Seko, con la aquiescencia de Washington, arrebató el poder a Lumumba con un golpe de Estado en septiembre de 1960. Cuatro meses después, en enero, lo entregó a su peor enemigo, el líder independentista Katanga Moïse Tshombe, que puso a Lumumba delante de un pelotón de fusilamiento a las órdenes de un oficial belga.