Cuando el cine filma el museo
Con Francofonia Alexander Sokurov transforma un encargo del Museo del Louvre en una crítica a la deriva de Europa
¿Para qué sirve un museo? ¿Cómo interrogarlo, representarlo y criticarlo desde la mirada cinematográfica? ¿De qué manera el cine puede ayudar a comprender las dinámicas de funcionamiento de esa institución y a la vez desplegar una narrativa de lo museístico que sume el pasado y el presente, la Historia con mayúsculas? De un tiempo a esta parte, los largometrajes sobre museos o con el museo como escenario y a la vez protagonista(o propulsor)
parecen haberse convertido en un género en sí mismo, habida cuenta de la notable producción de los últimos años, en su mayoría auspiciada por esos centros culturales no siempre por razones promocionales. Buena parte de estos documentales han llegado a la cartelera española: Informe general II (2015), de Pere Portabella; National Gallery (2014), de Frederick Wiseman; El gran museo (2014), de Johannes Holzhausen; Visage (2009), de Tsai Ming-liang; Las horas del verano (2008), de Olivier Assayas; El vuelo del globo rojo (2007), de Hou Hsiao-Hsien; o las películas sobre el Hermitage y el Louvre de Sokurov (Francofonia se estrena en España el 3 de junio). Algunos solo han podido verse en el circuito de festivales o las salas museísticas: Natural History (2014), de James Benning; Museum Hours (2012), de Jem Cohen; Through the Weeping Glass (2012), de los gemelos Stephen y Timothy Quay; Mudanza (2008), de Portabella, que documenta el traslado del mobiliario y objetos de la casa-museo de Federico García Lorca en Granada; Una visita al Louvre (2003), de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub. Otros, por último, forman parte de filmografías esenciales: Hôtel des Invalides (1952), de Georges Franju; Las estatuas también mueren (1953), de Alain Resnais y Chris Marker, o Beaubourg (1977), el último trabajo del italiano Roberto Rossellini. Y todos, por si hubiera alguna duda tras la retahíla de nombres, rubricados por lo más selecto del universo autoral cinematográfico en lo que a primera vista parece un movimiento de estatus y prestigio por parte de cada una de las partes contratantes, pero cuyos resultados muestran más bien, si no diversos motivos, como mínimo unas conclusiones nada complacientes.Las películas con el museo como escenario o protagonista se han convertido en un género en sí mismo
Arte para las masas
La fascinación mutua entre el cine y el museo se ha ido expandiendo al mismo ritmo en que la división entre espacios de exhibición se ha diluido, por lo que la inclusión de la cámara en el recinto museístico, capaz de generar discursos sobre prácticas y dinámicas, se ha vuelto más habitual. Pero este tipo de trabajos que representan el museo tratan de alejarse de la mera enumeración de las obras de arte que contiene cada uno de los centros filmados para centrarse en otras cuestiones más subrepticias. Y vistos cronológicamente arrojan luz sobre las transformaciones a las que se ha visto sometida la institución desde la posguerra europea.
Tanto Franju como Resnais y Marker, pensadores urgentes de los traumas de la Segunda Guerra Mundial, observaron con suspicacia el Museo del Ejército, ubicado en el corazón del recinto de Los Inválidos, y las colecciones de escultura tribal africana del Museo Británico de Londres, del Museo del Congo Belga en Bruselas y del Museo del Hombre en París, respectivamente, con el fin de desarmar las lógicas militaristas y colonialistas que articulaban entonces esos espacios de exhibición. “Cuando los hombres están muertos, entran en la historia. Cuando las estatuas están muertas, entran en el arte. Esta botánica de la muerte es lo que nosotros llamamos la cultura”, afirman sin contemplaciones Resnais y Marker en Las estatuas también mueren. Décadas más tarde, en Beaubourg, Rossellini se concentra en las conversaciones de los primeros paseantes del recién inaugurado centro Pompidou para ofrecer una mirada poco amable con los nuevos museos posmodernos que, alejados del espacio enciclopédico ilustrado, se presentan ahora como un lugar de consumo cultural que no se diferencia mucho de unos grandes almacenes.
Tampoco las películas contemporáneas se muestran benévolas con la institución, a excepción de dos o tres ficciones producidas por esos centros —los largometrajes de Assayas, Tsai Ming-liang, Hou Hsiao-Hsien y Jem Cohen, delicadas historias que reivindican el valor de los museos como espacio de encuentro y como guardianes del patrimonio—. El legado resguardado entre las paredes del museo y su condición de objeto de conocimiento es, de hecho, cuestionado tanto por los hermanos Quay como por James Benning. Si los primeros ahondan en el fetichismo del imaginario médico reunido en el museo de medicina Mütter de Filadelfia, el segundo interroga, bajo una matemática apuesta formal de largos planos fijos de igual duración, la naturaleza ensimismada del museo, aquí el Museo de Historia Natural de Viena, cápsula del tiempo ajena a los envites del exterior de sus paredes. Después de haber inspeccionado otras instituciones sociales y culturales como el sistema penitenciario en Titicut Follies (1967), los servicios sociales gubernamentales en Welfare (1975), o más recientemente la universidad en At Berkeley (2013), la mirada escudriñadora de Frederick Wiseman se despliega en el espacio museístico con National Gallery. En el interior del majestuoso museo londinense, Wiseman enseña las contradicciones a las que se enfrenta día a día el organismo, obligado a acercarse a la ciudadanía, al público, y a la vez a negociar con los intereses empresariales de los patrocinadores privados, mientras recuerda sutilmente que la transmisión y la educación son las funciones que deberían anteponerse al resto de mecanismos e inclinaciones de la institución.
El museo como espacio pedagógico también atraviesa el filme de Straub y Huillet. La pareja de cineastas, por su parte, rastrea en los archivos del Louvre en busca de una cierta genealogía del gusto y se sirve de las opiniones de Cézanne —a quien ya dedicaron una película en 1990— sobre obras como la Victoria de Samotracia, sobre pintores como Courbet, Tintoretto o Murillo, para recordar el valor per se del centro: “El Louvre es el libro con el que aprendemos a leer”, dijo el pintor, y esas palabras resuenan en la aproximación de los cineastas, cercanos al talante del pintor posimpresionista. En España ha sido Pere Portabella quien se ha atrevido a indagar en las prácticas museísticas y su nuevo filme, Informe General II: El rapto de Europa, parte de las estancias del Museo Reina Sofía para radiografiar las relaciones entre arte y poder en este convulso momento de batallas entre la nueva política y las herencias recibidas.
Supervivientes de la historia
Memoria y olvido, pasado y presente, las distintas temporalidades que convergen en el museo y los procesos históricos a los que están sometidos y por los que están regulados aparecen también como principales preocupaciones de estos autores cinematográficos que se acercan al museo, y quizá sea la figura de ander Sokurov quien más profusamente lo ha plasmado en sus obras. Para el cineasta, filmar un museo supone adentrarse en las catástrofes de la historia a través de la armonía impuesta en el espacio museístico. No cabe duda de lo contradictorio de la operación y, por esta razón, las reflexiones del ruso no esconden sus paradojas. Pero la tragedia, la amenaza o el recuerdo de esta, marca el museo del mismo modo que construye el relato histórico.
“Abro los ojos y no veo nada. Solo recuerdo que hubo un accidente”, balbucea el narrador sobre un fondo negro en los primeros compases de El arca rusa, antes de que entre en el intrincado escenario del Hermitage, mausoleo de la Gran Rusia que cuando se cruza con la cámara muta en un teatro de fantasmas aristócratas y recuerdos de glorias pasadas. Francofonia también arranca con el atisbo de una catástrofe: el narrador intenta establecer contacto con un carguero desaparecido en alta mar que transportaba obras del Museo del Louvre. La idea de que uno de los contenedores pueda haber caído al agua en plena tormenta solo alimenta una angustia que precipitará un salto en el tiempo hacia los años de la ocupación de París y del gobierno colaboracionista de Vichy, en los que el cineasta se detiene para contar la historia de Jacques Jaujard y el conde Franz Wolff-Metternich, francés y alemán, enemigos pero aliados a la hora de proteger los tesoros del Louvre de las fauces de Hitler, salvaguardas en la sombra de esos tesoros supervivientes asimismo de otros tantos cataclismos.
¿Cómo representar lo museístico y criticarlo desde la mirada cinematográfica?
Francofonia, como El arca rusa, también propone otro laberinto temporal, aunque plasmado en esta ocasión como un collage polifónico en el que personajes y reflexiones van y vienen con la cadencia del mar de fondo. Si la nostalgia planeaba por el plano secuencia que vinculaba en El arca rusa el arte del pasado con la entelequia de la eternidad, el cineasta no oculta ahora una visión cáustica acerca de la supuesta solidez del museo; un organismo que, según Sokurov, puede preservar a la cultura de la violencia, pero que no es ajeno a los movimientos de la Historia que convierte el arte y la institución en depósitos de ruinas y, por tanto, portadores consigo de rastros de destrucción.
No es de extrañar que Sokurov asocie el concepto de museo con el inmenso cuadro, símbolo de la decadencia del proyecto napoleónico, La balsa de la medusa, de Théodore Géricault (1791 - 1824), el pintor emblema del romanticismo francés. La tenebrosa historia que refleja esa obra —el hundimiento del naviero Méduse (1816) frente a la costa de Mauritania, cuyos pocos supervivientes, abandonados a su suerte en el mar durante días hacinados en una pequeña balsa, acabaron alimentándose de los cuerpos de quienes no lograron salir con vida— toma en el relato del cineasta poderosas resonancias no tanto con lo museístico, sino con la actual deriva política del viejo continente. Si Géricault retrata en su lienzo el instante en el que un grupo de náufragos avista una vela en el horizonte, la fragata que pasó de largo y no los recogió, Sokurov alerta con Francofonia de otro probable naufragio, otra travesía por los océanos oscuros de la Historia en un momento en el que lemas patrióticos como el que edificó el proyecto galo —esa Marianne entonando el “liberté, egalité, fraternité”— son ya hoy, al menos para el cineasta, imágenes difusas, personajes que gritan al aire en salas de museos vacías.
Escrita y dirigida por Alexander Sokurov
Estreno 3 de junio