El desarrollo de infraestructuras públicas en régimen de concesión es un modelo razonable, siempre que se cumplan determinados requisitos. En primer lugar, que se definan unas condiciones de explotación precisas y que no se alteren arbitrariamente. En segundo, que al término del periodo de concesión la gestión revierta al Estado y que no se produzca una injustificada prórroga de la misma. En tercer lugar, que la financiación de la inversión la realice la empresa concesionaria sin apoyo oneroso para el Estado. Por último, que el concesionario, y sus acreedores en caso de insolvencia, asuman su riesgo de forma equitativa.
En muchas concesiones se han incumplido varias de estas condiciones y el resultado ha sido o una injustificada redistribución de renta a favor de las empresas concesionarias, o la realización de inversiones superfluas, o un derroche de los fondos públicos o una combinación de varios de esos efectos.
En el caso de las
autopistas catalanas se han incumplido las tres primeras condiciones y ha supuesto un auténtico expolio a los residentes en Cataluña por parte de la empresa concesionaria, situación promovida por la Generalitat y permitida por el Gobierno central. Pero no es un caso único.
Muchas adjudicaciones crean una injustificada redistribución de renta a favor de las empresas concesionarias
Las concesiones hidráulicas representan otro. Las compañías con centrales hidroeléctricas se benefician del elevado margen que la peculiar determinación de las tarifas concede a este modo de generación, y la explotación de la fuerza hidráulica está basada en concesiones administrativas que nunca fueron adjudicadas en concursos públicos competitivos. Cumplido el límite temporal de la concesión deberían revertir a su propietario, el Estado, para que este le dé el uso que más convenga a los intereses públicos —en este caso, la posibilidad de sacarlas a concurso público y aumentar los ingresos estatales.
El proyecto Castor y el riesgo
Otro caso de concesión mal gestionada es el proyecto
Castor, la construcción y explotación de un almacén submarino de gas natural. La necesidad del depósito se justificaba por el riesgo en el suministro de gas, dado que se importa de áreas políticamente inestables. La construcción y explotación del almacén submarino se concedió a una filial de
ACS. Con independencia del grado de necesidad de un proyecto de ese tipo, frente a otras propuestas alternativas para abordar el problema, lo más cuestionable fue el acuerdo del gobierno socialista con el grupo ACS, porque el Estado se comprometió contractualmente a cubrir el riesgo “de extinción o fin de la concesión incluso cuando hubiera concurrido dolo o negligencia por parte de la compañía”. Un acuerdo tan favorable de cobertura casi universal del riesgo incentivaba al inversor a realizar el proyecto cualquiera que fuera el riesgo que percibiera. Por muy grandes que se estimaran los beneficios “sociales” (derivados de las consideraciones estratégicas comentadas), también había beneficios privados que afluirían a ACS, por lo que una parte del coste tendría que haber sido asumida por esta empresa, aunque se produjera el escenario más desfavorable. Si ello hubiera llevado al inversor a no asumir el proyecto, hubiera significado que este entrañaba demasiado riesgo y habría que haber realizado un análisis coste-beneficio más riguroso, considerando la posibilidad de su abandono.
Es sabido que los movimientos sísmicos que se produjeron en la costa de Tarragona como consecuencia del depósito submarino llevaron a cancelar el proyecto, por lo que la empresa reclamó los 1.350 millones de euros que contractualmente le correspondían. ACS no había incurrido en ningún riesgo y, a pesar de que todo fue mal, había ganado, por lo menos, el margen en la construcción del depósito.
La historia tiene un segundo capítulo. No queriendo el Gobierno del PP elevar el déficit público, consiguió que una empresa privada, Enagás Transporte, asumiera la titularidad del depósito y, por tanto, la deuda con ACS. Aprovechó que al Consejo de Administración de Enagás se habían incorporado, como consejeros independientes, dos exministros y un expresidente del PP para que la empresa tomara esa decisión, en clara violación del buen gobierno corporativo. Para ello el Ejecutivo se comprometió a elevar durante los próximos 30 años la tarifa cobrada por Enagás en la comercialización del gas, de forma que la empresa resultará compensada del quebranto por introducir en su balance una instalación de dudosa explotación y una considerable deuda. Con Castor, pues, se ha producido una redistribución de renta desde los consumidores de gas (y, quizá, también desde los accionistas privados de Enagás) al grupo ACS.
Las autopistas radiales de Madrid, concedidas por el gobierno de José María Aznar, constituyen otro ejemplo en el que el Estado impulsa un proyecto y luego, cuando resulta un fracaso, por defectos en la previsión de demanda y de costes, asume todo o buena parte del coste. Que se socialicen las pérdidas cuando no se cumplen las previsiones representa un juego injusto —en caso de beneficios, estos hubieran permanecido íntegramente en manos privadas— que pone en cuestión el modelo de concesión practicado.
Radiales: socializar las pérdidas
La insolvencia de las concesionarias, sociedades ligadas a empresas constructoras que han obtenido el margen por la construcción de las autopistas, se debe, efectivamente, a un aumento sustancial del coste, ocasionado por el mayor importe de las expropiaciones pagadas a los propietarios de terrenos por donde pasan las autopistas. Pero también a un tráfico muy inferior al previsto. De los 100.000 vehículos al día que Francisco Álvarez-Cascos, el entonces ministro de Fomento, vaticinaba que iba a tener de media la Radial 2, esta autopista, en su mejor momento en 2007, superó por poco los 10.000.
De los 100.000 vehículos al día que predijo Álvarez-Cascos, la Radial 2 apenas ha superado los 10.000
“Ya no somos el viejo país atrasado que se queja, sino un país moderno y próspero”, declaraba el presidente Aznar durante la inauguración de la Radial 2 en 2003. Hoy sabemos que esas obras, programadas con criterios de país transitoriamente próspero pero no tan moderno, al menos en la forma de programar sus infraestructuras, pueden llegar a costar a los contribuyentes españoles hasta 4.500 millones de euros, con casi seguridad más de 2.500 millones.
Cómo se va a superar la insolvencia está aún por concretar, pero hay que esperar un impacto presupuestario en el rango mencionado. Las dudas estriban en el alcance del acuerdo de quitas con los acreedores y en la resolución de demandas judiciales en marcha. Actualmente, en el derecho administrativo español está la figura de la “responsabilidad patrimonial de la Administración” que, con algunos límites, viene a hacer responsable al Estado del coste de la concesión en caso de que el concesionario entre en liquidación. Los términos de aplicación de esta figura legal van a ser objeto de discusión ante los tribunales y van a retrasar la resolución del caso, lo que puede ser muy conveniente para los tempos de la consolidación fiscal pendiente.
Podría aceptarse que una elevación de los costes por mayores importes de las expropiaciones pueda ser asumida por la Administración; al fin y al cabo, es un riesgo regulatorio inducido por cambios en las normas que emanan de las administraciones públicas. Menos justificación tiene que la Administración asuma el quebranto por un error de previsión de la demanda. Podría aceptarse que el Estado se hiciera cargo, frente a los acreedores, del valor de las infraestructuras con los flujos de tráfico a partir de previsiones realistas. Pero no más. Sin embargo, es muy probable que acabe asumiendo unos costes mayores.
Los cuatro casos son ejemplos de concesiones públicas mal gestionadas, en beneficio de unos y en perjuicio de los ciudadanos, como usuarios o como contribuyentes.