Compadezcamos a los políticos
Un político profesional invierte miles de horas en reuniones en las que ha de intentar que su pensamiento se ajuste al texto que debe pronunciar. En línea con nuestro Francisco de Quevedo, quien, en su “Epístola satírica y censoria” al conde duque de Olivares, se preguntaba “¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”. Un político ha de ser consciente de que permanece intervenido en todo momento por la mirada pública y de que está obligado a renunciar a cualquier manifestación o reacción espontánea que pudiera nacer de sus propias convicciones. Exteriorizarlas le acarrearía graves consecuencias. La abnegación estoica, la sonrisa forzada y la simpatía afectada son tareas indeclinables, como señala Enzensberger.
Otro ejercicio de penitencia se impone al político profesional: la pérdida de su soberanía temporal, la enajenación de su agenda programada. Se dice que cualquier mendigo goza de una libertad incomparablemente mayor. Carentes del derecho a permanecer solos, con los trastornos psíquicos a que eso conduce. Viven sometidos a una modalidad de tortura denominada privación sensorial, sus escoltas fungen como carceleros. Nadie los obliga, pero si fueran conscientes tendrían la tentación de emprender la huída. Compadezcámoslos.