24/11/2024
Opinión

Ciudades S.A.

Acuciadas por la deuda, todo se pone en venta: se introducen ámbitos privados en espacios públicos, la calle para el que la compra y consume

Bernardo Ynzenga - 25/09/2015 - Número 2
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Ciudades S.A.
Mikel Jaso
Durante las elecciones municipales, oímos hablar de tres grupos de temas. El más sonoro tenía que ver con cosas que deberían ser asumidas por todos con o sin elecciones: tolerancia cero contra la corrupción, administración transparente y eficaz, participación... Y esto, en los primeros 100 días e incluso como condición previa a las investiduras, ha concentrado mucho esfuerzo. Otro, más extenso trataba de aspectos clave del sistema de bienestar —prestaciones sociales, economía, empleo y desempleo— que preocupan mucho a muchos, pero sobre los que los ayuntamientos han comprobado tener, a su pesar, pocas competencias, aunque tienen alguna que importa, como la vivienda, cuya expresión más dura —los desahucios— se esfuerzan en borrar.

Fueron temas sonoros, pero no estrictamente locales sino ecos del gran debate político nacional en tiempos de crisis. Hubo otro grupo de temas que, en cada lugar, hablaban de lo concreto: la ciudad, el entorno urbano. Con él los discursos se llenaron de propuestas en las que, salvo por el derecho a la vivienda o a no perderla, primaba lo puntual (esta calle o plaza), lo inmediato (reivindicaciones vecinales o sectoriales) e incluso la ocurrencia (juegos náuticos en el estanque). 

Todo eso estaba bien pero dejaba de lado lo principal: lo que la ciudad aporta a los ciudadanos y el modo en que estos usan, se benefician o ayudan a la ciudad. Superado el fragor electoral, si miramos con intención crítica a la situación y la dinámica de nuestras (grandes) ciudades, vemos que los problemas básicos, sus procesos y sus causas son más de fondo y de antes, y que reclaman nuevas formulaciones y respuestas, políticas y cívicas.

La ciudad es suma de miles de decisiones sobre qué construir, dónde y para qué. Es también el escenario en que transcurre la vida individual y social. Construcción y escenario: dos lógicas distintas. La de quien hace y construye y la de quien usa y apropia. Entre ambas deben estar las actuaciones y decisiones de intervención, mediación y control de los gobiernos locales y supralocales. En el actual mundo globalizado hay inmensas cantidades de capital disponible dispuesto a posarse donde haya beneficios, y la ciudad ha sido y es uno de sus destinos preferidos. Sus espacios y construcciones son el objeto mayor, y la centralidad histórica y accesible, su mayor atractivo turístico. Y atrae la mirada analítica del capital, que busca colonizarla conforme a su interés.

Como el capital está cómodo con el proyecto grande y no prospera en lo menudo, fuerza sobre el territorio-ciudad una visión de gigantes edificados, fragmentos autónomos y enormes actuaciones.  “No hablemos de cientos de viviendas, hablemos de miles. No hablemos de un gran edificio de oficinas, hagamos muchos y llamémoslo ‘ciudad’.” El gobierno municipal, deslumbrado por promesas contables de inversión y empleo, cede. Suelos públicos previstos para el crecimiento ordenado de la ciudad se privatizan al mejor postor y, si hace falta, los que iban a servir para viviendas con alto porcentaje de protección social se destinan a toda suerte de fantasías

Como el capital está cómodo con el proyecto grande y no prospera en lo menudo, fuerza enormes actuaciones

terciarias de ocio, hoteles, viviendas privadas o casinos. Todo para que el gran inversor no se vaya con la música a otra parte. Con la crisis el asunto ha ido más lejos: el sector público local, débil frente a la fuerza económica que promovió actuaciones enormes hoy fallidas o inconclusas, en lugar de aprovechar la coyuntura para corregirlas e inyectar sensatez, las rescata y aprueba convirtiendo en papeles negociables hoy los teóricos derechos económicos de un futuro erróneo, improbable e inverosímil. Acuciados por la deuda, todo vale, no solo en lo grande, también en lo pequeño: concesiones que introducen ámbitos privados en parques, plazas y espacios públicos; auge de terrazas, chiringuitos... y supresión de bancos y lugares de descanso urbano libre y gratuito; la calle para el que compra y consume y para el turista que gasta. Todo está en venta, incluso los nombres de los lugares: Vodafone-Sol. Ciudad S.A.

La ciudad no es solo —ni ante todo— edificios y usos. Es resultado y condicionante de muchas otras cosas que importan tanto o más. Es espacio de vivienda, trabajo y consumo; lugar de derechos, de ciudadanía, de convivencia, de apropiación colectiva e individual, de aprendizaje cotidiano, de información, ritos y costumbres. Es plural y transversal. Plural porque es el espacio de muchos que tienen muchas formas de verla, apropiársela usándola, leerla. Transversal porque para quien vive en ella desempeña muchos papeles distintos. Rehúye comportamientos codificados y opciones preestablecidas: del ocio a la revuelta.

Sabemos que el problema de la vivienda, además del derecho al alojamiento, incluye el concepto de habitar; que el ciudadano urbano, además de “tener y estar en casa”, necesita y utiliza muchos otros enclaves, funciones y ámbitos de la ciudad; que la ciudad es, o debe ser, espacio de convivencia democrática y espacio de diversidad y libertad personal y de grupo. Y sabemos que esa diversidad interactúa en los espacios de la ciudad y es parte inseparable de su razón de ser. Hay una compleja cultura cívica de los espacios y los tiempos de la ciudad que se resiste a lo estático, y lo efímero o improvisado puede importar más que lo duradero. Ciudades mutables de lo cívico, paralelas pero no simultáneas en un territorio estable de espacios y edificios que cambia sin hacerlo en función de quién y cuándo y por qué y para qué. Una cultura de civilidad, con lógica difusa e imprecisa pero firme, que sabe hacer. Y sabemos que gran parte de todo ello no está en las cuentas del beneficio sino en las cuentas sociales de lo cívico. 

La coexistencia no pacífica del beneficio y la civilidad genera necesariamente tensiones. Cuando el capital ya ha ocupado el territorio y obtenido el máximo posible de su valor de suelo, su lógica desea una ciudad eficaz y rentable, de residencia, consumo y producción en un marco normado y limitado de servicios y prestaciones; favorece un modelo reglado y sin conflictos, distinto de los derechos y deseos de la ciudad plural y trasversal de la civilidad. Puede haber y hay puntos de acuerdo (nadie se opone a que el tráfico funcione), pero hay territorios de contradicción, conflicto y profundo desacuerdo (nadie quiere verse excluido ni desposeído ni ser víctima de la especulación). En esa confrontación, la presión del poder fáctico se disfraza de política; la movilización y participación cívica es política.

En democracia, la respuesta al conflicto depende de las decisiones que adopten las instituciones sobre las que en principio recae el deber de estudiar, mediar y resolver. Para eso presupuestan, ordenan y planifican. Pero el problema está en qué priorizan, por quién toman partido, con qué criterios y a favor de cuál de las dos lógicas utilizan sus capacidades. ¿La opinión cívica, los movimientos sociales y la participación, o la influencia de los grupos de poder? Debemos saber reconocer la diferencia. Para lograr un espacio de calidad urbana y  civilidad, el resultado de la confrontación debería llevar a una trasformación creativa en positivo, a un nuevo relato urbano. Cuanto más se lo crean y más cerca estemos de ello, mejor.