El hundimiento político de Artur Mas se produjo en la noche electoral del 20 de noviembre de 2012, tras pedir a los ciudadanos catalanes una “mayoría indestructible” para acometer la ciclópea tarea de hacer de Cataluña un estado en Europa a través del vacuo derecho a decidir, versión eufemística del ejercicio del derecho de autodeterminación. Los electores no solo no atendieron la petición del presidente de la Generalitat, sino que
le restaron 12 de sus 62 escaños —con los que gobernaba cómodamente desde 2010— encumbrando paradójicamente a los republicanos independentistas comandados por Oriol Junqueras. En aquel momento crucial de su trayectoria política, el
hereu político de Jordi Pujol decidió —en vez de variar su estrategia—emplear unas hasta entonces ignotas dotes de astucia para transformar su personal y fallida apuesta en una “iniciativa de país”. Dictaminó que la suerte de Cataluña era la suya, y a la inversa, diseñando un plan populista para subordinar a su propósito el sistema institucional catalán y a la misma sociedad catalana. Optó entonces por una temeridad destructiva que ha venido exhibiendo como desquite de su fracaso en las urnas.
La temeridad no se detuvo
el 27 de septiembre de 2015 ante la contundencia de otro revés electoral todavía más grave que el de noviembre de 2012. La lista del presidente, Junts pel Sí, que incorporó a la práctica totalidad de las energías secesionistas, políticas y sociales, obtuvo el romo resultado de 62 escaños
La falacia funcionó hasta que la CUP vetó la investidura de Mas e hizo colapsar el proceso soberanista
sobre los 135 del Parlamento catalán y solo el 39,54% de los votos. De nuevo, los ciudadanos, a los que se aseguró que emitían “el voto de tu vida”, regatearon a Artur Mas el as decisivo: ni mayoría absoluta en escaños ni victoria de sufragios en unos comicios que se presentaron distócicamente como un plebiscito.
El presidente de la Generalitat, sin mayores escrúpulos, echó mano de sus declarados adversarios agrupados en la Candidatura de Unidad Popular —que obtuvieron 10 parlamentarios— tuneando de nuevo el fracaso: las fuerzas independentistas obtenían así 72 escaños —mayoría absoluta— y el porcentaje de votos obtenido —con la CUP hasta el 47,7%— lograba una cota inédita. La falacia funcionó hasta que el domingo 3 de enero de 2016 el consejo político de la CUP vetó la investidura de Artur Mas como presidente de la Generalitat de Cataluña, haciendo colapsar el proceso soberanista y abocando a nuevas elecciones.
Xavier Monge, un desconocido edil de la CUP expulsado por su osadía, dio algunas claves de la realidad a través de Twitter: el proceso soberanista “es el mayor fraude de la política catalana”, añadiendo que “la oligarquía catalana no romperá la baraja”. Ni el presidente de la Generalitat ni, extrañamente, todos los dirigentes que le han acompañado en esta travesía, naufragada ya, a la Ítaca de Kavafis y Llach, repararon en una realidad histórica, persistente en el Principado, que ha consistido secularmente en la disociación profunda entre catalanes, causa última de que el fracaso haya sido una constante —también ahora— de sus convulsiones insurreccionales frente y contra España y el Estado. Bastaría leer con perspectiva los análisis de Agustí Calvet, Gaziel, sobre los acontecimientos del 6 de octubre de 1934 y, en general, sobre la idiosincrasia catalana para explicarse, al menos en parte, por qué sucede en Cataluña lo que ahora ocurre. Con frecuencia han sido los propios catalanes los que han frustrado sus pretendidas aspiraciones colectivas.
Los fundamentos del proceso soberanista han sido endebles desde que se alumbró en 2012 como una huida hacia delante por un nacionalismo pinzado por dos incompetencias: la de gestionar una comunidad con sus administraciones públicas descapitalizadas por la crisis y la ética para erradicar una corrupción rampante que resultó sistémica, precisamente, cuando gobernó el padre de la patria, Jordi Pujol. Sin las excrecencias de la crisis económica —que ha derivado en toda España en una crisis social— y sin el afán de impunidad de los corruptos en Cataluña, en combinación con la radicalización de
Los constitucionalistas van a pagar cara la perplejidad con la que han asistido a los acontecimientos
reivindicaciones por sí mismas razonables y atendibles, es difícil explicar la transformación del catalanismo nacionalista en insurreccional secesionismo y de sus dirigentes, burgueses y liberales, en permeables compañeros de viaje de los menestrales republicanos e incluso de notorios izquierdistas, que otrora se comportaron como feroces contradictores del pragmatismo pujolista.
Es cierto, sin embargo, que durante el proceso soberanista Mas y sus colaboradores han logrado un extraordinario despliegue de los recursos épicos y estéticos más efectivos para dotar de vuelo a una iniciativa que, en realidad, ha estado siempre flanqueada por la temeridad y el engaño. Y a la que no se ha obligado a contrastarse con la realidad de la política de transacción porque el Gobierno de Mariano Rajoy ha contemplado de modo absurdamente inconmovible lo que sucedía en Cataluña suponiendo que una estrategia judicial podía sustituir a otra de negociación y pacto que hubiese puesto negro sobre blanco la verdadera hondura y los auténticos propósitos del secesionismo catalán. Desde esa perspectiva, siendo cierto que el nacionalismo independentista ha entrado en una fase de colapso, también lo es que las fuerzas constitucionalistas, irrelevantes en todo este proceso, van a pagar cara la perplejidad con la que han asistido al desarrollo de los acontecimientos.
Cataluña está siendo el escenario de un tránsito político y social que ha ensayado un neopopulismo nacionalista y que, tras su fracaso, conforma un estado de situación propicio para que las fuerzas de la izquierda, que hoy integran los partidos que lideran Pablo Iglesias y Ada Colau con, quizás, el contrapunto de Ciudadanos, alcancen importantes cotas de poder institucional y sinteticen las inquietudes que este proceso soberanista naufragado ha decantado: de una parte, el reacomodo constitucional de Cataluña en España y, de otra, la impugnación de un modelo socio-económico que genera desigualdades y abandona a la vulnerabilidad a una parte de la ciudadanía que, pese a su debilidad, no ha sucumbido ni a la temeridad ni al engaño a los que una clase dirigente caducada ha querido someterle apelando a los supremos valores de la patria. Una más de esas patrias que, tantas veces, son —siguiendo a Samuel Johnson— el “último refugio de los canallas”.