Ayer, un doble atentado en uno de los aeropuertos de Bélgica y en una de sus estaciones de metro más cercanas a la sede de las instituciones europeas dejó por lo menos 30 muertos y 230 heridos. Los atentados fueron reivindicados unas horas después por el llamado Estado Islámico y se produjeron pocos días después de la detención en la capital de Bélgica de Salah Abdeslam, considerado el responsable de los ataques que hace cuatro meses acabaron con la vida de 130 personas en París. La complejidad de los atentados en Bruselas pueden hacer pensar que habían sido preparados mucho antes de la detención de Abdeslam, pero es también posible que se llevaran a cabo en forma de venganza, lo cual sería muestra de una capacidad de reacción y despliegue logístico aún más preocupante. Sea como sea, lo sucedido ayer es una muestra evidente de, por un lado, el grado en que el yihadismo amenaza a Europa y, también, de las carencias en la lucha antiterrorista no solo de Bélgica, sino de toda la Unión en su conjunto, que carece de las herramientas de inteligencia que una entidad política como esta necesita.
En un ensayo reciente sobre los atentados en París de noviembre de 2015, publicado
en la New York Review of Books, Mark Lilla afirmaba que los intelectuales y los políticos suelen responder a esta clase de crisis en función de lo que creen haber aprendido de las anteriores. Y explicaba con consternación que acontecimientos como estos tienden a reforzar nuestras visiones ideológicas en lugar de transformarlas. Una vez más, independientemente de las necesarias y admirables llamadas a la unidad de la mayor parte de autoridades y fuerzas políticas europeas, ya hemos empezado a ver cómo este nuevo ataque al sistema de libertades democráticas que rige Europa es interpretado por unos y por otros como una confirmación de los sesgos y las anteojeras que se vienen repitiendo desde el 11 de
Debemos mejorar las herramientas estatales y supraestatales contra quienes buscan la redención atacando las libertades de los demás
septiembre de 2001, con los atentados contra Nueva York, y los posteriores en Madrid, Londres y París. Es una discusión pertinente que tiene que ver con viejos asuntos de la democracia como el papel de las religiones en el debate público y la confección de leyes, los roles de los estados en la identidad de los ciudadanos sobre los que gobiernan —sean nacionales o inmigrantes— y el equilibrio entre seguridad y libertad que toda sociedad liberal debe buscar para minimizar los riesgos sin destruir los derechos. Pero aunque el debate sea sensato, las posturas que se adoptan en su seno son en muchos casos meros clichés. Para la derecha populista, europea y estadounidense, estos actos no son más que la consecuencia de una cobardía que lleva a Europa a no atreverse a hacer explícita su lucha contra un puñado de inmigrantes que tienden a beneficiarse desproporcionadamente de sus sistemas de bienestar y, al mismo tiempo, a tratar de hacer saltar por los aires los sistemas políticos que los permiten. Para la izquierda populista, estos acontecimientos siempre son consecuencia de una abstracta mentalidad eurocéntrica que expulsa a los inmigrantes de los cauces de integración por maldad racista y una falta de tolerancia ante la que los terroristas se limitan a responder con el único recurso que queda en sus manos, la violencia. Ambas interpretaciones son disparatadas, pero atractivas. El centroderecha y el centroizquierda en el poder, mientras tanto, tratan de explicar estas matanzas con palabras firmes y tranquilizadoras, con llamadas a una necesaria mejora de los sistemas tecnocráticos de lucha contra el terror, pero que ocultan el verdadero problema: debemos y podemos mejorar las herramientas estatales y supraestatales contra los individuos que buscan la redención atacando las libertades de los demás, pero no sabemos cómo acabar con la idea misma de redención, de martirologio, de purificación por la muerte que mueve a muchos de estos terroristas.
Este es un lenguaje que los liberales —y por liberales me refiero a los que creemos que la convivencia es una búsqueda de pactos, de renuncias compartidas, de soluciones insatisfactorias pero laicas; una gran mayoría de los actores políticos occidentales hasta el exitoso surgimiento de los nuevos fanatismos— no sabemos manejar. Por eso mismo, quienes lo tienen más fácil ante atrocidades como las de ayer son los nuevos fanáticos —algunos violentos, otros afortunadamente no— que creen en las respuestas simples o que recurren a las teorías de la conspiración, que muchas veces convierten a los refugiados que huyen de un horror semejante al que ahora nos atiza en cómplices del horror o quieren ver en las autoridades que buscan torpemente la paz en principales beneficiarios de la violencia. Son mentiras luminosas ante las cuales la complejidad carece de atractivo.
Decía que actos como los atentados en Bruselas de ayer tienden a reafirmar los sesgos ideológicos, y yo no escapo de esa lógica. Siendo como soy europeísta, creo que estos atentados abundan en la idea de que las instituciones europeas deben caminar hacia la federalización de Europa, la creación de aún más redes de coordinación supranacionales que, aunque no sustituyan del todo las maquinarias de espionaje, inteligencia y coordinación policial y militar de los estados nación, tiendan a crear una estructura superior. Pero lo cierto es que, aun cuando esto pueda conseguirse, el problema es más grande y supera a la política y atañe más bien a las mentalidades. Hay quienes quieren destruir el mundo. Quienes quieren acabar con el placer de una copa de vino, una canción o una mano masculina sobre el antebrazo de una mujer con la que no estamos casados. El reto político es inmenso y debe abordarse, y debe abordarse en la doble dirección de impedir nuevas atrocidades y que estas —que pueden reproducirse en cualquier momento y debemos asumir que es así— nos lleven a buscar refugio en sistemas políticos que aniquilen la libertad, los derechos, la disidencia. Pero como hemos leído desde las novelas rusas del siglo XIX, es difícil dar una respuesta pragmática ante el nihilismo cuyo fin no es mejorar la vida, sino la salvación mediante la destrucción. No sabemos cómo hacerlo y eso no debe angustiarnos. Pero debemos descubrirlo.