Atrápame esa nube
La Organización Meteorológica Mundial busca formaciones raras y otras nuevas debidas a la acción humana para actualizar su atlas internacional
Goethe seguía los criterios de catalogación de las nubes fijados por un joven contemporáneo, el meteorólogo inglés Luke Howard, en el ensayo “Variaciones de las nubes” (Philosophical Magazine, 1803). Las observaciones del británico no solo sedujeron a Goethe, fijaron también el canon descriptivo y la nomenclatura de las nubes, en latín y según el modelo de clasificación linneana, aún vigente. Sus cirrus, cumulus, stratus y demás formas intermedias siguen siendo la base de la observación de estos hidrometeoros y de su compendio oficial, el Atlas Internacional de las Nubes. Su responsable, la Organización Meteorológica Mundial (OMM), prepara una nueva edición en la que incluirá nuevo tipos y ha lanzado urbi et orbe una petición pública de colaboración para recopilar las mejores imágenes de nubes, en especial de las más raras e infrecuentes y las originadas por la acción del hombre.
En las tres décadas transcurridas desde la última revisión, las nubes han pasado de mero indicador para la predicción meteorológica a actor relevante dentro del estudio global del clima. Cada día se suman nuevas evidencias sobre su papel crucial en los flujos de radiación que determinan el grado de calentamiento del planeta, aunque persisten aún demasiados interrogantes.
Catalogar las nubes
El Atlas… no es en sí mismo parte de esas investigaciones sobre el clima ni va a despejar esas incógnitas, pero ha vuelto a situar a las nubes en primer plano de actualidad. Desde que se conociera el llamamiento de la OMM, meteorólogos, observadores profesionales y también la nutrida comunidad de fotógrafos cazanubes aficionados de todo el mundo están convocados para remitir sus capturas a la web, que permanecerá abierta hasta finales de marzo. Después, un grupo internacional de expertos designados por la OMM seleccionará las imágenes fijas o en vídeo más representativas para el futuro Atlas digital del siglo XXI, que el organismo de Naciones Unidas pretende lanzar el año próximo. El Día Mundial de la Meteorología se celebra cada 23 de marzo y el de 2017 tendrá como lema “Comprender las nubes”.
Han pasado de ser un indicador meteorológico a ser actor relevante dentro del estudio del clima
Para José Antonio Quirantes, técnico de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMet), reputado fotógrafo de nubes y coautor de su propio Atlas de nubes y meteoros, el llamamiento de la OMM viene a subsanar un desfase “inaceptable”. La que debiera ser la obra básica de referencia para estudiosos y también para toda persona con interés en el tema “se ha quedado completamente obsoleta. Ahora, por fin, se han puesto las pilas y con un numeroso grupo de trabajo y un cuantioso presupuesto van a sacar algo más acorde con los tiempos”, añade.
En 1987, fecha de la última edición del Atlas Internacional de las Nubes, la fotografía digital aún balbuceaba en los laboratorios, lejos del público y de la ciencia meteorológica. Hoy cualquier aficionado con un teléfono móvil deja en ridículo las fotos de la guía oficial, muchas en blanco y negro y de calidad discutible la mayoría. Pero no se trata solo de ilustrar con imágenes espectaculares de alta definición. En la actualidad se identifican más de un centenar de tipos de nubes —y otros meteoros atmosféricos relacionados—, clasificadas según su género, especie y variedad, que describen a qué altura se forman, apariencia aproximada, forma o estructura interna, transparencia, disposición y otros rasgos descriptivos. La puesta al día supone incorporar nuevas especies hoy mejor conocidas, otras de carácter especial, y completar algunas catalogaciones con detalles adicionales, con unos criterios homogéneos y la nomenclatura científica en latín como lengua franca, a semejanza de la clasificación en el reino animal y vegetal ideada por Linneo.
La meteoróloga argentina Marinés Campos subraya que es imprescindible “mantener la estandarización global de las observaciones” para ser fuente de información científica acreditada, válida para los profesionales de la meteorología, sectores como la aviación, el mar o la agricultura y público general. De este modo, un altocumulus lenticularis —nube media formada a capas ovoidales y cierta semejanza con un ovni—, por ejemplo, será reconocible como tal en cualquier latitud, independientemente del nombre común que pueda recibir según la zona o el idioma local.
Campos es uno de los nueve expertos internacionales que coordinan los trabajos de revisión del Atlas… y que han sido designados por la OMM. Explica a AHORA que las novedades previstas para la futura edición “no alterarán la actual codificación de las nubes” pero sí la enriquecerán. Habrá una nueva especie, Volutus (enrollada), para caracterizar a formaciones perfectamente tubulares, kilométricas y horizontales, como la célebre Gloria de la Mañana típica del golfo de Carpentaria, en Australia, la más codiciada por los surfistas del aire. Admitirá nuevos “rasgos suplementarios” en la descripción de nubes, como cavum (agujero), cauda (cola), fluctus (flujo) o murus (muro). Y en este apartado dará también carta oficial de naturaleza a las asperitas o asperatus (rugosidad), ondulaciones anárquicas en la base de una nube, “que llevaban —dice— tantos años esperando a ser reconocidas”, y por cuya causa ha batallado incansable la Cloud Appreciation Society, la mayor organización de aficionados a las nubes, con más de 40.000 socios en todo el mundo.
Cambio climático
Desde la revolución industrial y la llegada del transporte a motor, surca los cielos un número creciente de nubes de origen humano surgidas a partir de incendios, actividades industriales, explosiones y, de manera muy especial, de las estelas de condensación dejadas por los aviones, conocidas por el acrónimo inglés contrails. Para todas ellas el nuevo mapamundi de las nubes ha acuñado el apelativo homogenitus, que en adelante indentificará su génesis artificial.
Y es en este punto de la acción del hombre donde la observación y descripción de las nubes en el ámbito de la meteorología se cruza con los estudios a gran escala del clima global. Aunque no sea objeto del Atlas… investigar cómo y cuánto afecta la cubierta nubosa —natural o de origen humano— al balance energético del planeta, caracterizar las nubes a ras de suelo ayuda a validar las observaciones de satélite y “puede sumar —dice Marinés Campos— una pieza más al enorme rompecabezas” del cambio climático.
La influencia de las nubes es el verso suelto de los estudios sobre el calentamiento global y, aún hoy, “la mayor fuente de incertidumbre” en los modelos predictivos, a juicio del Panel Intergubernamental de Naciones Unidas para el Cambio Climático (IPCC). En un momento u otro las nubes cubren en torno al 70% de la superficie terrestre. Dado que reflejan, absorben y emiten radiación, su papel es tan fundamental como difícil de calcular, entre otras razones porque ejercen efectos contrapuestos según la altura a la que se formen, su naturaleza y espesor. Unas enfrían la superficie terrestre al reflejar la radiación solar entrante, como una sombrilla; otras elevan la temperatura igual que un gas de efecto invernadero, reteniendo en la superficie la radiación que desde la tierra se emite hacia el exterior. “Esta relación crea un sistema de feedbacks, o efectos de retroalimentación, en el cual las nubes modulan la radiación terrestre y el balance de vapor de agua, esenciales para la vida”, señala Raquel Nieto, profesora del área de Física Atmosférica y del Océano de la Universidad de Vigo. “Cualquier modificación en la cantidad, tipo o distribución de las nubes —añade— cambiará estos procesos y llevará a modificaciones tanto a nivel de precipitaciones como de mantenimiento de la temperatura en superficie terrestre, entre otros efectos.”
Sin certezas ni respuestas
En general se considera que el conjunto de la capa nubosa sobre la Tierra ejerce todavía un efecto más refrigerante que otra cosa, pero eso puede cambiar si la temperatura del planeta sigue subiendo respecto de los niveles preindustriales. No hay seguridades ni respuestas. “La microfísica de nubes está poco involucrada en los modelos meteorológicos y climáticos, porque los procesos de formación de nubes no son nada sencillos. Para responder a esas preocupaciones necesitamos mejorar nuestra comprensión de los procesos en las nubes y aumentar la precisión de esos modelos”, sostiene Nieto.
Otro elemento de incertidumbre que limita la fiabilidad de los modelos matemáticos con los que se simula la evolución de distintas variables climáticas es “que nadie sabe cuál es la cantidad de nubes en un punto determinado del cielo y uno de los factores es la cantidad de contrails que generan los aviones”, argumenta Jordi Mazón, físico de la Escuela de Ingeniería de Telecomunicación y Aeroespacial de Castelldefels (EETAC) y coautor de Conocer las nubes (Lectio, 2009).
Los cristales de hielo de las estelas de condensación —las turbinas expulsan vapor de agua y partículas de la combustión que forman gotas de agua, heladas por el frío a la altitud de entre ocho y diez mil metros de un vuelo comercial— pueden llegar a formar una nube (cirro) horizontal extensa y persistente, capaz de reflejar la luz del sol y reducir la llegada de energía a la Tierra. “Hay quien sostiene que el cambio climático sería mucho más extremo si los aviones no volaran, curiosamente, —afirma Mazón— porque al haber un movimiento aéreo continuo esas nubes provocan un forzamiento negativo, un enfriamiento. Es necesario conocer la cantidad de este tipo de nubes para poder valorar su contribución al balance energético global.”
Con todo, la nueva generación de modelos climáticos cada vez afina más. Análisis recientes sobre la interacción de las nubes y los aerosoles, y su respuesta a factores como la humedad, temperatura y corrientes de aire, sugieren que actúan como detonantes potenciales de sequías en África, pueden debilitar los monzones asiáticos y alterar el clima en el Ártico. En enero, investigadores de la Universidad Católica de Lovaina publicaron en Nature Communications su trabajo sobre el manto de Groenlandia, según el cual los cielos nublados aceleran el deshielo de la segunda masa de hielo del planeta, responsable en buena medida de la subida constante del nivel del mar.
Se considera que el conjunto de la capa nubosa sobre la Tierra ejerce un efecto más bien refrigerante
El estudio señala que la capa de nubes eleva la temperatura en toda la isla provocando una escorrentía de agua de la fusión de 56.000 millones de toneladas de hielo adicionales al año, “un tercio más que con cielos despejados”, precisaban los autores. El fenómeno era perceptible tanto si las nubes eran de cristales de hielo o portadoras de agua, y sus efectos eran más llamativos durante la noche, cuando la nubosidad actúa como una manta que impide que el agua derretida vuelva a congelarse. Los investigadores se valieron de observaciones satelitales y terrestres de las nubes realizadas entre 2007 y 2010 y de simulaciones de nieve en distintos modelos climáticos para calcular el efecto neto de las primeras. “Las nubes son más importantes en el aumento del nivel del mar de lo que solíamos pensar”, concluyen los autores.
Un repaso general
Las nubes han sido descritas con grandes dosis de simbolismo en las cosmogonías y mitos fundacionales del mundo antiguo. La razón científica aporta menos fantasía al relato. “Son la firma del ciclo hidrológico en el cielo”, afirma Raquel Nieto. Una nube es un acúmulo de vapor de agua que se hace visible al condensarse bien en gotas minúsculas bien en cristales de hielo, según sean las condiciones atmosféricas. La receta básica es sencilla. “Hace falta humedad, un núcleo de condensación, que suelen ser partículas microscópicas de polen, polvo, sal marina de la evaporación u otras, y vapor de agua, que al enfriarse se adhiere y condensa sobre esas partículas formando una gota de agua líquida —o hielo a bajas temperaturas—, millones de gotas; eso es una nube”, recuerda Jordi Mazón.
Este mecanismo elemental genera nubes bajas y aplanadas en el piso inferior de la atmósfera. Intervienen factores adicionales, más frío y aire ascendente a gran velocidad por alguno de estos cuatro mecanismos: convección, una montaña u otro obstáculo orográfico, frentes y una borrasca o depresión.
Hay más criterios, pero los más generales para clasificar nubes son la forma —los estratos, cúmulos, nimbos y cirros de la nomenclatura clásica y sus respectivas “declinaciones”, estratocúmulos, nimboestratos, cirrocúmulos, etc, hasta 10 tipos básicos— y la región que ocupan dentro de la troposfera, de cero hasta unos 15 kilómetros de altura. Las nubes bajas no rebasan los dos kilómetros, es el reino de las estratiformes. En el nivel medio, hasta 6 o 7 kilómetros, son frecuentes los altocúmulos y altoestratos. Y entre las nubes altas, que pueden llegar a rebasar los 15 kilómetros, predominan los cirros deshilachados.
Del amplio catálogo de nubes hay una cuya mención hace saltar las alarmas, sobre todo en el transporte aéreo: las de desarrollo vertical, cumulonimbos que ocupan toda la columna, los tres pisos citados. “Ahí dentro hay corrientes verticales muy fuertes que pueden llegar a destrozar un avión”, subraya Mazón.
No hay nubes exclusivas de determinadas regiones, aunque algunos tipos se prodiguen más aquí o allá. “Las nubes bajas es difícil que se den en el desierto, no hay humedad. Y en las zonas polares las nubes de cristales de hielo se forman a menor altura y duran más, por eso son frecuentes también los fenómenos ópticos. Pero —añade—, en general las nubes son universales.”