Sin lugar a dudas, España está sufriendo la mayor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial. En términos de empleo, es mucho más intensa que las otras crisis conocidas: en pocos años se han destruido 3,5 millones de puestos de trabajo, el 18,3% del total. Mientras que en la crisis de los años 70 se necesitaron 53 trimestres para alcanzar de nuevo el volumen de empleo previo a la recesión, y en la de los 90 tan solo pasaron 24 trimestres, actualmente han transcurrido ya 32 y el nivel de empleo es aún un 13,9% inferior respecto al inicio de la crisis. Si la buena noticia es que la economía española lleva 5 trimestres consecutivos creando empleo neto, las malas son la alta e injustificada temporalidad de los nuevos contratos y el creciente paro de larga duración. Dos problemas no resueltos que perduran en el tiempo y que requieren una intervención decidida para su resolución.
El mercado laboral español presenta claras disfuncionalidades desde el origen de la democracia a pesar de que, desde entonces, se han realizado siete reformas laborales importantes y múltiples retoques del Estatuto de los Trabajadores aprobado en 1980. Parece que se hayan tomado en serio la filosofía del Gatopardo de “cambiar algo para que nada cambie”.
El marco de las relaciones laborales se regía por una negociación colectiva muy rígida a nivel sectorial, que convivía con un mercado dual con abuso de la temporalidad en un contexto de escaso nivel de empleo, bajo crecimiento de la productividad y unos servicios públicos ineficientes en la intermediación y en la implementación de las políticas activas. No obstante, se trataba del marco adecuado para crecer bajo el empuje de una burbuja inmobiliaria.
La crisis financiera pinchó la burbuja y puso fin de forma drástica a 15 años de crecimiento continuado, dejando en evidencia todas las disfuncionalidades del mercado laboral. La más palpable de todas estas ineficiencias sea quizá lo ocurrido con la negociación de los salarios. Se destruía empleo a tasas muy elevadas al mismo tiempo que los salarios reales negociados en los convenios sectoriales seguían subiendo. La aberración económica resulta similar a la de un mercado donde la fruta no se vende, pero aun así se decide subir los precios. Las leyes de la economía indican claramente que el ajuste se produce por la vía de los precios o por la de las cantidades. En este marco laboral tan rígido e ineficiente, las instituciones laborales apostaron por el ajuste vía cantidades y no mediante precios o salarios. Todo ello sin tener en cuenta las condiciones particulares de cada empresa, dificultando su supervivencia y retroalimentando la destrucción de empleo.
La reforma laboral del PP
A partir de ese momento, todo el esfuerzo reformador se centró en cambiar la negociación colectiva. El objetivo básico de la reforma laboral de 2012 era incentivar la llamada “devaluación interna”, es decir, ganar competitividad mediante una bajada salarial. Para conseguir dicho objetivo, se otorgaba mucho más peso a la negociación a nivel de empresa y se facilitaba el despido por causas económicas. La intención resulta clara: facilitar el despido para conseguir que los insiders (trabajadores con contrato indefinido) aceptaran bajadas salariales.
Solo el 47% de los indefinidos en 2007 seguía con contrato indefinido en la misma empresa en 2013
La cuestión ahora es medir y evaluar los efectos reales de la reforma. ¿Los empresarios han utilizado la mayor flexibilidad permitida en la nueva legislación para adaptar sus empresas a la nueva realidad y poder sobrevivir salvaguardando el empleo? O, por el contrario, ¿han aprovechado esa mayor flexibilidad para aumentar sus márgenes de beneficio o para sustituir unos trabajadores por otros más baratos?
Cuanto mayor sea el grado de competencia en los distintos sectores de una economía, más difícil será que ocurra el segundo supuesto, dado que a mayor competencia, mayor dificultad para conseguir beneficios extraordinarios. Sin embargo, la falta de competencia en muchos mercados en España induce al pesimismo. Baste citar una cifra impactante: solo el 47% de los que tenían un contrato indefinido en 2007 sigue con un contrato indefinido en la misma empresa en 2013. No obstante, hace falta más tiempo para tener estudios econométricos fiables sobre el verdadero efecto de la reforma laboral. Además, se sabe que algunas de las medidas aprobadas en la ley están siendo rechazadas por los tribunales, lo que complica el análisis.
En principio, el cambio de una negociación colectiva a nivel sectorial a otra a nivel de empresa resulta positivo. Sin embargo, ha sido un error centrar la reforma en medidas que promueven la moderación salarial cuando existen en España dos problemas muy graves que frenan el crecimiento y que precisan de una intervención de política económica para ser resueltos: la alta e injustificada temporalidad y el creciente paro de larga duración.
La ‘trampa’ de la temporalidad
Es bien sabido que el mercado laboral español tiene una estructura contractual dual que se originó con la descausalización del contrato temporal en el año 1984. Aunque ante la gravedad de la situación económica la posibilidad de utilizar la contratación temporal sin causa fue concebida como transitoria, tal como establece la propia ley que la permite “en tanto persistan las condiciones de empleo”, lo cierto es que disparó la contratación temporal y desde entonces poco o nada se ha hecho para acabar con ese problema.
España tiene una tasa de temporalidad injustificadamente alta. Antes de la crisis, con uno de cada tres empleos temporales, España era el país de la OCDE con una mayor proporción de empleos temporales. Pero, incluso después de la masiva destrucción de puestos de trabajo durante la crisis, en la que desaparecieron más del 40% de todos los empleos temporales, seguimos siendo la tercera economía con más temporalidad de la OCDE. Un trabajador con estudios universitarios en España tiene la misma probabilidad de tener un contrato temporal que un trabajador con solo primaria en la media de la UE-15.
La alta tasa de temporalidad no se justifica por las diferencias sectoriales, dado que España presenta una mayor proporción de temporales en todos los sectores y en cada una de las ocupaciones. También resulta falso que el contrato temporal sea el paso previo antes de acceder a uno indefinido. Ambos contratos se encuentran tan segmentados que un 40% de los que tienen contrato temporal a los 20 años continúa teniéndolo al cumplir los 40 años. Parece que existiera una trampa de la temporalidad de la que es difícil escapar.
Un 40% de los que tienen contrato temporal a los 20 años sigue teniéndolo al cumplir los 40
Lo triste es que estas altas e injustificadas tasas de temporalidad no solo resultan injustas para muchos trabajadores: además son muy ineficientes para la economía en su conjunto. En primer lugar, la gran rotación laboral asociada a la eventualidad tiene efectos muy negativos sobre la productividad de los trabajadores. Dada la baja conversión de contratos temporales en indefinidos, los asalariados tienen poca motivación y escaso interés en invertir en el capital humano específico de la empresa. Al mismo tiempo, los empresarios tampoco tienen incentivos para formar a sus trabajadores si saben que, en poco tiempo, se van a desprender de ellos para reemplazarlos por otros. Existen varios estudios académicos que muestran una clara relación negativa entre el porcentaje de trabajadores temporales y el crecimiento de la productividad. En segundo lugar, la gran precariedad de estos contratos (el 40% tiene una duración inferior a tres meses) y la mayor incidencia entre los trabajadores más jóvenes (con tasas de temporalidad que superan el 65% para cualquier nivel educativo) imposibilitan realizar una vida normal como, por ejemplo, independizarse y formar una familia. Por lo tanto, no es de extrañar que España no solo registre una de las tasas de temporalidad más altas del mundo, sino que además tenga una de las tasas de fecundidad más bajas del planeta (1,3 hijos por mujer en edad fértil). Algo que precisamente España no se puede permitir: según las últimas proyecciones demográficas, el país tendrá en 2050 una de las tasas de dependencia más altas del mundo, con apenas un trabajador por cada persona mayor de 65 años.
Políticas (in)activas de empleo
Por si el problema de la temporalidad no fuera suficientemente grave, España cuenta con unas políticas activas de empleo mal diseñadas.
Los servicios públicos consiguen una intermediación laboral ridícula en comparación con otros países. Su principal instrumento, las bonificaciones generalizadas a la contratación, resulta muy caro y apenas funciona pues la mortalidad del contrato se dispara una vez terminado el periodo bonificado. Además, el diseño institucional del Estado hace que las políticas activas y las pasivas pertenezcan a dos niveles de administración distintos: las primeras a las CC.AA. y las segundas a la Administración central.
Esta separación administrativa genera incentivos perversos y dificulta la coordinación, eliminando los efectos positivos de ofrecer conjuntamente las políticas activas y pasivas. Queda mucho trabajo por hacer y parece increíble que tras ocho años de crisis apenas se haya conseguido avanzar. Especialmente, cuando se sabe desde hace tiempo que el principal problema laboral heredado del pinchazo de la burbuja inmobiliaria es la existencia de un gran número de trabajadores desempleados, sin apenas formación y con una única experiencia profesional (en el sector de la construcción), que apenas tiene perspectivas laborales en el medio plazo.
El fenómeno de la baja formación de los trabajadores de la construcción se retroalimentó durante el boom inmobiliario, pues muchos jóvenes, alentados por las oportunidades de empleo que les ofrecía ese sector, se vieron incentivados a abandonar prematuramente el sistema educativo. Por esta razón, este colectivo presenta una dificultad añadida para reincorporarse al mercado de trabajo y requiere un plan de actuación específico.
La larga cola del paro
En el año 2007, en plena burbuja inmobiliaria, trabajaban en el sector de la construcción 2,7 millones de personas. En la actualidad apenas queda un millón de trabajadores en ese sector. A esta destrucción de cerca de 1,7 millones de empleos directos habría que añadir todos aquellos que trabajaban en sectores aledaños muy relacionados con la construcción (electricistas, fontaneros, fabricantes de muebles, ventanas, cocinas, instaladores de calefacción y aire acondicionado, etc.).
Si además se tiene en cuenta el nivel de cualificación de los trabajadores despedidos de la construcción, se observa que de los 1,7 millones de empleos destruidos, 1,3 (el 72%) eran operarios poco cualificados cuyo máximo grado alcanzado en los estudios era secundaria obligatoria. Ambas características —experiencia profesional en un sector sin futuro y baja formación— implican que el futuro vital que les espera sea el paro de larga duración. El tiempo urge, pues cuanto mayor es la duración del desempleo, mayor es el deterioro en el capital humano, el esfuerzo de búsqueda se reduce y la probabilidad de encontrar trabajo cae.
En este contexto, no sorprende que España tenga una tasa de paro de larga duración del 62% y 2,3 millones de parados que llevan más de dos años sin encontrar empleo (la cifra más alta de nuestra historia). Si no se produce una reforma profunda de las políticas activas de empleo, en los próximos trimestres veremos cómo cae el número total de desempleados mientras aumentan los parados de larga duración.
Mucho se habla de cambiar el modelo de crecimiento hacia uno basado en la economía del conocimiento y la productividad. El primer paso es tener unas instituciones laborales que incentiven la acumulación de capital humano y permitan reciclar a los desempleados mediante una formación adecuada que satisfaga la demanda de las empresas. Resulta llamativo que la última reforma laboral se ofuscara en la devaluación salarial y no abordara ni la temporalidad ni el paro de larga duración. Es cierto que los recursos eran escasos, pero no se debe olvidar que desde el sector público se ha contribuido a reparar el capital financiero dañado por los excesos de la burbuja inmobiliaria y no se ha hecho lo mismo con el capital humano de los trabajadores de la construcción. Si no se lleva a cabo una intervención de política económica ambiciosa, ambos problemas perdurarán durante mucho tiempo limitando el crecimiento y aumentando la desigualdad. Evitando, en definitiva, que España pueda salir de la crisis.