Deber... Algunos piensan que la memoria es una obligación. O, mejor dicho, un deber. Cuando se les invita a que desarrollen el fundamento echan mano de las víctimas, con quienes declaran sentirse identificados. (Los hay que se identifican tanto que llegan a hacerse pasar por una de ellas, cosa que llevó a cabo con gran éxito durante años el notorio impostor —Javier Cercas dixit— Enric Marco.) Desentenderse de tal obligación implicaría, continúan razonando, desentenderse del sufrimiento de tales víctimas, lo que supondría un acto de insoportable indiferencia moral.
Identificación. El filósofo de la historia norteamericano Dominick LaCapra (del que, por cierto, Bellaterra acaba de traducir el estupendo
libro La historia y sus límites) ha señalado que hay algo en la experiencia de la víctima que tiene un poder compulsivo y tiende a despertar nuestra empatía. El problema es cuando esta llega al punto de la fascinación o la identificación en la cual el identificado se transforma en una especie de víctima sustituta y asume la voz de ella, convirtiéndose en su representante en el presente. Todos nos hemos encontrado con gente que lleva al plano de lo personal la identificación política o doctrinal con determinadas víctimas, de tal manera que cualquier cuestionamiento de la trayectoria o los planteamientos de aquellas lo viven como una agresión.
Victimismo. Aunque también los hay, todo hay que decirlo, que en vez de acogerse al victimismo por persona interpuesta recurren a argumentos más consistentes. Así, no falta quien, resucitando planteamientos clásicos relacionados con la necesidad de conocer el pasado (al estilo del “dictum” de Santayana: “Los pueblos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo”) fundamentan el deber de memoria más que en la solidaridad con los muertos en nuestro interés en tanto que vivos. Quienes se dedican a advertir —cuando no a sermonear— a sus contemporáneos acerca de los terribles peligros que les aguardan si incumplen el deber de memoria les corresponde la carga de la prueba de justificar la relación causa-efecto entre olvido del pasado y males del presente.
Lucha (Mi). Si se acepta que el conocimiento del pasado constituye un valor de inequívoca utilidad para el presente y que se encuentra al margen de consideraciones morales (como de toda moralina), nuestra actitud respecto a lo que ocurrió tiene que ser planteada en otros términos. ¿Qué sentido tendría desde una perspectiva de conocimiento prohibir, pongamos por caso, la publicación de determinadas obras, como sucedió con
Mi lucha, de Adolf Hitler, en Alemania durante tantos años? ¿Acaso estaríamos mejor preparados para que no se repitiera el franquismo prohibiendo la exhibición de
Raza, o sería exactamente al contrario?
Espejo.Tal vez en demasiadas ocasiones hayamos utilizado las metáforas equivocadas o nos hayamos empeñado en pensar determinadas realidades a la luz de otras que no nos sirven para entender las primeras. Quizá la memoria deba ser pensada bajo la metáfora del espejo. A fin de cuentas, el adulto que en la imagen que le devuelve el espejo es capaz de reconocer los rasgos de su rostro cuando era niño no se está inventando nada. Al contrario: ve más que los demás (ese es, precisamente, su doloroso privilegio).
Manuel Cruz es filósofo. Ha escrito cerca de una treintena de libros, el último de los cuales se titula Travesía de la nada
(El Viejo Topo, 2016)