‘Nadja à Paris’. Cuando la vida imitaba al cine
Nadja Tesich, la protagonista del cortometraje Nadja à Paris, rodado por Éric Rohmer en 1964, escribió este ensayo en los años 90, que The New York Review of Books publicó en abril de 2015. AHORA lo publica en español por primera vez
A veces, sin darme cuenta, guiada por un olor o una vieja melodía, mi mente vaga hasta la época en que París no tenía nada que ver con EE.UU., cuando la vida de la calle y la de la pantalla eran similares y nuestros días parecían una película de la nouvelle vague. Había, entonces, algo alegre y despreocupado en las decisiones, por qué hacías esto o lo otro, sin motivos claros y sin finales de Hollywood. Claro que se veían películas americanas, pero la mayoría eran bastante buenas, muy diferentes a las que desperdigamos por todo el mundo ahora, violentas y malas. Aquellas películas no arrinconaban a las demás ni inundaban la cartelera (una razón por la que eran tan admiradas) y siempre podías ver películas francesas, italianas, polacas o rusas. Había una filmoteca que, para los estudiantes, costaba un franco.
La mayoría de nosotros era pobre, así que nuestras preocupaciones básicas eran tres: una habitación, el comedor de estudiantes y una tarjeta de transporte. Los cafés, entonces, eran más bulliciosos, llenos de intrigas y cotilleos. Allí estudiabas, te encontrabas a los amigos, comías, bebías y quien tenía más en aquel momento pagaba. Eran, en cierto modo, nuestros salones, lugares cómodos y cálidos con un teléfono. Todo por el precio de una taza de café. Yo estaba enamorada de París, de lo que era o de lo que sugería. Era todavía una ciudad decimonónica, gris, lenta, con gente en el centro. Paseábamos, nos mirábamos con atención, y nadie hablaba demasiado del futuro.
No tenía ni idea de quién era ese hombre alto y rubio que aún no era Éric Rohmer, el director de cine
Cuando intento describir mis años en París, nadie me cree. Era demasiado perfecto, como en una película de Hollywood. Aquí está Nadja saliendo del comedor de estudiantes, pensando en sus cosas, y quién aparece a su lado sino Éric Rohmer, que le para (“¿Por qué precisamente tú?”, me preguntan) y en cuestión de minutos quiere hacer una película sobre su vida. “¿Qué llevabas puesto?” es una pregunta habitual. Mi respuesta no les convence: vaqueros, una camisa, zapatillas blancas, sin maquillaje, el pelo muy corto —tan corto que con frecuencia la gente mayor se refería a mí cariñosamente como mon fils, mi hijo—. Un chico de dieciséis años, por lo visto, es lo que parecía.
Cuando, a continuación, les cuento que no estaba interesada en la oferta porque tenía planeado hacer autostop hasta Grecia la semana siguiente, se ríen, se burlan. Un cuento, piensan. ¿Por qué debería estar impresionada? No tenía ni idea de quién era ese hombre alto y rubio que aún no era Éric Rohmer, el director, y quizás, aunque lo hubiera sabido, no me habría impresionado. Para mí, pertenecía al triste mundo de los adultos, un hombre casado con hijos.
“¿Por qué precisamente tú?, ¿qué era tan especial en tu vida?”, repiten. “No sé”, digo. Quizás que no estaba interesada, solía pensar, hasta que Éric me dijo cuánto le gustaban mis historias sobre París, cómo describía a la gente en la calle, con los ojos enfocando como objetivos cuando se conocían.
Yo estaba locamente enamorada de París. Él había recibido algo de dinero del Ministerio de Asuntos Exteriores para hacer una película sobre estudiantes extranjeros en París. Eso es todo. Por supuesto que, desde el principio, nos gustaba hablar, a pesar de nuestras diferencias —edad, experiencias, etc.—. Decía que nos parecíamos mucho. Extraño, porque me había dado la impresión de que era el típico burgués, mientras que yo me consideraba fracasada y desubicada. A pesar de su obvia inteligencia, Éric no tenía opiniones políticas lógicas. Nunca utilizaba palabras como explotación o capitalismo. Le dije que sí porque no tenía un céntimo y me ofreció dinero —la misma cantidad (200 o 400 dólares, no lo recuerdo) para todos los involucrados: el director de fotografía Néstor Almendros, la asistente de rodaje y yo—. Aquello suponía poder pagar la residencia, comer unos cuantos meses, comprar unos zapatos. Grecia siempre estaría ahí, decidí.
No sé si Néstor era más pobre que yo, o no. Probablemente igual. Después de Nadja à Paris su suerte cambió, continuaría rodando muchas de las películas de Rohmer y con el tiempo ganaría un Oscar por Días del cielo. Sin embargo, en ese momento, solo era un refugiado cubano que parecía más español que cubano —alto, reservado, con una timidez que rayaba el miedo—. Recuerdo que quería una chaqueta de sirsaca, lavable y ligera. Le envié una con mi primer sueldo. No sabía nada de él excepto que había rodado un documental en su país, Cuba, al que odiaba. Néstor era homosexual, pero eso no era un problema para nadie, excepto para él. Lo aceptamos, luego lo olvidamos, como aceptas que alguien prefiere las montañas al mar.
Rohmer también era pobre, a pesar de ser un adulto. Su apartamento era pequeño y vestía siempre una chaqueta fina de tonos azules y grises. La productora (eran Barbet Schroeder y Pierre Cottrell, que por entonces tenían unos 25 años) estaba en la casa de la madre de Barbet. La cámara de Néstor era un trasto antiguo de los que ya no se ven, con un rollo de película de 30 metros. Lo enrollabas de vez en cuando y confiabas en que mantuviese la velocidad constante. Grabamos el sonido después.
Los cuatro deambulábamos por París. Yo era tan pobre que tuve que pedir prestados un vestido, una falda y unas sandalias para tener un poco de variedad en las tomas. Como era una película sobre mí, tomé la iniciativa y le enseñé a Éric el barrio obrero de Belleville y, al lado, el parque des Buttes-Chaumont, un gran parque casi vacío, sin las típicas estatuas francesas. Éric no tenía prisa, comimos pasteles, pasamos días conversando, no me acuerdo sobre qué. Era verano y filmamos la lluvia cálida.
La productora pagó nuestras abundantes comidas y el vino. Todos estábamos delgados, en una escena parezco borracha. En el café Coupole robamos algunas tomas fingiendo que era una película casera. Enfrente del Flore, Rohmer dijo: “Camina e imagina que estás buscando a alguien”. No creo que el documental fuera el fuerte de Éric; habría olvidado la verdad por el bien de la mise en scène. Cuando no le gustó el aspecto de mi residencia de estudiantes, un edificio americano de ladrillo rojo feo, lo cambió por otro: alemán, moderno, de líneas depuradas. Por mí estaba bien. Solo me negué cuando me dijo cómo reaccionar al meter la pierna en el agua. “Tirita —me dijo—, pon caras”. Dije que no, no lo haría. Nunca hice uno de esos gestos femeninos exagerados, ni me reí como una tonta.
Néstor nos sorprendió en la proyección de la película —su cámara era tan firme que no pensarías que era de mano—. Incluso yo me daba cuenta de que tenía algo más que talento. La edición no me gustaba y recuerdo que pensé: “¿Por qué tiran las mejoras tomas?”. Hicimos la narración en el estudio más tarde, según pasábamos la película. Nadie en París creyó que yo la había escrito, o decían que Éric me había influido, porque la película parecía suya. Decían: “Él también prefiere los pasteles a un almuerzo de verdad”.
Viví con Néstor después del rodaje. Me coló en su apartamento, que en realidad no era suyo. Un escritor conocido se lo había dejado dos meses. Nos dio miedo perder un cenicero, limpiábamos todo el tiempo. Néstor me hizo fotos y decidió que debía ser actriz y que mis fotos tenía que verlas Godard, porque me parecía a Jean Seberg. Cuando fui a ver a Godard a los Campos Elíseos, su secretaria me dijo que no estaba. Dijo que podía esperar, que en algún momento tendría que aparecer. Se fue a comer, esperé, el aburrimiento se hizo mayor y me quedé dormida en el sofá, grande y cómodo, de la sala de espera. Habría dormido más si Godard no hubiese aparecido, horrorizado. “¿Quién eres tú?”, siguió gritando. Me asustó. Corrí. No recuerdo si le di aquellas fotos o si se perdieron en la confusión.
Poco después de aquel día, mi memoria de los meses siguientes se vuelve borrosa y oscura. Ni siquiera recuerdo si fui a Grecia aquel año. No tenía dinero para estar en París otro curso. ¿Cómo podía saber en marzo que en junio me habría convertido en actriz? ¿Cómo viviría sin dinero? ¿Dónde viviría si no podía pagar la residencia? Estos pensamientos ocupaban mi cabeza todos los días.
“¿Cómo es que no te quedaste?” es lo que más me pregunta la gente, les inquieta, y eso me solía poner triste. Una fiesta decidió todo. Para entonces Rohmer se había ido, y con él la regla no escrita de conducta que todos habían seguido hacia mí. Éric no era una persona de fiestas o de cafés, tenía muy poca tolerancia a ciertas personas de negocios, a los nuevos ricos. No habría ido a aquella fiesta.
No sabía de quién era la fiesta o quién me había invitado, pero era diferente de otras a las que había ido aquel mes —en un piso grande con muchas habitaciones, decorado en blanco, lleno de aspirantes a actriz, productores o cierto tipo de gente con dinero—. Elegantes, relajados, bien vestidos, se parecían entre ellos aunque se escuchasen varios idiomas.
Lo más probable es que yo necesitara cierta distancia para crecer, casarme y tener un hijo
En algún lugar en medio de las charlas, las carcajadas, el ruido de vasos, mi ojos se fijaron en lo que parecía una Antonioni —una chica con un vestido negro sin tirantes intentaba hacer un striptease, todo el mundo aplaudiendo, voces chillonas—. Todo era civilizado y de buen gusto, aunque forzado. Alguien dijo que era una actriz o una modelo, o alguna cosa de esas. Luego, en un plano general, vi cómo los hombres y las chicas se dejaban llevar hacia las habitaciones. Las chicas eran tan jóvenes. Mientras miraba todo esto me vi a mí misma, en vaqueros y zapatillas, observándolos.
Me había dado cuenta, entonces, de que un tipo descarado, con un traje oscuro, me susurraba algo al oído, y recordé otras propuestas recientes en otras fiestas. “Relájate, no te preocupes de nada. Puedes estar aquí siempre que quieras. ¿Por qué no nos vamos a España?” Qué tonta. No era gratis. Tenía que pagar. Me invadió el miedo. “Corre, rápido”, pensé. “Si no te vas pronto puedes convertirte en alguien que no quieres ser.”
Mis vaqueros no me habían incomodado antes de aquella fiesta, pero sabía que llegaría el momento en que lo harían. No podía continuar “mi carrera” de aquella manera. ¿Dónde encontraría el dinero para vestidos, taxis, cortes de pelo, maquillaje, cuando apenas podía pagar el comedor? Tenía miedo, porque deseaba tanto esas cosas que podría haberme ido con uno de esos hombres. Para otros podía haber sido fácil. Yo me gustaba como era.
La semana siguiente me llegó una oferta de trabajo de la Universidad de Rutgers para enseñar cine y literatura francesa y la acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cualquier otro detalle sobre mi partida se ha perdido, ha sido borrado, eliminado. No tengo recuerdos.
Años después, cuando había dejado la enseñanza para escribir a tiempo completo, vi de nuevo Nadja à Paris en el cine de la calle
Bleecker. Tenía miedo de que me deprimiese como lo hacen las fotos viejas, pero, al contrario, me conmovió. La chica, una niña —yo—, era tan delgada y con una mirada tan solitaria, tan triste a pesar de la voz en off, que era todo sabiduría y claridad. Querías abrazarla, consolarla.
En el vestíbulo, después de la película, me encontré por sorpresa con Carlos Clarens, crítico de cine y un viejo amigo cubano de Néstor. Carlos había estado con nosotros aquel verano en París, como crítico de cine y testigo de nuestras vidas. Hablamos de esto y lo otro, la fama de Néstor, sus peleas, las mías con Néstor, y le pregunté si de verdad yo parecía tan triste en aquella época. “Por supuesto que no —se rio Carlos—. No es un documental, es el retrato que te hizo Éric, ¿de verdad no lo sabías?”
Nos separamos, la película y yo, después de dar las gracias a Carlos. Con los años se había convertido en una especie de versión oficial de mi vida, anulando el resto. La vida real era más importante, pero era caótica y desorganizada. La película tenía una estructura y me reconocía en ella. Pero yo, además de estar sola, me había reído mucho.
Éric y yo nunca dejamos de vernos. Lo más probable es que yo necesitara cierta distancia para crecer, casarme y tener un hijo. Es curioso cómo algunos de mis compañeros de “movimiento” se convirtieron en banqueros y abogados de lujo, mientras Éric permaneció igual. Su piso era más grande, pero no tan grande. Todavía seguía sin teléfono. Ninguno de los dos conducía. Y como una rebeldía o resistencia a los excesos de la fama, sus películas costaban cada vez menos. Una reciente tenía como equipo solo a dos personas, además de él.
De alguna manera profunda, ni él ni yo hemos cambiado, aunque yo debo de haber cambiado más. Mi pelo ahora es más largo, por ejemplo. Al principio, él solía oponerse porque quería que estuviese siempre igual, para aparecer, siempre sin avisar, en una calle de París.
El 2 de febrero de 2014, Nadja comentó sobre Rohmer: “Fuimos muchas cosas el uno para el otro, desde luego buenos amigos, pero para él yo siempre fui la ‘Nadja’ de la novela de André Breton. En 2010, quise llamarle de repente, pero no tenía teléfono, así que llamé a su productora. ‘Me encontraste una vez más’, dijo. ‘No vengo a menudo. Antes, te encontraba aquí’. Él murió tres días después”.
Nadja Tesich nació en Yugoslavia. Enseñó cine en el Brooklyn College y Literatura Francesa en la Univesidad de Rutgers. Es autora de las novelas ‘Shadow Partisan,’ ‘Native Land’ and ‘Far From Vietnam’ y de las memorias ‘To Diein Chicago’. Escribió y dirigió ‘Film for my Son’. Como actriz, protagonizó ‘Nadja à Paris’, de Éric Rohmer
Lucy McKeon es albacea literaria de Nadja Tesich
Traducción del inglés de Marta Valdivieso
Enlace al artículo original publicado por The New York Review of Books: http://www.nybooks.com/daily/2015/04/29/nadja-paris/