Washington. ¿La guerra interminable?
A raíz de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos aprobó leyes que le permitieron el uso militar contra terroristas. Quince años después, esas leyes siguen en vigor y es discutible si Obama ha sido capaz de cambiar la estrategia iniciada en la era de George W. Bush
El comandante en jefe no ha ocultado su miedo a que la guerra que está obligado a librar contra el terrorismo haya estado corroyendo el alma estadounidense. En un discurso en 2013 en la Universidad Nacional de Defensa dijo: “No podemos utilizar la fuerza en todos los lugares en los que arraigue una ideología radical. Y en ausencia de una estrategia que reduzca el manantial del extremismo, una guerra perpetua por medio de drones, fuerzas especiales o despliegue de soldados será una derrota para nosotros mismos y alterará nuestro país de una manera inquietante”.
Él quiere poner fin a la guerra, pero a medida que su presidencia se va acabando es como Laocoonte tratando de librarse de las colas de la serpiente.
Al defender el waterboarding, Trump es el primer aspirante a la presidencia que apoya explícitamente la tortura
Con San Bernardino y Orlando, París, Bruselas y Niza, la amenaza que en el pasado parecía proceder de fuera ahora también procede de dentro. Descubrir que algunos de los atacantes no eran extranjeros sino ciudadanos se ha sentido como una traición. Pensar en el ciudadano terrorista no es fácil. Lo más juicioso podría ser rechazar las explicaciones prefabricadas que han llenado el vacío provocado por la tragedia. No entendemos cómo o por qué determinados individuos se “autorradicalizan” y otros no. No sabemos por qué escogen los objetivos que escogen. No tenemos razones para creer que la integración multicultural en general, o la integración de minorías musulmanas en particular, ha fracasado simplemente porque es evidente que ha fracasado en estos casos singulares y trágicos. Cuanto más de cerca se miran estos casos, menos obvio es cómo detener la carnicería, aunque no vendría mal hacer considerablemente más difícil a individuos que acaban en las listas de vigilancia del FBI que compraran armas de asalto.
Donald Trump no tiene paciencia para las desconcertantes cuestiones que plantean los asesinatos de Orlando y San Bernardino. Él tiene sus propias respuestas. Cree que el “terrorista criado en el país” pone en cuestión la inmigración masiva procedente del extranjero en general y de países musulmanes en particular. Quiere poner fin a toda bienvenida que Estados Unidos pueda dar a refugiados, empezando por la gente desesperada que escapa de Siria. Políticos de derechas en toda Europa quieren hacer lo mismo. Cerrar fronteras, construir muros, mandarles a todos a “casa”: estas propuestas son atractivas para votantes asustados, también por otras razones, por las fronteras abiertas y la competición global por los trabajos.
Lo que es nuevo en la política terrorista actual es la maligna confluencia de dos retos distintos y separados: la migración masiva y la huida de refugiados, y la autorradicalización terrorista. Políticos de derechas —como Nigel Farage en Gran Bretaña, Geert Wilders en Holanda, Donald Trump en Estados Unidos y Marine Le Pen en Francia— están explotando la amenaza terrorista para estigmatizar al refugiado y al inmigrante como parte de su más amplia insurrección contra las élites políticas que han dirigido una sociedad multicultural construida sobre políticas informadas, migración masiva y generosos derechos de asilo. Esta es la confluencia —de crímenes terroristas que dan poder a la derecha autoritaria— que está fragmentando el centro político y poniendo presión sobre los mandatarios en sistemas occidentales que siguen comprometidos en una batalla contra el terrorismo, con reglas y respetuosa con la ley.
En un clima de opinión cada vez más endurecido, algunos conservadores estadounidenses creen que George W. Bush y Dick Cheney estaban en lo cierto desde el principio, aunque sus políticas incluyeran la tortura, la rendición, la detención secreta, la intervención telefónica masiva y la deportación, así como la invasión de Irak.
Descubrir que algunos atacantes no eran extranjeros sino nacionales se siente como una traición
Al apoyar el waterboarding (asfixia simulada), Trump ha asumido con gusto el consecuencialismo de la administración Bush, porque le diferencia, como dicen los comentaristas, de los políticos con escrúpulos constitucionales. También le convierte en el primer aspirante a la presidencia en apoyar explícitamente la tortura.
Hasta ahora Hillary Clinton no ha cedido terreno y ha defendido a sus compatriotas de origen islámico, repitiendo sus promesas a los inmigrantes sirios y comprometiéndose a una batalla contra el terrorismo respetuosa con los derechos y regida por reglas. Si el terrorismo sigue siendo un tema en liza en las elecciones de noviembre, la elección parece clara, pero hay un problema. La nominada demócrata fue secretaria de Estado en una administración que desarrolló ciertos aspectos de la estrategia de Bush —asesinatos selectivos y ataques con drones— con una determinación implacable.
Empezó con Reagan
A medida que los votantes acudan a las urnas en noviembre, algunos se preguntarán si Clinton está dispuesta o siquiera puede revertir las políticas profundamente arraigadas en las agencias de seguridad estadounidenses que han dirigido la guerra contra el terror desde el 11 de septiembre. Esta es la cuestión que se plantea en el nuevo libro de Mark Danner, Spiral: Trapped in the Forever War (Espiral: atrapados en la guerra eterna; Simon and Schuster, 2016). Colaborador habitual de New York Review of Books y profesor en Bard College y la Universidad de California en Berkeley, Danner ha sido el crítico más distinguido intelectualmente de la guerra estadounidense contra el terror. Spiral es el argumento de la acusación escrito por un escritor maestro, la condena dictada por un patriota a la locura de su propio país.
Para Danner, la política contraterrorista estadounidense empezó antes del 11 de septiembre, en la era Reagan, cuando la administración prestó su apoyo a regímenes y escuadrones de la muerte anticomunistas en Latinoamérica. Fue a principios de los años 80 cuando un periodista argentino le contó por primera vez, por ejemplo, sobre el uso por parte del régimen de una técnica de interrogatorio llamada “el submarino”. Hoy lo llamamos waterboarding.
Según el análisis de Danner, las políticas antiterroristas de la administración Bush retomaron tanto la estrategia contrainsurgente de Reagan en Latinoamérica como la mentalidad “todo está permitido” creada por la guerra fría. Las “técnicas de interrogación reforzadas” utilizadas con “combatientes ilegales” después del 11 de septiembre procedían en su totalidad de “un programa piloto de entrenamiento de la era de la guerra fría que reproducía intencionadamente técnicas que habían utilizado los soviéticos y los chinos”.
Danner escribe con un tono de pena además de ira, y se niega, incluso frente a sus propias pruebas, a abandonar la creencia de que Estados Unidos podría permitirse actuar mucho mejor. Como afirma con remordimiento, con todo, la llamada a que EE.UU. recupere sus ideales morales parece estar cayendo en saco roto. En los años 90 pensaba que lo único que había que hacer era exponer los hechos de la tortura o la masacre ante la atención pública y los ciudadanos iracundos y las instituciones libres harían el resto. Hoy, dice, el público reacciona con una disociación paralizada: “¿Qué pasa si rasgas el velo y nadie jadea, nadie se avergüenza, nadie siquiera parpadea?”.
Danner puede estar exagerando la parálisis en el corazón estadounidense. Muchos ciudadanos se sintieron furiosos con las fotos de Abu Ghraib hasta lo más profundo de su ser. Más que cualquier otro aspecto individual de la guerra, las imágenes despertaron a los estadounidenses a la realidad de que sus políticas contraterroristas también podían ser un desastre estratégico. Pensemos en la imagen del hombre encadenado: un varón árabe tendido desnudo e indefenso en el suelo sucio de Abu Ghraib, con la cara contraída por el dolor y la humillación mientras una joven estadounidense con ropa de trabajo militar sonríe triunfal sobre él con la correa que le ata el cuello en la mano. Si Bin Laden hubiera ido a Madison Avenue y ofrecido pagar millones por un póster de propaganda que encarnara su mensaje, ¿habría encontrado algo más efectivo?
En lugar de mantener la patria segura, sostiene Danner, la indiferencia moral de la administración Bush aumentó el peligro para Estados Unidos y sus aliados. “La autoproclamada nación excepcional ahora se encuentra atrapada en un estado de excepción permanente, una espiral de políticas autodestructivas que nos desvía aún más allá de lo que había sido nuestro objetivo inicial: reducir el número de terroristas que tratan de infligirnos daño”.
Lo que Danner ignora
Esto es cierto, pero Danner ignora la otra cara de la moneda. Estados Unidos está menos atrapado en la locura de las políticas de la era Bush de lo que dice. Guantánamo no se ha cerrado, pero es una sombra de su tamaño anterior y el número de detenidos se ha reducido lentamente hasta los alrededor de 75 actuales. El Tribunal Supremo concedió a los detenidos que quedan ciertos derechos de habeas corpus. La Administración Obama hizo extensivo el uso de asesinatos con drones en su primer mandato, pero ha reducido drásticamente su uso en el segundo. Por lo que sabemos, los lugares secretos de interrogación se han cerrado. La entrega a países que torturan es ilegal. La tortura en casa está prohibida por orden presidencial. El alcance del espionaje electrónico gubernamental se ha revelado en buena medida, y al menos según Eric Schmidt, de Google, es menos sustancial o invasivo de lo que se temió originalmente cuando Edward Snowden sacó a la luz el programa.
Hillary fue miembro de un gobierno que desarrolló con firmeza ciertos aspectos de la estrategia de Bush
Según Schmidt, Google ha recibido entre 40.000 y 50.000 peticiones para que revelara cuentas de Gmail de una base de usuarios que consta de miles de millones. Si los estadounidenses conocen los abusos cometidos en su nombre es gracias a docenas de periodistas, escritores, chivatos y abogados del interés público que obligaron a la Administración Obama a revelar programas secretos y acabar con los peores abusos.
Danner acepta que Obama ha desmantelado parte del legado de Bush. También señala que su retórica al menos ha advertido de los peligros que la guerra contra el terror plantea para los valores estadounidenses, como en este mensaje de su discurso en la Universidad Nacional de Defensa: “A menos que disciplinemos nuestro pensamiento, nuestras definiciones, nuestras acciones, podemos vernos arrastrados a más guerras que no queremos librar o a seguir dando a los presidentes poderes ilimitados más propios de conflictos armados tradicionales entre estados nación”.
Danner escribe sobre este discurso: “Habría sido difícil imaginar una advertencia más elocuente de los peligros de la guerra infinita y sería imposible citar un ejemplo de los impulsos políticos contradictorios que rondan al acercamiento del presidente a la guerra eterna, en la que condena y critica su propia condena al mismo tiempo”.
La acusación de Danner se resume en la afirmación de que el presidente prometió romper completamente con las políticas de la administración Bush y nunca cumplió. Mientras prohibió la tortura mediante una orden ejecutiva, Obama bloqueó los intentos de procesar a los abogados y agentes del gobierno de Bush que justificaron la tortura y la practicaron. Después de hacer campaña contra las guerras “estúpidas” en 2008, Obama dejó que le convencieran de “liderar desde atrás”, apoyar la intervención militar de una coalición contra Gadafi en Libia en 2011, con el resultado de que el país se vino abajo y Estado Islámico tiene ahora una base en Sirte, en la costa mediterránea. Después de prometer sacar a los estadounidenses de la guerra y llevarlos a casa, Obama, según varios informes, ha desplegado operaciones especiales en unos 70 países en todo el mundo: participan en ataques secretos y misiones de captura y asesinato en Paquistán, Afganistán, Yemen, Irak y Siria, entre otros lugares.
Drones y bombardeos
La condena de Danner de estas políticas es implacable, pero a veces está menos claro qué propondría para sustituirlas. Por ejemplo, condena al presidente por ordenar la campaña de bombardeo contra Dáesh en 2015 con el argumento de que los bombardeos “ayudaron enormemente su reclutamiento y llevaron un inmenso flujo de combatientes extranjeros a sus filas”. Pero los combatientes extranjeros ya estaban ahí cuando Obama inició la campaña, y como Danner se habría opuesto a una intervención en el terreno, ¿qué alternativa militar había si no el bombardeo?
Obama prohibió la tortura, pero bloqueó los intentos de procesar a quienes la practicaron
Danner también es muy crítico con la campaña de drones de Obama. Cree que los drones han creado más terroristas de los que ha destruido. El informe sobre drones del Stimson Center que cita llega a una conclusión más ambivalente: “Así como los ataques tácticos pueden haber contribuido a evitar ataques terroristas de envergadura en casa, existen pruebas de que grupos extremistas, tanto suníes como chiíes, han crecido en alcance, capacidad de matar e influencia en el área de operaciones más amplia de Oriente Medio, África y el sur de Asia”.
Si, y el informe es condicional en este punto, los ataques “han contribuido a evitar atentados terroristas de envergadura en casa”, están funcionando, al menos por lo que respecta al propio país, sean aceptables moralmente o no. En lo que respecta a la cuestión de si los ataques con drones estadounidenses han hecho más peligrosa la vida para aliados estadounidenses como Paquistán, Bangladés, Bélgica o Francia, todos objeto de atentados, las pruebas no están claras.
Los ataques con drones dan a los extremistas locales combustible para sus incendios ideológicos, pero hay gente en las zonas tribales paquistaníes que no están descontentos al ver que los terroristas que viven entre ellos son sometidos a presión, y también vale la pena señalar que los ataques con drones causan menos daño que las alternativas disponibles, las operaciones de limpieza llevadas a cabo por fuerzas militares locales con el apoyo de las fuerzas especiales estadounidenses.
Por lo que respecta al evidente crecimiento de grupos extremistas islámicos, ¿está claro que los ataques con drones estadounidenses son su principal causa? ¿No es ingenuo creer que detener los ataques disminuirá la capacidad de esos grupos para engrosar sus filas?
El propio Obama sabe que los ataques con drones matan a civiles inocentes y llaman a otros a la causa yihadista. Según dijo ante el público en West Point en 2014, autorizará ataques “solo cuando nos enfrentemos a una amenaza continuada e inminente y solo donde haya casi la certidumbre de que no habrá bajas civiles, porque nuestras acciones solo deberían cumplir una simple norma: no debemos crear más enemigos de los que eliminemos del campo de batalla”.
Para Danner esto es un sofisma, pero para muchos estadounidenses los ataques singularizados y selectivos contra terroristas identificados tienen sentido estratégico.
Danner no ignora la absoluta maldad de los terroristas a los que se enfrentan las sociedades liberales. Ni es tan ingenuo como para creer que la política exterior estadounidense crearía menos enemigos si hiciera más trabajo social en todo el mundo. En todo caso, la vieja idea de que la promoción de la democracia y la ayuda económica pueden impedir que el terrorismo arraigue se ha desvanecido. Así que nos quedamos con la pregunta: ¿qué puede permitirse hacer Estados Unidos par mantener seguro el país? Danner es claro sobre lo que no haría: ni torturas, ni entregas, ni ataques con drones y un punto final formal al ilimitado estado de excepción proclamado por la AUMF en 2001, que todavía define los parámetros legales de la guerra contra el terror. Después de retirar la AUMF, Danner devolvería la lucha contra los terroristas de vuelta al control constitucional basando el poder del presidente para defender la patria exclusivamente en sus poderes del artículo 2 como comandante en jefe.
Menos poderes presidenciales
Danner cree que poniendo fin a la AUMF “la expansiva guerra contra el terror encarnada en incesantes campañas de drones y operaciones especiales en media docena de países llegaría a su fin.” Poner fin a la AUMF y aprobar una nueva autorización que limitara los poderes presidenciales es algo que se espera desde hace mucho tiempo, pero eso solo llevaría a un cambio fundamental en la estrategia contraterrorista si el presidente terminara también con la implicación en acciones militares preferentes y preventivas y abandonara los ataques con drones a favor de esperar hasta que las amenazas contra la patria fueran inminentes y procesables. Nadie puede saber si esto funcionaría y no está nada claro que un presidente —si es Hillary Clinton— esté dispuesto a asumir los riesgos que implica.
Danner también urge al presidente cambiar las actitudes del pueblo estadounidense en el asunto del terrorismo, recordándole que muere más gente por causa de un rayo que en ataques terroristas. Obama ha tratado de calmar las preocupaciones de los estadounidenses sobre la amenaza terrorista, pero después de Orlando y San Bernardino hay límites a lo que cualquier presidente puede hacer para moldear la opinión pública.
Danner condena las políticas del presidente, pero está menos claro qué propondría para sustituirlas
Danner cree que EE.UU. será más seguro si abandona el activismo liberal internacionalista a favor de un “equilibrio extraterritorial”. Esta frase se relaciona con realistas en política exterior como Stephen Walt y John Mearsheimer. La adopción de Danner del lenguaje realista es una señal de que la desilusión con el internacionalismo liberal se ha difundido en el espectro de la política internacional, desde Trump en la derecha hasta Sanders en la izquierda. Lo que significa el “equilibrio extraterritorial”, en la práctica, está muy poco claro. En relación con la lucha contra Estado Islámico, por ejemplo, podría significar sacar a los soldados de Estados Unidos de zonas en guerra y apoyar a agentes kurdos o suníes desde transportes o bases extraterritoriales. Como los soldados estadounidenses son la clave entre el éxito o el fracaso contra Estado Islámico, es un interrogante abierto si el “equilibrio extraterritorial” funcionará. Mientras tanto, en julio un camión bomba de Estado Islámico mató a 300 personas en Bagdad, en uno de los ataques más destructivos desde la invasión estadounidense. ¿No puede Estados Unidos hacer nada en respuesta a esos ataques en un país que tanto hizo por crear o en otros países con los que tiene relaciones estrechas?
En otras palabras, Danner es más claro sobre lo que Estados Unidos no debería hacer que sobre lo que debería hacer. Muestra, con convicción elocuente y numerosas pruebas, que la tortura, la entrega, el espionaje doméstico, las guerras extranjeras y la promoción de la democracia a punta de pistola han creado más enemigos de Estados Unidos que amigos, y que, en el proceso, la altura moral y la seguridad del país han disminuido.
En el libro dice poco sobre el terrorista ciudadano estadounidense, y como este es uno de los componentes más incómodos del problema, es una omisión importante. Pero sin duda tiene razón en que las políticas estadounidenses en el extranjero, especialmente en Afganistán, Paquistán, Irak y Siria, han agravado el problema de los terroristas autorradicalizados en casa.
La pregunta sin responder, cuando la Administración Obama llega a su fin y pronto una nueva ocupará su lugar, es si una política contraterrorista distinta logrará reconciliar mejor los imperativos morales fundamentales con la infinita lucha por mantener a Estados Unidos y a sus aliados a salvo, tanto de enemigos exteriores como de sus ciudadanos arrastrados al terrorismo. ¿Es mucho pedir a una democracia, que vota en noviembre, que debata esta cuestión con honestidad en lugar de permitir que el miedo y el odio dicten sus decisiones?
The New York Review of Books © 2016 by Michael Ignatieff