Volver a Schengen, recuperar Europa
Los tratados no se pueden aplicar a la carta y la Unión no puede soportar que una mayoría de sus miembros se comporte como un cliente y no como un socio
El Tratado de la Unión incorporó al derecho primario el sistema de Schengen y llevó al ámbito comunitario las políticas de asilo e inmigración, imprescindibles para gestionar un espacio sin fronteras interiores, que extiende la libertad de circulación a todo aquel que se encuentre en su territorio, así como la cooperación judicial y policial en materia penal para levantar las barreras interiores a la lucha contra la criminalidad internacional y el terrorismo. El objetivo era mantener y desarrollar un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, en el que esté garantizada la libre circulación de personas junto con medidas adecuadas en materia de control de las fronteras exteriores, asilo, inmigración y prevención y lucha contra la delincuencia.
Hoy no tenemos una política de inmigración común ni un sistema de asilo europeo, sino políticas nacionales
Garantizar a los ciudadanos ese espacio de libertad, seguridad y justicia requería un fuerte compromiso político, además de grandes dosis de confianza y cooperación leal entre los sistemas nacionales que lo componen, distintos pero igualmente legítimos y efectivos para la protección de los ciudadanos europeos, de sus derechos y de sus valores comunes. Estos se reforzarían más tarde con la Carta de Derechos Fundamentales, cuyos elementos nucleares rigen para todo aquel que se encuentre en el territorio de la Unión. En este marco se reservó un papel destacado a la lucha contra el racismo y la xenofobia, tanto en los ámbitos de la declaración de derechos y la lucha contra la discriminación como en el ámbito de la cooperación penal, obligando a tipificar y penalizar los delitos de odio.
Los logros conseguidos desde entonces han sido muchos y han ido configurando el espacio en el que nos hemos acostumbrado a desarrollar nuestras vidas, tanto que a veces ni los percibimos. Pero las resistencias han sido también enormes y han impedido el desarrollo global y coherente del espacio de libertad, seguridad y justicia tal como fue diseñado. Buena parte de la explicación a las crisis que vivimos está en estos desequilibrios estructurales y en los reiterados incumplimientos de sus disposiciones. Los Tratados no se pueden desarrollar y aplicar a la carta y la Unión no puede soportar que una mayoría de sus miembros se comporte como un cliente y no como un socio.
La crisis humanitaria que vivimos en nuestras fronteras exteriores es un ejemplo trágico de ello. En el último año del siglo pasado, el Consejo Europeo se comprometió a desarrollar una política de inmigración y un sistema común de asilo. Hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro; el llamado sistema común de asilo era en realidad una suma de sistemas nacionales que debía basarse en normas comunes, que colapsó víctima de sus debilidades y de sistemáticos incumplimientos por parte de muchos de los gobiernos que debían sostenerlo. La situación en nuestras fronteras es difícil, pero no inasumible. Si en estos años cada uno hubiese hecho su parte, hoy no hablaríamos de una crisis de trágicas y fatales consecuencias para sus víctimas, alarmante para unos ciudadanos perplejos y horrorizados y corrosiva para la Unión.
Schengen está hoy suspendido en buena parte del espacio interior aunque esto no haya aportado solución alguna. Los refugiados no han desaparecido con la reinstauración de las fronteras y tampoco lo ha hecho la obligación de protegerlos según el derecho internacional y europeo. Idomeni es un desastre vergonzoso y el acuerdo con Turquía, que no es compatible con los estándares de derechos europeos e internacionales —lo ha recordado ACNUR con toda crudeza— no logrará sus propósitos y va a contribuir a debilitarnos interna y externamente.
Los riesgos para la seguridad, que desde luego no vienen del refugio, tampoco desaparecerán gracias a las fronteras nacionales. Al contrario, son los instrumentos comunes y la cooperación leal lo que permite hacerles frente. Lo sabemos bien en un país que contribuyó al impulso de la orden de búsqueda y captura europea y a la definición común de los delitos de terrorismo y las penas a aplicar en todo el territorio europeo, piezas hoy muy importantes del espacio europeo de seguridad y justicia, adoptadas por el Consejo de la UE en Laeken (Bruselas) en el año 2001, tras el 11 de septiembre estadounidense. Pero aquel mismo Consejo pidió a los ministros de Justicia e Interior medidas de colaboración entre los gobiernos, como una mejor cooperación e intercambio de información entre todos los servicios de información de la Unión, crear equipos comunes de investigación, compartir con Europol todo dato útil en materia de terrorismo y constituir un equipo de especialistas antiterroristas lo antes posible.
Los riesgos para la seguridad no vienen de los refugiados y no desaparecerán con las fronteras nacionales
Quince años después, en marzo de 2016, los ministros de Interior reunidos de urgencia tras los atentados de París y Bruselas —uno de ellos en una estación de metro a corta distancia de su sede— siguen reclamando, entendemos que a sí mismos, la aplicación efectiva de algunas de aquellas medidas: utilizar regularmente los equipos conjuntos de investigación o acelerar la creación de una plataforma específica para el intercambio de información en tiempo real, entre otras cosas. Mientras, Francia se ha sumado a la lista de países que ha restablecido sus fronteras interiores. Pese a las múltiples reuniones, los ciudadanos no perciben hoy una reacción política europea a la amenaza del terror. La necesidad de los instrumentos comunes que la Unión anticipó en los albores del siglo junto con la libre circulación de personas resulta hoy tan obvia como las dificultades para lograrlos y sostenerlos. Hay que analizar qué razones políticas o institucionales nos han llevado hasta aquí. Una de las que aparece con fuerza es la necesidad de contener un discurso nacional xenófobo, no dejando a las opciones políticas que lo representan la exclusiva de un relato que tendría acogida entre los ciudadanos. Amplificar la ideología que se quiere combatir y dejar sin gobierno efectivo los problemas con que esta alimenta su retórica tóxica parece la mejor manera de darle carta de naturaleza.
Podría ser que no solo desde posiciones extremas se estuviese considerando que la cesión de soberanía nacional ha ido demasiado lejos. La libre circulación es un elemento consustancial a la ciudadanía europea y un puntal del mercado interior, pero implica cambios exigentes que impactan en los diseños políticos y los espacios nacionales de poder y que no son fáciles de aceptar por quienes entienden su mandato vinculado al control de su territorio ante interferencias “exteriores”. Una parte de quienes tienen encomendado el liderazgo estratégico de la Unión llevan tiempo exhibiendo sin reparos su desconfianza mutua y hacia la Unión sin oposición por parte de las instituciones comunes presididas, en lo que llevamos de siglo —salvo el Parlamento—, por alguien que ha sido jefe de gobierno de alguno de sus estados.
Durante tiempo se pretendió que la necesidad de preservar Schengen sería suficiente para alimentar dinámicas de cooperación frente a las resistencias y avanzar en los objetivos del Tratado para garantizar a los ciudadanos libertad, seguridad y justicia. No está siendo así: las resistencias, cuando no los movimientos en dirección opuesta, son hoy dominantes.
No hacer nada es tomar partido por la opción más arriesgada, contribuir a la inercia renacionalizadora y asumir los riesgos de sus derivas antieuropeas y xenófobas. La alternativa exige sumar fuerzas e impulsar una reacción dirigida a cumplir con los compromisos para contener las crisis, empezando por la humanitaria, y reemprender el desarrollo del Espacio de libertad, seguridad y justicia, junto con las demás reformas que precisa Europa. La mayoría de los ciudadanos cree aún que una política común europea permite gestionar mejor la movilidad y la seguridad, tanto interior como exterior, y sigue valorando la libre circulación como un logro. Los gobernantes de los países donde aún no impera el virus nacional xenófobo deberían, en interés propio, tomar la iniciativa.