Viaje a la raíz del euroescepticismo
Las dudas de los británicos han aumentado porque su incorporación al proyecto europeo se basó en un autoengaño impulsado por sus líderes políticos y tolerado demasiado tiempo por Bruselas
Si hay que buscar una metáfora de la relación entre Gran Bretaña y Europa, este túnel del canal es la más obvia. Obvia, pero no simple, como tampoco lo es la historia del euroescepticismo británico, más complejo, variado y variable de lo que se suele creer. Hasta Tony Blair y Margaret Thatcher ese euroescepticismo era un patrimonio de la izquierda, mientras que los conservadores —Thatcher incluida, durante su primera época— eran los eurófilos. Ese escepticismo tampoco ha ido siempre en la misma dirección: durante una década entera, fue Europa la que vetó la entrada de Gran Bretaña en la CEE. No son las únicas sorpresas, o contradicciones, que depara este asunto.
Londres veía en la CEE un matrimonio de conveniencia para evitar la soledad y disimular la decadencia
Un cliché muy repetido achaca el euroescepticismo de Gran Bretaña a la nostalgia del imperio. Más bien es al contrario: la pérdida del imperio fue lo que la empujó a solicitar su ingreso en la Comunidad Europea. Esta diferencia de motivaciones es importante. Alemania y Francia veían en Europa una terapia para sus impulsos de agresión mutua. Gran Bretaña, un matrimonio de conveniencia para evitar la soledad y disimular la decadencia. Para los países fundadores siempre estuvo claro que el proyecto europeo tenía que desembocar en una unión política. Los británicos, en cambio, siempre se han engañado creyendo que podía ser un área de libre comercio con algunos añadidos incómodos.
Por eso el euroescepticismo británico, en vez de disminuir con el roce, ha ido aumentando. Y no porque los británicos hayan ido cambiando de opinión, sino porque su incorporación al proyecto europeo se basó en un autoengaño, un malentendido impulsado por sus líderes políticos y tolerado demasiado tiempo por los de Europa.
Un mal comienzo
Si las primeras impresiones son las que importan, la de los británicos con el proyecto europeo no pudo ser peor. Cuando el primer ministro conservador Edward Heath logró el ingreso en 1973, tras una década de vetos franceses, lo celebró a su manera: tocando en su piano del 10 de Downing Street el Primer Preludio de Bach. Pero resultó ser el preludio a un desastre. Las condiciones que impuso la CEE fueron objetivamente draconianas, prácticamente un dictado. Gran Bretaña tuvo que entregar sus ricos caladeros de pesca y al mismo tiempo hacerse cargo de la abultada factura del subsidio a la agricultura francesa e italiana.
Heath confiaba en que esto se compensaría con una política regional de apoyo a sus industrias en declive, pero eso no ocurrió. El fin de la libre importación de alimentos baratos de los países de la Commonwealth disparó los precios. Por si fuera poco, la entrada en la CEE coincidió con la crisis mundial del petróleo. Durante años, los beneficios de entrar en Europa no se veían por ninguna parte y esto marcó a toda una generación, justamente la franja de edad que hoy es más euroescéptica.
No solo hubo un dictado de Europa al gobierno de Heath. También del gobierno de Heath a los británicos: en el momento del ingreso, solo un 20% estaba a favor. Al año siguiente, Heath perdió las elecciones en una campaña que giró precisamente en torno al tema del arrepentimiento y Europa.
Lealtad de la base laborista
El ganador, el laborista Harold Wilson, había prometido un referéndum para salir. Sin embargo, casi exactamente como ahora con David Cameron, Wilson lo transformó en un referéndum para quedarse. Su abrumadora victoria (más del 67% de votos a favor) enmascaraba como europeísmo lo que en realidad era lealtad de la base laborista a su líder. Pero el partido quedó seriamente tocado por este esfuerzo pragmático y a la larga acabará escindiéndose por culpa de este asunto.
En la década de los 80 el partido laborista todavía era fuertemente euroescéptico y llevaba en su programa electoral la salida inmediata (sin referéndum). El actual líder del partido, Jeremy Corbyn, se forjó en aquel ambiente y ha mantenido una clara línea anti-UE durante décadas. No es extraño que le resulte difícil echar el resto en favor de la permanencia, como le pide David Cameron. Y este es otro factor que ha alimentado el euroescepticismo: la sospecha de que la UE es un proyecto de las élites que se va imponiendo por medio de engaños y traiciones al electorado. En un entorno de descrédito de la política como el actual, esta sospecha se hace más verosímil.
Pero lo que hace singular al euroescepticismo británico no es que se formule de esta manera —está sucediendo ya en otros países—, sino que en Gran Bretaña existan líderes que hayan aceptado representarlo. En esto, ese país sí es, por ahora, una excepción. Y es aquí donde entra Margaret Thatcher. Es curioso recordar ahora que Thatcher servía como secretaria de Educación precisamente en aquel gobierno de Heath que decidió la entrada de Gran Bretaña en la CEE. En el referéndum de 1975 hizo campaña abiertamente por la permanencia. Siendo primera ministra impulsó la aprobación del Acta Única, el motor que puso en marcha la federalización de Europa. ¿Qué es lo que la llevó a convertirse en la portaestandarte del euroescepticismo?
“No, no, no”
Por una parte, Thatcher completó lo que había sido siempre la aspiración de los conservadores con respecto a Europa: la creación de un mercado único para las mercancías y los capitales. Esto favoreció enormemente a la City de Londres, que se convirtió en el centro indiscutible de los servicios financieros. A partir de ahí, Thatcher ya no tenía interés en una mayor integración. Al mismo tiempo, esta nueva prosperidad puso fin al sentimiento de decadencia que había llevado a los conservadores en 1973 a buscar refugio en Europa. En su discurso de Brujas de 1988, Thatcher todavía era una europeísta desconfiada. En su famoso discurso del “No, no, no” de 1990 era ya abiertamente hostil al proyecto europeo, y con ella un amplio grupo dentro de su partido y en el país.
Las condiciones fueron draconianas: Gran Bretaña entregó sus caladeros y subsidió la agricultura francesa
Y sin embargo, paradójicamente, también fue Thatcher quien permitió, sin quererlo, que finalmente apareciese una corriente proeuropea en la sociedad. El euroescepticismo pasó a estar tan asociado a ella que el partido laborista adoptó de forma refleja la defensa de Europa, cada vez con más entusiasmo. Después de todo, sus votos ya no procedían de las viejas regiones industriales del norte que la Dama de Hierro había desmantelado —en gran parte para cumplir con los criterios de eficiencia europeos— sino de las clases medias y el sector servicios, los jóvenes y otros beneficiarios del boom propiciado por el mercado único.
Thatcher perdió el poder en noviembre de 1990. Pocos días después un obrero británico, Graham Fagg, le daba la mano a Phillipe Cozette, un obrero francés, a través del agujero que unía finalmente el tramo inglés y francés del túnel del canal.
Los dos extremos del túnel
Últimamente, los inmigrantes de los campos de acogida de Calais —lo que se conoce localmente como la jungla— intentan una y otra vez utilizar esa ruta del túnel para entrar ilegalmente en Gran Bretaña. No son muchos, pero para algunos británicos es una demostración de que la relación con Europa no trae más que problemas. En cambio, para los ejecutivos y los jóvenes mochileros que se ven diariamente en la estación de St. Pancras esperando el Eurostar, el túnel es su propia vía de escape a un mundo cosmopolita, a las brasseries de París y a las universidades de Alemania.
El hecho es que el largo viaje del euroescepticismo británico se acerca ya a su final y el mapa que nos presenta es heredero de su complicada historia. Escocia es casi uniformemente eurófila, una vez que el nacionalismo escocés ha decidido que la UE es una garantía de su futura independencia —en el referéndum de 1975, los nacionalistas escoceses habían votado salir—.
En Inglaterra hay solo cinco bastiones de eurofilia, pero significativamente los cinco están en Londres. El euroescepticismo domina las regiones empobrecidas, pero también, ocasionalmente, algún condado de clase alta. Black- pool, la decadente ciudad de vacaciones del norte, es el epicentro del rechazo a la UE. Camden, el barrio joven de Londres, es el más eurófilo de Inglaterra. Las ciudades universitarias son pro-UE, las posindustriales, anti-UE. Más que entre dos ideologías, la lucha se da entre dos demografías.
Este es un asunto que, durante décadas, ha envenenado la política de Gran Bretaña y su relación con los países del continente. Ahora tendrá que resolverse en un solo día, el 23 de junio, y con un solo verbo: “quedarse” o “irse”.
Quizás es ya el final de trayecto. A fin de cuentas, también un referéndum es como un túnel: tiene dos salidas.