¿Por qué hay tantos libros de estilo o similares? La respuesta corta (y malévola) es que hay un buen número de gente que cree que escribe bien y los demás mal, y se apresura a emprender una cruzada. Una respuesta más larga y bienintencionada es que escribir bien es realmente difícil, con lo que personas o instituciones en posesión de las habilidades pertinentes se ofrecen para dar las claves que permitan a otras menos dotadas, o con menos experiencia, hacerlo adecuadamente. Otra forma de verlo: la gente, por lo general, duda de sus habilidades lingüísticas, y por tanto busca la ayuda de los expertos a la hora de expresarse por escrito. Y en el trasfondo hay dos perspectivas o ideologías. La primera dice que hay una forma correcta de escribir y otras que no lo son. La segunda cree que hay que utilizar sin apriorismos los recursos que proporciona la lengua, aunque algunos carezcan de larga tradición en ella, en función de los propósitos que se plantee el escrito y a quién vaya dirigido. Entre estos dos polos suelen oscilar los tratadistas de tan delicado tema, respectivamente dictaminando y reflexionando.
Un texto de no ficción (género en el que se centran todas estas obras) tiene calidad porque funciona a muchos niveles: porque escoge bien las palabras, porque tiene una sintaxis adecuada, porque esta se revela en una puntuación cuidada, porque posee una estructura y una extensión proporcionadas a sus fines, porque presenta claramente aspectos que el lector desconoce y no insiste sobre los que ya posee y, por último, porque tiene un tono general adecuado: ni trivial ni condescendiente. Y porque, además de todos estos rasgos, posee una cierta belleza (que uno agradece tanto en el manual de una cámara fotográfica como en un artículo periodístico o en una receta de cocina).
Cada una de estas siete características pertenece a un dominio diferente y la estudian disciplinas distintas. Además hay que apresurarse a declarar que ninguna de ellas tiene reglas universales que resuelvan todas las dudas que sufren quienes intentan expresarse por escrito. Porque no son, ni mucho menos, guías infalibles ni el
Diccionario de la Real Academia para el vocabulario ni el resto de los textos de la institución para otros aspectos. De hecho, ni siquiera cubre todo el terreno la obra que más ha influido entre nosotros (y de la que beben todas las posteriores): el
Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española de
Manuel Seco, aparecido en 1961.
Para echar una ojeada a este complejo territorio estudiaremos cuatro obras recientes, de dentro y fuera de nuestra lengua.
Poner las ideas en palabras
The Sense of Style, del lingüista y psicólogo cognitivo
Steven Pinker, es el mejor libro que haya leído nunca sobre esta materia, porque no solo es una útil referencia para quienes tienen problemas concretos (en inglés, aunque no únicamente), sino que es una útil reflexión que ilumina todos y cada uno de los elementos que implica el estilo.
Dos décadas atrás, Pinker había declarado en un libro muy leído (
El instinto del lenguaje, Alianza Editorial, 1995) que no le interesaban “las disquisiciones sobre el uso correcto de la lengua”. ¿Por qué ha variado su posición? Sencillamente porque ha encontrado una clave que le permite cambiar el fastidioso prescriptivismo que suele inundar estas obras (“esto es correcto, esto es incorrecto”) por una explicación razonada que echa mano de las herramientas de la sintaxis o la lingüística cognitiva. Su procedimiento de trabajo es la “ingeniería inversa”, que es el procedimiento que se ejerce sobre un dispositivo opaco para deducir, a partir de cómo funciona, cómo está hecho. Estudiando muestras de buena prosa (para cuya selección uno se guía por el criterio personal o por el acuerdo unánime de los entendidos) se pueden deducir muchos de los principios que la rigen. Pinker analiza numerosos ejemplos, pertenecientes a géneros distintos, siempre de no ficción, para reconstruirlos.
Escribir bien es realmente difícil y la gente suele dudar de sus habilidades lingüísticas
Una de las claves de los tratadistas de lengua inglesa cuando hablan del tema es lo que se llama “estilo clásico”, concepto que se debe al libro de Francis-Noël Thomas y Mark Turner,
Clear and Simple As the Truth: Writing Classic Prose (Princeton University Press, 1996). A diferencia de las obras de estilo sobre el español, centradas sobre todo en el léxico y algunas cuestiones sintácticas,
Clear and Simple… habla sobre todo del tono y de algunos de los preconceptos que guían la relación entre autor y lector, por ejemplo: el “estilo clásico” aborda cualquier tema (ya sea de cosmología o la biología de los caracoles) como si fuera un tema importante, o bien aconseja al autor colocarse en igualdad de condiciones con el lector (lo que es un antídoto contra jergas como el burocratés, el legalés o el cientifiqués).
Para Pinker, uno de los aspectos clave de la escritura, que al fin y al cabo es una actividad de comunicación, es el aspecto intersubjetivo; eso le permite detectar la llamada “maldición del conocimiento”: “La dificultad para imaginar cómo es para alguien no saber algo que tú sabes”. La necesidad de comprobar cómo es recibido un texto por parte de sus lectores hace aconsejable que los autores den borradores de sus obras a amigos para recabar su opinión. Pero también es lo que explica que los lectores profesionales cuenten con la ayuda de editores (en el sentido anglosajón: personas que revisan y corrigen una obra antes de darla por terminada).
Una de las metáforas más productivas de la obra de Pinker es la que explica cómo en el proceso de escritura se pasa de la maraña multidimensional de ideas al árbol jerárquico de la sintaxis (en la que determinadas palabras rigen a otras o a subexpresiones enteras) y por fin a la secuencia de texto (que debe desarrollarse linealmente). El caos de ideas debe organizarse mínimamente antes de la escritura, pero a su vez una sintaxis agramatical, recargada o equívoca impedirá la transmisión del mensaje.Aquí las investigaciones en comprensión de estructuras sintácticas pueden acudir en ayuda de los tratadistas sobre el estilo. Las frases largas y “ramificadas a la izquierda” (que acumulan complementos y circunstancias antes de llegar al verbo) hacen que el lector deba ir sobrecargando su memoria con elementos cuya función exacta no conoce hasta que llega al final. Y cuando la frase por fin se plasma en el papel, hay un elemento más que se debe cuidar, y que depende a veces de la estructura sintáctica y otras de la forma sonora: la puntuación. Y por fin, cuando las oraciones se articulan en párrafos y estos en capítulos, hay lo que Pinker denomina “arcos de coherencia”, que son los que hacen que las ideas puedan seguirse en su desarrollo a través del texto y concatenarse con otras ideas presentes.
Esta perspectiva cognitivista con herramientas gramaticales es lo que permite articular adecuadamente el abigarrado conjunto de fórmulas y consejos que suele invocarse al hablar de estilo. Precisamente uno de los
leitmotiv que recorre el libro es la crítica a quienes repiten reglas de estilo inútiles o dañinas.
Seguir la norma
Manual de escritura académica y profesional es una obra colectiva orientada a la mejora de la expresión escrita. Si bien la escritura académica tiene sus reglas propias de presentación de los materiales y su forma de citar fuentes, en general comparte muchos rasgos con la redacción de informes y manuales, escritura de blogs y muchos otros géneros contemporáneos, de modo que se pueden tratar conjuntamente.
El millar de páginas, distribuidas en 18 capítulos a cargo de una veintena de autores, se reparten en dos volúmenes, dedicados respectivamente a la gramática y a la concatenación de oraciones en el discurso. Esta estructura permite un desmenuzamiento de la materia, con algunos capítulos dedicados a géneros más bien académicos (“¿Cómo escribir un buen resumen?”), pero la mayoría de interés más amplio (“El párrafo” o “Argumentar por escrito”).
Todos los elementos que aparecen en el libro de Pinker están tratados, y muy sólidamente, en este manual. La exposición es completa, y la presencia de ejercicios (a los que acompaña un oportuno solucionario) permite ir comprobando la asimilación de los principios que se han ido presentando. La diagramación refuerza la idea de que estamos ante un libro de enseñanza, con su cuidadosa división y subdivisión de materias, y su separación entre explicaciones, ejemplos y ejercicios. La obra comienza con las unidades mínimas (acentuación y ortografía) para acabar con dos capítulos que exploran específicamente algunas de las características de la escritura en la web. Precisamente una de las preocupaciones crecientes de quienes lidian con el estilo y con las convenciones académicas es qué hacer en los nuevos géneros que ha aportado internet.
El estilo en la ficción
La obra de Magrinyà,
Estilo rico, estilo pobre, presenta un título desenfadado (remite a la antigua serie televisiva
Hombre rico, hombre pobre). Sin embargo, le acompaña un subtítulo engañoso,
Todas las dudas: guía para expresarse y escribir mejor, que queremos creer es una adición editorial y no autorial: ni siquiera en el libro dirigido por Estrella Montolío, con el cuádruple de páginas, caben todas las dificultades. A diferencia de la mayoría de las obras que han venido apareciendo en estos años, Magrinyà se centra sobre todo en la escritura de ficción. El autor critica determinadas expresiones: unas por forzadas, otras por inducidas por el prurito de evitar repeticiones, otras por redundantes o descaminadas, o por ser calcos de otras lenguas. Así, se examinan los verbos que introducen fragmentos de discurso directo (como “repuso” o “espetó”, que prácticamente solo viven en la ficción). Y se examinan cuidadosamente otros sobreutilizados, como “mantener” (se “mantienen” relaciones, correspondencia o incluso un tiroteo). En total, se recorre una veintena de fenómenos sobre todo léxicos y otros que tienen que ver con la morfología, como ciertos plurales, y por fin cuestiones relacionadas con el régimen preposicional.
Muchas editoriales han prescindido de los intermediarios entre el autor y los lectores: los correctores y editores
Magrinyà aporta en todos los casos ejemplos de usos reales en su opinión errados, con citas de obras y autores —que incluyen, curiosamente, alguna producción propia—. Su criterio es amplio, levemente escorado hacia el conservadurismo, pero en general su oído lingüístico y estilístico es muy fino: ha trabajado como lexicógrafo en la
Real Academia, con la que a veces, por cierto, no está de acuerdo.
Acierta sobre todo en la detección de elementos superfluos o engolados en las descripciones novelísticas, pero su punto de vista es especialmente valioso al analizar los calcos de otras lenguas, sobre todo del inglés. Un capítulo final analiza las vacilaciones y dudas de la descripción sexual (¿el coito se hace, se realiza, se practica?), concluyendo que la presunta naturalidad contemporánea en la verbalización de comportamientos sexuales es una entelequia, como bien reflejan las piruetas lingüísticas a que da lugar.
A diferencia de la mayoría de los libros dedicados al estilo, el de Magrinyà está no solo bien escrito (lo que debería ser un requisito imprescindible), sino que además es muy ameno, a lo que contribuye un cierto desenfado y un tono ligero que no le impide analizar seriamente los recovecos semánticos de cualquier palabra. Por cierto, cuenta con un excelente índice temático y de palabras, algo cada vez más raro en los libros que aparecen entre nosotros.
La reina de las comas
Hay una curiosa obra centrada en el inglés, pero que hace reflexionar sobre dos características de nuestro entorno. Se trata de las confesiones de Mary Norris,
Reina de las comas, título burlesco con el que se (¿auto?)inviste la editora de
The New Yorker.
La primera pregunta que puede hacerse un lector hispano es “¿cómo se las arreglan las lenguas que, como el inglés, no tienen una academia para fijar una norma?” En esta lengua, la anglosajona, coexisten distintas normas cultas, a un lado y otro del Atlántico, que se encarnan en determinados diccionarios y en ciertos libros de estilo, y Norris detalla sus predilecciones. Pero además, como hemos indicado, ninguna fórmula puede cubrir todos los aspectos de uso, edición y hasta ortotipografía que se pueden plantear. Por eso, las publicaciones de calidad suelen tener sus propios libros de estilo, que a veces incluyen normas idiosincrásicas.
The New Yorker, por ejemplo, escribe la palabra “coöperation” con diéresis, para indicar que la doble “o” no se pronuncia como “u”, como es frecuente en inglés.
Otra constatación es que el cuidado del estilo de una publicación exige profesionales.
The New Yorker cuenta con un conjunto de
fact-checkers que velan por el aspecto periodístico: que lo que dice el autor se ajuste a la verdad de los hechos. Pero también tiene un cuerpo de editores (que negociarán con el autor desde la estructura o la enmienda de párrafos difíciles hasta la elección de palabras o la puntuación) y otro de correctores que velarán por la uniformidad de criterios y la ausencia de erratas.
Para nadie es un secreto que la mayoría de editoriales de prensa o libros en España (y me temo que en Hispanoamérica la situación no sea mejor) han prescindido de estos útiles intermediarios entre el autor y los lectores, confiando en el uso creciente de los correctores automáticos.
Precisamente una preocupación común a las obras de Pinker, Montolío y Norris es la confianza excesiva en los sistemas de corrección automática: “Ortografía: lo que el corrector automático de textos no sabe corregir”, reza uno de los capítulos del
Manual de escritura académica y profesional. Efectivamente: a pesar de las mejoras de esos sistemas informáticos, ni el análisis que hacen del escrito que se les somete es lo suficientemente fino ni la respuesta que dan a las posibles dudas es lo suficientemente satisfactoria. La corrección sigue siendo un trabajo humano, y la mirada ajena al autor es, como recordaba Pinker, un requisito imprescindible.
En este sentido, el mundo profesional que pinta la Reina de las comas es un ideal, pero un ideal en vías de extinción. Puede que el difícil momento de las empresas editoriales justifique la renuncia a un oficio que acumula siglos de práctica (es reciente la traducción de Anthony Grafton,
La cultura de la corrección de textos en el Renacimiento europeo, Ampersand, 2014), pero todos, autores y lectores, solo podemos lamentarlo.