Todos sueñan con un gran estudio
Joan Miró tuvo que esperar hasta los 60 años para trabajar en su taller mallorquín, diseñado por Sert. El espacio propio es, en muchos casos, un anhelo que tarda en llegar a la vida del artista
Siguiendo esta tendencia, en enero se inauguró en Londres una exposición dedicada a Miró que se presentaba ante el público como una visita a la reproducción de su estudio mallorquín. Organizada por la galería Mayoral de Barcelona (que ha colgado su nombre hasta el 12 de febrero en el número 6 de la londinense calle Duke) y comisariada por Elvira Cámara, exdirectora de la Fundación Pilar i Joan Miró de Mallorca, la muestra se vendía en la capital británica como una opción para visitar el estudio del artista sin necesidad de viajar a la isla, en el 60 aniversario de la creación del espacio por el arquitecto Josep Lluís Sert. “Una experiencia inmersiva que permite evocar el universo poético del artista.” Sobre los caballetes, colocados de la misma forma que en ese fantástico espacio diseñado para Miró desde el exilio por su amigo Sert, se ponían a la venta una veintena de obras en papel y algún lienzo cuyo precio oscilaba entre los 100.000 y el millón de euros.
Bacon sobre su taller: “Este desorden puede ser una buena imagen de lo que ocurre dentro de mí”
El estudio original es infinitamente más grande que esta pequeña galería londinense, pero eso no ha impedido reproducir muchos de los detalles que pueblan el original. Además de la mecedora y el taburete siempre presentes en la vida de Miró, y los caballetes donde reposaban las obras en venta, en las paredes había copias de los recortes de periódico que el pintor tenía colgados en su estudio: un anuncio de electrodomésticos en blanco y negro, unas piernas de mujer, una flor, una flecha, una mano, un ojo, postales del Mediterráneo… En el suelo había manchas de pintura de los mismos colores y formas que salpicaban el original. Sobre un mueble de madera reposaban conchas de mar, huesos, hojas secas y objetos encontrados en los que muchos otros artistas se podrían reconocer —¿hay algo prohibido en el interior de un estudio?—. La muestra se completaba con un espacio dedicado a documentar la construcción de ese estudio utilizando las cartas que durante años intercambiaron Sert y Miró hasta que el edificio pudo construirse y con un vídeo en el que se ve a Miró trabajando, rodeado de sus cosas.
Un catálogo cuidadísimo y una estupenda maquinaria de prensa han transformado la exposición en un éxito absoluto de público que los galeristas esperan repetir en marzo en Nueva York, cuando lleven esta misma instalación a la feria de arte Armory Show.
“Hoy se hacen demasiadas exposiciones y si quieres llamar la atención necesitas formatos rompedores. Hay que reinventar la forma de ver arte, asumir riesgos. Es cierto que se trata de una exposición comercial, pero se ha elaborado con el mimo de una exposición museística ya que hemos colaborado con la Fundación Miró para reproducir parte del estudio tal y como es, y hemos investigado durante más de un año para ser capaces de ofrecer algo con calidad. Sentimos una gran emoción cuando lo visitamos por primera vez hace unos años y hemos querido trasladar esa sensación al público londinense”, explica el galerista Jordi Mayoral tras abrir las puertas de la muestra y recibir en su primer día más de 150 visitas.
Para Giles Waterfield, historiador de arte y comisario de la exposición Secret Lives: The Artist’s Studio [Vidas secretas: el estudio del artista], con la que hace unos años exploró en Reino Unido el contenido de los estudios de varias docenas de célebres creadores, la muestra de Miró sigue una tradición consolidada, solo que en este caso es el galerista y no el artista el que ha tomado la iniciativa. “Hasta que las galerías se popularizaron en el siglo XX, los artistas utilizaban sus estudios como lugar para mostrar su obra y venderla. Era lo normal. Eso ha cambiado con el tiempo, pero todo vuelve: ahora está de moda ir a ver los estudios abiertos en Londres, Berlín, Nueva York… Y obviamente muchos aprovechan para intentar vender obra.”
Waterfield asegura que hay mucho romanticismo alrededor de los estudios de artista. Aunque reconoce que “no todos son el reflejo de su personalidad, a menudo son lugares especiales porque el artista pasa allí gran parte de su vida y deja su huella en el espacio”.
Elvira Cámara asegura que en el caso del pintor catalán, entrar en su estudio acerca al visitante al proceso creativo. “Su obra está llena de referencias a objetos, y muchos de esos objetos los encuentras en el interior del estudio. Recortaba anuncios de revistas e imágenes que luego utilizaba como punto de partida para sus piezas. Además, era un hombre muy ordenado y eso se aprecia perfectamente cuando vas a su estudio. El mejor contraste quizá sea el estudio de Francis Bacon, donde hay muchísimos objetos y parece haber un gran caos, aunque seguramente él sabía dónde colocaba cada cosa.”
Lo que más ha cambiado en el último siglo son los estudios de mujeres, que antes pintaban en la cocina
El estudio de Bacon estaba originalmente en Londres, pero la Dublin City Gallery The Hugh Lane se aseguró de que los herederos del artista le cedieran el estudio del pintor dublinés, y en el año 2001 —casi una década después de su muerte— se abrió al público. Para ello se había realizado una labor casi arqueológica: tres años de trabajo para sacarlo de Londres y reconstruirlo en Dublín con todos los detalles, desde las manchas de pintura hasta las marcas de la pared. Los más de 7.000 objetos encontrados fueron catalogados y se creó con ellos una base de datos, la primera vez que se hacía algo similar con un estudio. Cientos de revistas, libros, discos, catálogos, cartas, fotografías, pinceles… “Este desorden se parece a mi mente, puede ser una buena imagen de lo que ocurre dentro de mí”, dijo Bacon sobre el anárquico espacio que ocupó durante 30 años en el barrio londinense de South Kensington.
“Para acercarme a las masas”
Pero el estudio es, en muchos casos, un anhelo que tarda años en llegarle al artista. Miró pasó varias décadas peregrinando entre diversos espacios prestados, y solo cuando cumplió 60 años se pudo dar el lujo de pagarse uno a medida. Veinte años antes, en 1938 en París, cuando el éxito aún no le mimaba del todo, escribió el texto “Sueño con un gran estudio” en el que podrían verse reflejados muchos artistas. Miró escribía que no solo lo quería para pintar, sino para poder almacenar su obra y “experimentar con la escultura, la poesía, el grabado e ir más allá de la pintura sobre caballete, que es estrecha de miras. Y para, a través de la pintura, poder acercarme a las masas, en las que nunca he dejado de pensar”.
Algo parecido le ocurrió a Jackson Pollock. Durante años trabajó en el apartamento de su hermano en Nueva York, donde se mudó también su mujer, la pintora Lee Krasner. “En 1945 alquilaron una casa de verano y ella le propuso que se la quedaran también en invierno. Pollock ya tenía problemas con el alcohol y ella pensó que estar lejos de Nueva York le sentaría bien. No se equivocó”, dice Helen Harrison, la directora del Pollock-Krasner House and Study Center en East Hampton (NY).
En este espacio inmerso en el verde y cercano al mar, la pareja primero pintaba en casa y después, con un préstamo de Peggy Guggenheim, adquirió la propiedad y habilitó un granero como estudio, el mismo que hoy la gente acude a visitar en busca de las manchas que Pollock dejaba al pintar, tumbando el lienzo en el suelo, y que otros prefieren ir a ver directamente sobre sus cuadros en el MOMA.
“El estudio le permitió desarrollarse como artista porque por primera vez pudo disfrutar del espacio y sus cuadros crecieron. El granero mide 49 metros cuadrados. A muchos visitantes les parece pequeño, pero a los artistas les suele parecer inmenso. La percepción del espacio cambia dependiendo de tu relación con él, aunque lo que sí es general es que todos se emocionan. Entrar aquí es una experiencia mucho más íntima que ver un cuadro en un museo”, apunta Harrison.
Mucha gente ni siquiera sabe que Krasner también era artista. De hecho, una de las cosas que señala Giles Waterfield y de la que dejará constancia en una futura exposición que está preparando para la Whitechapel Gallery de Londres sobre estudios del siglo XXI es que “lo que más ha cambiado en el último siglo son los estudios de las artistas mujeres. Antes o pintaban en la cocina o en el estudio de sus maridos artistas. Ahora, por fin, tienen espacios propios”.
El minimalismo de Donald Judd en Texas y el Soho neoyorquino
No es lo mismo acudir al estudio de un pintor expresionista como Pollock que al de un artista minimalista como Donald Judd. Que nadie busque manchas y caos en el 101 Spring Street de la Judd Foundation de Nueva York, porque no lo encontrará. En este prístino edificio de cinco pisos en el corazón del Soho, Judd vivió y trabajó durante décadas y desde 2013 se puede visitar mediante cita previa. “En el tercer piso tenía su estudio. Allí dibujaba y repasaba su obra. Lo dejamos todo exactamente igual. La botella de vino de Oporto encima de la nevera está en el mismo lugar.” Lo cuenta Flavin Judd, uno de los hijos del artista. Para este creador era tan importante dónde se colocaba una obra (o una cama) como la pieza en sí misma. El 101 Spring Street era una antigua fábrica que fue adquirida por Judd en 1968. “La mejor analogía es la Florencia del Renacimiento. En aquella época la concentración de talento en el Bajo Manhattan era brutal. Había un constante intercambio creativo entre artistas, bailarines, músicos... Hoy Nueva York es muy diferente. Es tan caro que no es posible ser artista y vivir en la ciudad.”
Richard Serra, Claes Oldenburg, Dan Flavin, Matta-Clark… La obra de muchos de aquellos amigos y vecinos está expuesta en la que fue su casa. Lo mismo ocurre con las 15 construcciones que Judd fue adquiriendo en Marfa, Texas, desde principios de los años 70. Hoy también forman parte de la Judd Foundation y se pueden visitar. En la inmensidad abierta del paisaje texano, la palabra minimalismo adquiere completo sentido cuando se ve su obra instalada dentro y fuera de aquellas construcciones.