Sefardíes, cinco siglos en lista de espera
La compleja tramitación disuade a muchos descendientes de judíos españoles de pedir la nacionalidad española
Once meses atrás, el Congreso de los Diputados aprobó por una práctica unanimidad un proyecto de ley devolviéndoles la nacionalidad que se había usurpado a sus antecesores. Por fin, se pagaría, bien es verdad que sin intereses de demora, una deuda histórica que durante tanto tiempo venía pesando sobre nuestras conciencias. Los sefardíes, se escuchó en muchos foros, volverán a ser españoles. El recuerdo de lo ocurrido, aquel Edicto de Granada expulsándoles por rencores y el simple hecho de no compartir las mismas creencias, fue revivido con satisfacción por muchos medios de comunicación, incluso extranjeros. Una euforia quizás un tanto precipitada.
Las solicitudes para obtener el pasaporte español son, por ahora, muchas menos de las esperadas
No era la primera vez que se planteaba en diferentes ámbitos de la vida pública española ese deber de justicia que la historia seguía reclamando. En el siglo XIX ya se habían escuchado voces políticas, culturales y hasta militares reclamando que se derogase el Edicto de Granada, en el que además de la expulsión de todos los reinos, se establecía la prohibición de regresar y de que se les restituyese el derecho a volver a sus orígenes. Un senador por Salamanca llamado Ángel Pulido se volcó en el empeño y consiguió que por primera vez se permitiese la apertura de sinagogas y se crease en 1910 una Asociación Hispano-Hebrea con el objetivo de recuperar la buena relación perdida con un pueblo y una cultura que habían sido despreciados.
Aquellos esfuerzos acabaron cristalizando años después en el primer intento formal de devolverles la nacionalidad. Curiosamente, fue durante la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Entonces la mayor preocupación oficial era la guerra en el norte de África y en el transcurso de las audiencias y reuniones con los altos mandos militares que se hallaban al frente de las tropas españolas y acudían a informar al dictador, en varias ocasiones, tras exponerle los detalles estratégicos de la situación, agravada siempre por el rechazo que encontraban entre los nativos bereberes —los “moros”, como les denominaban despectivamente—, también le recordaron anécdotas de inesperado patriotismo con el que las unidades se habían encontrado.
“De pronto —contaban rebosantes de satisfacción— al entrar en algunas plazas, en medio de la hostilidad de la población, aparecían unas personas muy extrañas, hombres vestidos de negro y con sombreros de fieltro, que levantaban eufóricos los brazos, abrazaban a los soldados y en un idioma muy parecido al nuestro, gritaban “¡Viva España!” y nos daban la bienvenida. Parecen buena gente.” Cuentan que a Primo de Rivera, que alternaba su brusquedad con una elevada capacidad emocional, le saltaban las lágrimas escuchando aquellos relatos.
“Son verdaderos patriotas. Hay que hacer algo por esa gente”, parece que era la frase con que se remataban aquellas conversaciones. Aquella sugerencia no cayó en el vacío: las autoridades del Protectorado habían concedido cartas de protección a algunos sefardíes y el 20 de noviembre de 1924, la Gaceta de Madrid publicó un real decreto por el que se reconocía el derecho a recuperar la nacionalidad a “individuos pertenecientes a familias de origen español… con sentimientos arraigados de amor a España… que por causas ajenas a su voluntad de ser españoles, no han logrado obtener nuestra nacionalidad”.
Las palabras sefardíes, judíos o hebreos no aparecían en el decreto, pero en su contenido quedaba claro quiénes serían los beneficiarios. Quizás con esta omisión se evitaba estimular las críticas airadas de los sectores ultraconservadores que consideraban como iniciativas judaizantes, promovidas en su opinión por los poderes ocultos de aquella “raza maldita” y deicida, los movimientos políticos o ciudadanos de reivindicación de la españolidad de los sefardíes en que se habían implicado relevantes personalidades de la vida pública, desde Amador de los Ríos hasta Emilio Castelar. Había transcurrido mucho tiempo, pero la exaltación nacionalista y el fanatismo clerical todavía no perdonaban.
El precedente
El decreto de Primo de Rivera tenía una vigencia de seis años —hasta el 31 de diciembre de 1930—improrrogables. La comunidad sefardí estaba desperdigada por decenas de países y para recuperar la nacionalidad española bastaba prácticamente con solicitarlo en el consulado más próximo. Pero entonces no había los medios de difusión que existen actualmente, y sea porque muchos no se enteraron, porque entonces España era un país convulso y poco atractivo, o por el temor de las familias a que los jóvenes fuesen movilizados para combatir en Marruecos, fueron poco más de cuatro mil los que lo solicitaron.
Muchos lo lamentarían años más tarde cuando la nacionalidad española se convirtió en un seguro frente al Holocausto nazi. Algunos diplomáticos, como el encargado de negocios en Budapest Ángel Sanz Briz, aprovecharon con carácter retroactivo aquella disposición y consiguieron salvar a algunos millares de las cámaras de gas. Luego el franquismo trató de capitalizar en beneficio propio aquellas actuaciones, más humanitarias que oficiales, aunque el régimen seguía empeñado en que el judaísmo era, junto al comunismo y la masonería, el origen de los males de España.
En la etapa democrática la situación fue cambiando, España estableció relaciones con Israel, los reyes Juan Carlos y Sofía visitaron en Los Ángeles una sinagoga sefardí donde sellaron un reencuentro con españoles de la diáspora que seguían hablando el castellano de Cervantes, conservando el mismo folklore y la misma gastronomía y, lo más sorprendente, expresando una nostalgia de la España lejana que se sobreponía al lógico resentimiento que ocultaba. El gesto definitivo del retorno, cuando menos sentimental, fue la concesión del premio Príncipe de Asturias de la Concordia a la admirable Erensya sefardí, que fue entregado por el hoy Felipe VI a los representantes de las comunidades sefardíes.
A lo largo de tantos años de ausencia los sefardíes se fueron desperdigando por todos los continentes. En muchos lugares, especialmente en países como Turquía, Grecia o zonas como los Balcanes, constituyeron comunidades prósperas e influyentes. En una exposición organizada por el historiador del periodismo Uriel Macías en el Centro Sefarad-Israel en Madrid, se pudieron contemplar ejemplares de los centenares de periódicos, muchos de ellos diarios, con los que las comunidades sefardíes mantenían al día su lengua familiar, el ladino, y sus temas de interés. Uno de ellos aún sobrevive en Estambul, es mensual y se llama El Amaneser. La Radio Nacional de Israel tiene un programa diario en ladino y Radio Exterior de España otro desde hace ya 30 años.
En España el reencuentro con los sefardíes que se ha venido afianzando actualmente es bien aceptado. Lo demuestra la práctica unanimidad con que se aprobó la Ley de Nacionalidad. En Israel la noticia fue recibida con alborozo por los interesados y con gran despliegue en los periódicos —“Ahora, todos españoles”, titulaba uno de los diarios más influyentes—, pero no ocurrió lo mismo con el Gobierno. Formalmente la reacción oficial fue positiva, pero en la práctica, lejos de colaborar en el proceso abierto, la impresión es que pone palos en las ruedas a su ejecución.
La razón es muy simple: la principal ley del Estado de Israel, que carece de Constitución, es la del Retorno, que reconoce el derecho de todos los judíos del mundo a trasladarse a Israel, donde tienen asegurada la nacionalidad. El Gobierno conservador de Benjamín Netanyahu no ve, por lo tanto, razones para que se procuren otra, aunque sea con carácter simbólico.
Un proceso complejo y caro
Las reticencias israelíes, sin embargo, no parecen la causa principal de la lentitud con que se está aplicando el proceso abierto de devolución de la nacionalidad a los sefardíes y la reducida cantidad de solicitudes que se están recibiendo. Inicialmente se temía que se produjese una avalancha de peticiones. No se sabe con certeza cuántos judíos de origen sefardí existen. Cuando sus antepasados fueron expulsados, se calcula que de los más de ciento cincuenta mil que había, salieron entre setenta y cien mil —el resto se convirtieron al cristianismo y permanecieron en sus lugares de nacimiento—. Actualmente algunos cálculos barajan cifras que oscilan entre dos millones y tres y medio. Ha pasado mucho tiempo, muchos se han mezclado con askenazíes o con gentiles y tampoco es fácil determinar quién es de origen sefardí y tiene el derecho a acogerse a la Ley de Nacionalidad.
Los descendientes de los judíos expulsados por los Reyes Católicos conservan el idioma y la llave de sus casas
Aparte de que a veces su contenido resulte ambiguo, las previsibles dificultades para aplicarla complicaron y retrasaron la aprobación de la ley y están volviendo muy lentos y frustrantes los resultados. Los trámites son engorrosos y muy caros, y, al menos a la vista de los primeros datos, las expectativas no se están cumpliendo. Esta situación se agrava si se recuerda que la vigencia de la ley está limitada a tres años. En los últimos meses unos centenares de sefardíes habían conseguido la nacionalidad, después de mucho tiempo de espera por el procedimiento ordinario para extranjeros, mitigado por estar en posesión de carta de naturaleza. Pero en función de la nueva ley solo una francesa —cuya identidad no ha sido revelada— ha recibido ya su pasaporte español. Tampoco las cifras de solicitudes en tramitación resultan significativas: muchas menos de las esperadas. Hasta ahora son 1.523 las solicitudes que están en el proceso de cumplimentar los documentos y los trámites requeridos, 196 las presentadas al Consejo General del Notariado —que es quien tiene encomendadas esas atribuciones—, 47 las actas de notoriedad que el Consejo ha visto y solo una totalmente resuelta. Como contrapunto a estas exiguas cifras, destaca la cantidad y variedad de países de procedencia de las solicitudes, desde Argentina hasta la India.
La impresión es que el ritmo de entrada de peticiones aumentará, aunque no tanto como se preveía, y que en cierta medida el entusiasmo inicial se ha desinflado. En Portugal, de donde también fueron expulsados y actualmente se sigue un proceso de devolución de la nacionalidad similar, los trámites son más sencillos, ágiles y gratuitos. España —critican los interesados— los ha enrevesado y apenas están al alcance de los pudientes. Y a veces incurren en incongruencias como tener que pasar un examen de español —excepción hecha de los hispanoamericanos— mientras que hablar ladino, el mayor exponente de la cultura sefardí, no es tenido en cuenta.
Los trámites para conseguir el pasaporte español ofrecen la ventaja, respecto a lo que se exigía en tiempos de Primo de Rivera, de que ahora los solicitantes no tienen que renunciar a su nacionalidad y podrán compartir las dos. Pero son mucho más complejos y caros. Para acreditar el origen sefardí —existen alrededor de 5.200 apellidos judeoespañoles— se necesitan certificados de los rabinos de sus lugares de residencia, de las federaciones de comunidades judías e informes sobre su vinculación con España, dominio del español y conocimiento de su cultura, además de certificados de antecedentes penales legalizados, de matrimonio y paternidad, etcétera, todo ello traducido al castellano.
En los consulados se vio que más allá de recibir las solicitudes el proceso posterior podía ser una carga de trabajo superior a sus capacidades y la tramitación y aprobación fue encomendada a los notarios, lo cual ya supone unos costes que se multiplican ante la obligación de los interesados de tener que desplazarse al Instituto Cervantes más próximo para examinarse, venir a España aunque solo sea de visita fugaz para firmar y, por supuesto, pagar tasas. El paso final es la jura o promesa de acatar la Constitución y de cumplir sus leyes. Abraham Haim, presidente en Israel de las comunidades sefardíes, minimiza estos problemas y no oculta su satisfacción: “Mis antepasados han recorrido toda Europa y yo vivo en Jerusalén. Pero siempre me he sentido español”.
El sabio Edgar Morin
Edgar Morin, filósofo sefardí francés, querría recuperar la nacionalidad española que le fue arrebatada a sus antepasados, pero a sus 94 años no se considera con ánimo para recopilar tantos documentos acreditativos de sus orígenes como le piden y menos para sentarse ante un tribunal y ser examinado de español y de cultura española. Tampoco está claro que alguien con sentido de la dignidad ajena y la vergüenza propia se atreviese a examinar a un sabio como Morin como si se tratara de un estudiante.
Y en España
En España, como en otros países europeos, es difícil conocer con precisión las cifras de ciudadanos o residentes judíos porque ningún registro o documento civil requiere especificar la raza o religión. La mayor parte de los 40.000 sefardíes que se estima viven en territorio español tienen nacionalidad española y están incorporados plenamente ya a nuestra sociedad. Aunque muchos siguen manteniendo algunas de sus tradiciones, se consideran plenamente españoles, participan de la vida pública con normalidad y trabajan y conviven de manera ejemplar con el resto de los ciudadanos de otras culturas y creencias. En su mayor parte están radicados en Madrid y Barcelona. También hay pequeños grupos en otras provincias como Sevilla, Málaga, Las Palmas, Alicante, Asturias y en las ciudades de Ceuta y Melilla. En España los sefardíes representan alrededor del 70% de los judíos.