21/11/2024
Literatura

Retrato del artista en el espejo

Las cartas de Nabokov a Véra, su esposa, muestran la cara ágil, juguetona y romántica del escritor

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Retrato del artista en el espejo
Véra Nabokov.Philippe Halsman / MAGNUM / contacto
Hasta los menos conocedores de la obra de Vladimir Nabokov (1899-1977) saben lo mucho que Véra Yevséieva Slónim (1902-1991) hizo por él: administradora, agente, archivera, chófer, editora, asistente, traductora, secretaria y mecanógrafa en cuatro idiomas. Una fiel esposa al servicio de un gran escritor.

Pero según Brian Boyd, autor de la biografía de Nabokov en dos volúmenes Los años rusos (Anagrama, Barcelona, 1992) y Los años americanos (Anagrama, Barcelona, 2006) y coeditor de las Cartas a Véra (RBA, 2015), tras ella se escondía una mujer indómita y exigente que sabía controlar al escritor. Cuenta Stacy Schiff, su biógrafa, que Véra (el acento se añadió a su llegada a Estados Unidos) iba armada con una Browning 1900 para protegerse y que le gustaba reconocer que era una tiradora espléndida. A comienzos de los años 20 se vio envuelta en una trama para planear un asesinato que podría haber sido el de Trotski. Hasta su esposo le dedicó unos versos al querido revólver que siempre la acompañaba: “Sé con certeza / que en un monedero lacado que tienes, / entre la polvera y el espejito, / duerme una piedra negra; son siete las muertes”. 

Vladimir y Véra se conocieron en un baile benéfico del exilio ruso en Berlín el 8 de mayo de 1923, según el testimonio de la pareja, aunque no consta en ningún archivo que tal día hubiera un baile en la capital. Véra llevaba una máscara de satén negro que ocultaba parte de su rostro. Sabía cómo hacer que el escritor reparase en ella: recitarle de memoria sus propios versos. Y así comenzó todo. 

A finales del verano de 1923, Véra y Vladimir volvieron a encontrarse en Berlín. Día tras día se reunían para dar largos paseos por la ciudad. Las primeras cartas reflejan los apasionados encuentros de los inicios de la relación. “¿Cómo explicarte a ti, mi dicha, mi admirable felicidad de oro, hasta qué punto soy tuyo, con todos mis recuerdos, poemas, arrebatos, torbellinos interiores? Explicarte que no puedo escribir una sola palabra sin escuchar cómo la pronunciarías tú.” Se casarían poco después, el 15 de abril de 1925. 

En los años 20, Véra se vio envuelta en un plan de asesinato que podría haber sido el de Trotski 


La mayoría de las cartas que recoge este volumen forma parte de los años más duros de la pareja (1923-1944). No solo el amor poblaba las misivas de Vladimir a Véra. Algunos de los temas más recurrentes eran la salud de la madre de él, sus problemas económicos, su temor por el ascenso de Hitler y la necesidad de buscar asilo en cualquier otro país —Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos— para salir de Alemania cuanto antes. La salud de Véra también era otro de los asuntos frecuentes en las cartas. Debido a su ansiedad y a la depresión, que le había hecho perder mucho peso, se retiró a un sanatorio de la Selva Negra con su madre, y Vladimir le escribía con el fin de entretenerla y distraerla de su enfermedad. Cada una de las cartas tenía un encabezamiento distinto: Grumito, Colchoncito, Mi viejito, Mosquitín, los nombres de algunas mascotas de peluche que la pareja coleccionaba. 

El 28 de mayo de 1940 la familia (habían sido padres de Dmitri en 1934) embarcó con destino a Nueva York. Fue todo un golpe de suerte. Vladimir ocuparía un puesto como profesor en la Universidad de Stanford que había sido rechazado por su amigo el también novelista Mark Aldánov. Desde 1945 las cartas comienzan a ser más escasas porque la pareja es ya inseparable. Cuenta Schiff que no solo eran inseparables, sino que también se fundían sus frases, tanto por escrito como oralmente, que compartían la misma agenda personal e, incluso,  la caligrafía de ambos invadía los cuadernos del otro.

Ella siempre tuvo la necesidad de hacer algo grande con su vida y él, una tremenda necesidad de ella  

Véra destruyó todas las cartas que le escribió a su marido, incluso las postales que habían escrito conjuntamente a la madre de Vladimir. Las había destruido “convencida de que ni valía la pena conservarlas ni eran asunto de nadie más”. Ella solo respondía a una de cada cinco cartas que él le enviaba. Ese silencio desesperaba a Nabokov: “Eres muda, como todo lo que es hermoso. Me he hecho ya a la idea de que no recibiré ni una carta tuya más, mi mal amor. ¿No crees que nuestra correspondencia es algo… unilateral? Estoy tan enojado contigo que he empezado esta carta sin saludo”.

La ausencia de respuestas por parte de Véra contrastaba con la furia amorosa del autor de Lolita: “Alma mía, amor, amor, amor mío —¿sabes qué?—: toda la felicidad del mundo, la riqueza, el poder y las aventuras, todas las promesas de las religiones, todo el embeleso de la naturaleza e incluso la gloria humana no valen estas dos cartas tuyas”.

En este esperado volumen, que supone una pieza más en el rompecabezas nabokoviano, podemos ver a un escritor desconocido hasta el momento. Sus cartas son juguetonas (incluyen crucigramas, laberintos, acertijos), lenguaraces y un tanto afectadas. Su forma de escribir es ágil, lírica y caprichosa. Sorprende ver que Nabokov fue un romántico: “Tú y yo somos completamente especiales; existen maravillas, que nosotros dos conocemos y nadie más conoce, y no hay nadie que ame a otro del modo en que nosotros nos amamos”.

La de Véra fue una vida en los márgenes. Su historia recuerda a la de Zenobia Camprubí, esposa del escritor español y premio Nobel Juan Ramón Jiménez. Véra no fue escritora, pero Vladimir Nabokov fue en parte una creación suya. Ella siempre tuvo la necesidad de hacer algo grande con su vida. Y él tenía una tremenda necesidad de ella. Todos los que los rodeaban (abogados, editores, parientes, colegas y amigos) se mostraron de acuerdo en que, seguramente, él no habría llegado tan lejos sin Véra. El espejo en el que Nabokov podía mirarse se encontraba en los ojos azules de su mujer. 

No se sabe qué palabras intercambiaron Vladimir y Véra en sus últimos momentos, poco antes de la muerte de él, ni tampoco qué se dijeron 54 años antes, cuando comenzaron a conocerse en las aceras de Berlín. El corazón de Nabokov se detuvo a las 6:50 de la tarde del sábado 2 de julio mientras su esposa y su hijo lo miraban desde los pies de la cama. Su hijo recuerda que las únicas palabras de desesperación que le oyó decir a su madre fueron justo después de la muerte de su padre: “Alquilemos una avioneta y estrellémonos”. En la lápida gris azulado del cementerio de Clarens puede leerse “VLADIMIR NABOKOV / ÉCRIVAIN / VÉRA NABOKOV”,  como si fueran la misma persona, cuatro manos disueltas en el misterio de una obra literaria. Dos amantes terriblemente parecidos.