Rajoy sin problema y sin solución
¿Qué hacer con Rajoy? Porque anotemos que se ha erigido como problema, una vez que la arrogancia de la mayoría absoluta exhibida durante los cuatro años de esta última legislatura se ha evaporado con el escrutinio de las urnas y que los pactos en el horizonte pueden exigir pagos en especie, es decir, sacrificio de personas imposibles. Miremos la balconada nocturna del chaflán de Génova y Zurbano. La hilera de personajes haciendo pucheros era un poema ante un público ralo y desanimado. Mientras, seguimos sin saber por qué se sigue recurriendo a una estructura de mecanotubo en vez de haber optado, cuando la reforma del edificio, por encargar al arquitecto que les hacía un precio que les construyera una balconada de obra como dios manda.
Parecería que las urnas hubieran señalado a todos la senda de la reflexión autocrítica, pero al día siguiente quienes habían perdido en relación con resultados de ocasiones análogas previas o respecto a las expectativas demoscópicas atribuidas han preferido clamar victoria y adelantar su disposición a presentar sus candidaturas para la reelección en los congresos internos que tienen más o menos a la vista y continuar así al frente de sus formaciones.
Pero si se observara más de cerca y se analizara de modo cuidadoso el lenguaje no verbal o la incomparecencia ante los periodistas al día siguiente de las elecciones y se escucharan en el rompeolas las primeras tomas de distancia, una vez caducado el éxito que ha servido de cemento adhesivo de unión, se concluiría que estamos ante una versión exacerbada de esa “melancolía de la victoria” certeramente apuntada por el duque de Wellington: “Nothing except a battle lost can be half so melancholy as a battle won” [Nada, excepto una derrota, puede ser más melancólico que una victoria]. Se impone, pues, atender a las claves psicológicas y a la tendencia que los líderes muestran, llegadas determinadas circunstancias críticas —que en la jerga taurina se entienden como la hora de la verdad—, a ofrecer la muestra suprema del desinterés personal y del servicio por encima de todo a los intereses y necesidades del país. “Cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste”, dijo un día el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, sabedor de que se la estaba jugando, desde la tribuna del Congreso de los Diputados. Años antes, en diciembre de 1980, Adolfo Suárez comparecía ante las cámaras de TVE para dar cuenta de su dimisión explicando su renuncia a todo personalismo para evitar que la democracia pudiera extinguirse.
También estos días estamos ante necesidades que reclaman sacrificios y renuncias. Los responsables deben encontrar el equilibrio entre la moral de la convicción y la moral de la responsabilidad que describe Max Weber en su libro El político y el científico. Se trata de acertar con las dosis. Porque sin convicciones volvemos a las amebas, pero sabemos que los que se encarnan en la coherencia absoluta acaban recluidos en los frenopáticos. Algún coeficiente de incoherencia es imprescindible para sobrevivir. El otro plano, el de la responsabilidad, es deslizante y debe administrarse de forma que su invocación en modo alguno convalide los abusos o las pretendidas razones de Estado que todo lo absolverían.
Todo indica que enseguida Mariano Rajoy se sumará a la lista de los expresidentes junto a Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, y por eso debemos plantearnos la cuestión de qué hacemos con Mariano Rajoy. La teoría de los expresidentes como jarrones chinos, que no se sabe dónde colocar, es recurrente por parte de Felipe González y pudo ser de aplicación también para Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero, pero en absoluto cuadra con Mariano Rajoy. Veamos. Adolfo Suárez quiso reengancharse en la política y fundó el Centro Democrático Social (CDS) y después instaló un despacho en la calle de Antonio Maura que vendía marcadores simultáneos para un campeonato de fútbol. Leopoldo Calvo-Sotelo regresó a sus actividades previas en la empresa privada. Felipe González quiso volar por su cuenta, convencido de que ningún invernadero le hacía falta. José María Aznar se había abierto caminos prósperos con los invitados a la boda principesca de El Escorial. José Luis Rodríguez Zapatero ideó que los ex reposaran como consejeros permanentes de Estado.
Pero Mariano Rajoy en absoluto será problema, ni lo veremos entrando y saliendo por las puertas giratorias. Ha sido un previsor del porvenir y ha mantenido a su nombre la plaza del registro de la propiedad de Santa Pola, aunque no lo haya pisado desde 1990. El presidente en funciones desde el lunes 21 ha repetido como nota distintiva que no ha venido a la política para hacer dinero, a diferencia de otros como Naseiro y la saga de los tesoreros nacionales del PP o como los de la Púnica, la Gürtel, el Palma Arena, el aeropuerto peatonal de Castellón, las trabillas de Francisco Camps, los saltitos del balcón y tantos y tantos. Repetimos: que él no, que está exento de figurar en esa lista de ganapanes, que estuvo bien encaminado desde su juventud y que ganó la oposición con el sudor de su frente. Su salario en La Moncloa es exiguo. Seguir atado ahí supone un sacrificio económico grave, de modo que pasar a expresidente y regresar al registro le trae cuenta. Además, para nada necesitará asistencias a cargo de los presupuestos generales del Estado como ha sucedido en otros casos. En definitiva, que estamos ante un Mariano Rajoy sin problema pero también sin solución.
Porque para los acuerdos que deberían sustanciarse es un inconveniente insalvable. La campaña de la que venimos ha confirmado que todo lo que ayuda daña, que todo lo que favorece la ganancia de votos hasta el momento mismo en que se abren las urnas se convierte en un inconveniente desde el momento en que concluye el escrutinio. Recordemos la ventaja que se apuntó el PSOE con el lema “OTAN, de entrada no” y los pesares y trabajos que supuso una vez alcanzada La Moncloa. Estos días pasados, los líderes han buscado perfil y se han antagonizado con sus rivales convencidos de que ese antagonismo tenía réditos electorales. Después del recuento, se hacen imprescindibles los acuerdos y cunde el desconcierto por falta de costumbre. Mientras, recordamos el proverbio inglés de que la política hace extraños compañeros de cama.