Durante la última fase del gobierno de Zapatero y la primera mitad de esta legislatura, columnistas, tertulianos y políticos tuvieron un tema predilecto de conversación: la desafección ciudadana, ese virus aparentemente venenoso que había invadido el cuerpo social y ponía en cuestión los fundamentos de la democracia representativa.
El diagnóstico parecía claro. Por un lado, los instrumentos convencionales de la democracia fueron incapaces de impedir que una crisis económica fuera de control destrozara la vida de millones de personas; y, por otro, los mercados financieros dictaban el destino de países enteros, mostrando que el auténtico poder ya no residía en las instituciones democráticas: aparentemente, dependíamos más de las decisiones especulativas de los bonistas de Londres, Tokio o Nueva York que de las de cualquier gobierno nacional u organismo europeo.
El 15-M fue tomado como la máxima expresión de la desafección. “No nos representan”, se clamaba en la Puerta del Sol y en todas las manifestaciones que vinieron después. El edificio del Congreso de los Diputados estuvo durante meses oculto a la vista por una horrorosa valla que lo protegía de las hordas desafectas que cada cierto tiempo lo rodeaban para condenar lo que allí dentro sucedía. Como aquí somos siempre categóricos y dados al tremendismo, y además sentimos alergia por los matices, en el complejo del
establishment político-periodístico todos se lamentaban, perplejos y preocupados, de que la gente (en esos ámbitos siempre se habla de “la gente” desde la ajenidad, subrayando que uno no forma parte de ella) había dejado de creer en la política. Se vertieron ríos de tinta sobre las causas de la desafección y los expertos electorales vaticinaban abstención masiva en las elecciones por venir.
Hoy vemos cuán pretenciosamente erróneo era aquel diagnóstico. Una vez más los habitantes del invernáculo de la política convencional confundieron su mundo con el
Por cierto, Ciudadanos es ese curioso partido que le quita los votos al PP y los escaños se los quita al PSOE
mundo y no supieron ver que lo que contenía aquella movida ciudadana no era rechazo a la política ni a la democracia sino a su forma de practicarla. Era puro hartazgo del régimen del turno gobernante. Y no solo no había alejamiento de la política, sino lo contrario: unas ganas inmensas de actuar en política para cambiarla con nuevos lenguajes y nuevos instrumentos.
Lo vieron con acierto los creadores de Podemos, que ofrecieron la primera plataforma para encauzar electoralmente esa demanda de nuevas referencias políticas. Visto retrospectivamente, podríamos decir que el ciclo de la desafección está marcado por dos fechas: el 15 de mayo de 2011, con la ya legendaria ocupación de la Puerta del Sol, y el 25 de mayo de 2014, día de aquellas elecciones europeas en las que Podemos se hizo presente como fuerza capaz de atraer millones de votos, pateando el tablero del sistema de partidos. Luego vino Ciudadanos y completó el nuevo escenario (por cierto: C’s es ese curioso partido que le quita los votos al PP y los escaños al PSOE).
Hay cosas que es de justicia histórica reconocer. Manuel Fraga implicó en la Transición a los sectores emocionalmente vinculados al franquismo, y más tarde, José María Aznar dio a la derecha española lo que nunca antes había tenido (tampoco lo había necesitado): un partido político de verdad, capaz de albergar desde la extrema derecha nostálgica del nacionalcatolicismo hasta el centro-derecha liberal más laico y posmoderno, un instrumento eficiente y extremadamente competitivo en lo electoral. Gracias a eso hoy España es una excepción en Europa y no sufrimos la aparición de fuerzas de extrema derecha con discursos abiertamente xenófobos y antieuropeos. En España hay gente de extrema derecha, claro que la hay, pero está dentro de un partido constitucional con vocación de gobierno y ocupado en ganar elecciones. Mucho mejor así.
Por su parte, Podemos ha resultado ser el cauce que ha permitido poner a muchos de aquellos desafectos de 2011 a la noble tarea de ganar votos. Hoy ya no quieren rodear el Congreso, lo que quieren es entrar en él y ocupar cuantos más escaños mejor. Muchas cosas se le pueden criticar a Pablo Iglesias, pero hay que admitir que en este sentido ha prestado un servicio a la democracia.
Lo cierto es que el paradójico producto de la crisis económica y la desafección política es que hoy la sociedad española vive el momento de máxima politización desde el principio de la democracia. Nunca la conversación política fue tan intensa como lo es ahora. Nunca se consumió tanta información política, aunque algunos formatos no sean del gusto de los paladares exquisitos. Cuando se dice que “las redes arden” ante alguna noticia de impacto político es que arden de verdad. El oficio de moda es politólogo, salen de debajo de las piedras. En las tertulias televisivas el cotilleo y el famoseo político ha desplazado el cotilleo y el famoseo de toda la vida: el contoneo de Iceta o de la vicepresidenta da más cuota de pantalla que el de David Bisbal. Y el
show de Rivera, Iglesias y Évole en un bar de Barcelona alcanzó cifras propias de un Madrid-Barça.
Un dato ilustrativo: las encuestas nos dicen que hoy hay en España cinco líderes nacionales con un nivel de conocimiento superior al 90%: Rajoy, Sánchez, Rivera, Iglesias y Garzón. Podríamos añadir a los tres expresidentes —González, Aznar y Zapatero— y probablemente a Artur Mas y a Rubalcaba: en total, una decena de políticos a los que conocen 9 de cada 10 ciudadanos. Algo sin precedentes en la sociología política española. La participación masiva del 27-S en Cataluña no se debió únicamente a la muy especial naturaleza de aquella votación: fue un síntoma y un anticipo —quizá exagerado pero inconfundible— de lo que viene. Por ello todos los analistas coinciden en que en estas elecciones generales habrá una participación muy alta, quizá la más alta desde 1982. Y lo sería más aún si no se hubiera sembrado de obstáculos el voto de los españoles residentes en el exterior, casi dos millones de personas.
De la máxima desafección política a la máxima participación electoral. España, siempre insólita.