Mirta Rosenberg. Sentarse y confiar
La antología de la obra de la poeta argentina muestra su peregrinaje en busca de una identidad y de un discurso
Nacida en un barrio obrero de Rosario, Mirta Rosenberg es hija de padre judío y madre católica, formada en la escuela pública. Entendió desde muy joven que el mundo no era una sola cosa, que la realidad era plural e inconclusa. Ávida lectora —con la primera paga familiar se abrió una cuenta corriente en una librería—, su curiosidad solo confirmará su pulsión poética, su necesidad de emular otros procedimientos que conformaban lo real. Muy a finales de los años 70 empezó su labor como traductora, que ya no abandonó nunca y que irremediablemente embadurna su ejercicio poético: Emily Dickinson, Anne Sexton o Marianne Moore están entre sus traducciones e influencias directas. Todo este trabajo se vio, si no más recompensado, sí más visibilizado con el premio Konex en el año 2004.
Su aventura se centra en la búsqueda de la emoción sobre lo que cuenta: la realidad como campo de batalla
En esta nueva antología —su obra completa ya se reunió hace una década en El árbol de palabras. Obra reunida (1984 - 2006)— concluye de nuevo, como es costumbre, con la traducción de poetas tan heterogéneas como Anna Swir, Sharon Olds o Elizabeth Bishop, sumando así a su labor como poeta y traductora la de divulgadora de la poesía extranjera en Argentina y, por ende, modernizadora y agitadora de los encorsetados roles nacionales. En 1996 se instaló definitivamente en Buenos Aires, aunque desde 1978 recorrió la autopista poética desde Rosario a la capital cuando perteneció al consejo de dirección del mítico Diario de Poesía, dirigido por Daniel Samoilovich. El primer número, con una tirada de 5.000 ejemplares que se agotaron rápidamente, apareció en julio de 1986 con una nota editorial que ya aclaraba el porqué de su nacimiento: “Ha apostado contra la aceptación de las cosas dadas, contra las letanías sobre la falta de lectores de poesía y a favor de un hacer que en su propio entusiasmo modifique las cosas”. Serviría también para explicar la poética de la propia Rosenberg. Además, creó el sello Bajo la luna —que sigue hoy su andadura editorial— donde han aparecido libros de Katherine Mansfield o Diana Bellesi que ayudaron a profundizar en ese proceso renovador y plural en Argentina.
A pesar de todo lo que ofrecía Buenos Aires, Mirta Rosenberg insiste en que solo su etapa en Rosario fue fundamental para su formación como escritora. En Buenos Aires se mezclaba con un grupo de poetas autogestionados, y por esos círculos conoció a autores como Hugo Padeletti, que fue fundamental para su desarrollo como lectora y autora. Gracias a él llegó, por ejemplo, a Simone Weil, que fue decisiva en su percepción del poema como tránsito entre el ser y el no ser. Además el poeta argentino le dio lecciones en cuanto a composición o estética, y así su voz se fue armando, como casi todas, de esa mezcolanza de fuerzas.
“Soy la que teje”
Y en esa búsqueda de la emoción hacia lo que cuenta se centra la aventura de Rosenberg: la realidad como campo de batalla, como constatación de ese discurso desde una vida cotidiana, una cocina, unos gatos, una tortuga, desde los que cuestiona esos modelos de estandarización de lo real. “La pasión más fuerte / de mi vida / ha sido el miedo.” Así, con esa desconfianza a la intemporalidad de otros poetas, arranca este volumen que aborda sus cinco libros de poemas publicados hasta la fecha y que han hecho de ella una de las voces más interesantes, ásperas y vigorosas de la poesía argentina y latinoamericana, y que por fin empieza a tener trascendencia y eco en nuestro país.
Pasajes (1984) fue su primer libro publicado. Poemario acumulativo que publicó con 33 años y apareció con la contundencia que la calma otorga: “Toda / pasión concluida / es emoción aclarada. Correr / la silla al sol para rehacer el ayer / y ver cómo maduran, bellamente, / los duraznos este año.” A ese debut le siguió Madam (1988): “Es el ciego juego de las sombras / en un ultraje de luces satinadas. Soy / ese tábano en el distante cielorraso, / amparado en la oscuridad, urdida, acaso absorta”. En 1994 publicó Teoría sentimental, un libro, ahora sí, de pasajes en el que ya se olvida de las formas y de los jugueteos con el idioma para ir hacia un lirismo de mimbres abstractos, pero que no impiden la claridad y el destino de su mensaje. Con El arte de perder (1998) alcanzó lo que será quizá su trabajo más completo al cobijar todos los elementos de su poesía y, por otro lado, la pérdida de su madre. Es el libro que abrió la brecha de honda construcción que continúa con El paisaje interior (2012), que despliega una autobiografía alejada de lo anecdótico, recorrido vital que no es espacio de seguridades, que arrincona la confesión desde la devoción siguiendo los pasos de su admirada Anne Sexton. Es la búsqueda de cosas que puedan ser dichas: “Últimamente murió mi madre / cuando ya era vieja. / He empezado a pensar en la vejez / como quien vaga en su catacumba privada / donde se aloja su propia momia privada / y ve pasar cada cosa como es”. Por ahí anda más allá del pensamiento, sin acudir, como ella apunta, a los adjetivos. No calificar. No tener miedo, dice. Y así, desde esa mirada valiente y esparcida, “agrandó la o del yo” para implicarnos a nosotros y lanzarnos a la imperfección de su certidumbre: “Si supiera qué decir no escribiría”.
Mirta Rosenberg
Edición de Olvido García Valdés
Pre-Textos, Valencia, 2016,
288 págs.