Tras la promulgación de la
Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, que entró en vigor el pasado 1 de julio, proliferaron las voces que buscaban su parentesco con la
Ley de Orden Público franquista de 1959. Tengo para mí que sus precedentes, como el de otras políticas del Gobierno de Rajoy, se remontan mucho más atrás, al viejo Partido Moderado que lideró hace siglo y medio Ramón María de Narváez. Híbrido entre el absolutismo monárquico del Antiguo Régimen y el nuevo liberalismo que se extendía por Europa al comenzar el siglo XIX, el Partido Moderado gobernó en España casi ininterrumpidamente entre 1843 y 1868, y en sus últimos años en el poder emprendió una deriva autoritaria y ultramontana que costó el trono a la reina Isabel II, su apoyo más ferviente.
Por supuesto, los populares de hoy no son idénticos a los moderados de antaño. Tampoco nuestro país es el mismo; ni nuestro Estado de bienestar, incluso en fase de deconstrucción, es comparable al Estado embrionario de entonces. Pero igual que por las venas de Machado corría sangre jacobina, por las arterias populares bulle sangre moderada, y en ocasiones la genética hace una cabriola: florecen en el Partido Popular rasgos de Narváez o de otros moderados como Jaime Balmes, Donoso Cortés o el poeta Ramón de Campoamor.
No me refiero a rasgos físicos, por supuesto. Lo que aflora en el gobierno del PP es más sutil: cierto aire de familia, una versión algo ligera, desleída, de aquel viejo ideario. Por ejemplo, la Constitución moderada de 1845 dispuso que “la religión de la nación española” fuera “la católica, apostólica, romana”: los otros cultos se proscribieron. Y aún pervive algún resto de aquella
Algunas políticas del Gobierno de Rajoy se remontan al Partido Moderado de Ramón María de Narváez
pasión por ligar al Estado con la Iglesia e imponer a todos una fe y una moral común en el proyecto de ley del aborto del defenestrado Alberto Ruiz Gallardón, en la omnipresencia de prelados en actos oficiales, en la inclusión de la religión en la nota media de los estudios, en la percepción de la educación ciudadana como enemiga de la moral católica, en la concesión de la Medalla al Mérito Policial a la Virgen María Santísima del Amor o en la escena de la ministra de Empleo encomendándose a la Virgen del Rocío para reducir el paro. Es la herencia genética nacional-católica, muy anterior al franquismo, que retorna al presente por las vías más insospechadas.
La ley de seguridad ciudadana aparece trufada de genes moderados. De entrada, es una ley reaccionaria —no en sentido despectivo, sino meramente descriptivo—. Las políticas de orden público del Partido Moderado reaccionaban contra “los ímpetus” de la revolución liberal, “osada en sus fines y violenta en sus medios” —diría en 1840 el moderado Jaime Balmes—, y la ley mordaza encarna la reacción contra los modos de protesta política practicados a partir de la primavera de las plazas. La ocupación de la calle por ciudadanos reunidos en asamblea, paralizando desahucios o anegando el espacio urbano en mareas blancas, verdes y naranjas, causó honda desazón en las filas populares. Los moderados hubieran llamado a esto “la soberanía de las turbas”, expresión que utilizó
El Heraldo en 1842 y que el Partido Popular quizás podría hacer suya.
La ley mordaza es su reacción contra ese estado de cosas. Su predecesora de 1992 atribuía la mayoría de las infracciones tipificadas como graves o muy graves a la delincuencia común. La nueva norma, sin embargo, identifica las peores infracciones con acciones políticas, en una interpretación restrictiva del derecho de reunión —y algún otro más— que abarca el repertorio de actos practicados tras el 15-M por los movimientos ciudadanos: desde las sentadas en plazas públicas hasta el boicoteo a los desahucios, pasando por escraches o
happenings en sedes bancarias o edificios institucionales.
Al tiempo, reduce las garantías de quien quiera ejercer sus derechos ciudadanos en la calle al impedir la constatación fotográfica de cualquier abuso por parte de las fuerzas del orden. Ya hemos visto cómo, en una de sus primeras aplicaciones, la ley mordaza ha recaído sobre una ciudadana que fotografió un coche de la Policía Municipal mal aparcado. Y, desde luego, será difícil ver más imágenes de agentes ensañándose indiscriminadamente con manifestantes y viajeros en las estaciones del tren, como ocurrió en septiembre de 2012.
La ley sanciona estas acciones con fuertes multas que oscilan entre 30.000 y 600.000 euros para las infracciones muy graves, hasta 30.000 para las graves, y de 100 a 600 para las leves. De este modo, vincula el ejercicio de los derechos civiles al nivel de renta de quienes los practiquen, pues aunque la pena es igual para todos los ciudadanos, algunos podrán permitirse un castigo así y otros, no. No quiere esto decir, por supuesto, que la Asociación Nacional de Rentistas o el Sindicato de Brokers e Inversores en sicav vayan a tomar las calles. De hecho, significa todo lo contrario: que muchos, por no decir la mayoría, de quienes hasta ahora practicaban estas acciones de protesta dejarán de hacerlo porque no tendrán recursos para responder a las multas. Y es en este punto donde la ley mordaza entronca con otras políticas restrictivas del Partido Popular, en las que, a su vez, aflora la herencia del Partido Moderado.
La ley mordaza restringe derechos civiles e identifica las peores infracciones con acciones políticas
Los viejos moderados eran partidarios del sufragio censitario y de permitir el voto a quienes tuvieran cierto nivel de ingresos, convencidos de que la riqueza era signo de inteligencia. Sus descendientes del Partido Popular no osarán tanto, pero están construyendo un modelo de sociedad que embrida cada vez más el ejercicio de los derechos a la renta de cada cual. Una sociedad en la que solo disfruten de una calidad mínima en los derechos a la educación o a la protección de la salud, reconocidos en la Constitución, quienes dispongan de recursos para ello. En la que solo accedan a la formación universitaria quienes puedan pagarla. En la que solo atienda con dignidad a las personas en situación de dependencia que puedan costeárselo. En la que solo se defiendan en los tribunales quienes puedan satisfacer las altas tasas judiciales. Y en la que solo protesten contra todo ello quienes puedan saldar las multas que impone la ley mordaza.
Discutían hace poco dos amigos sobre si en España era necesario acabar antes con la creciente desigualdad o con la pobreza rampante. A los militantes del viejo Partido Moderado les habría dado igual porque pensaban que ambas eran justas y necesarias: formaban parte del orden natural que regía la sociedad. “La miseria es un signo probable de ineptitud”, afirmó mediado el siglo XIX el poeta Ramón de Campoamor, que además de componer versos cursis soltaba de vez en cuando alguna barbaridad como esta. No creo que los populares se atrevieran a decir algo así, a mostrar abiertamente tanto desprecio, pero tampoco parece que se preocupen por el avance de la desigualdad social en nuestro país. Y respecto a la pobreza, aún resuenan las palabras del expresidente de la Comunidad de Madrid afirmando que en su territorio no había niños con problemas de desnutrición, sino sobrealimentados. Ecos del poeta Campoamor llegan hasta nuestros días en actos reflejos como aquel “que se jodan” que la diputada del PP Adriana Fabra dedicó a los parados.
El Partido Popular no restablecerá el sufragio censitario, pero va logrando poco a poco que sea censitario —“limitado a las personas incluidas en un censo restringido”, define la Real Academia— el resto de los derechos o el acceso a los mismos en condiciones de calidad. Está construyendo una democracia censitaria. Es el espíritu de Narváez, que cabalga de nuevo.