La elaboración de las listas con las que los principales partidos concurrirán a las elecciones del próximo 20 de diciembre ha venido a confirmar una inquietante tendencia de los últimos años dentro y fuera de España: la propaganda es más determinante que la formación o la capacidad como criterio de selección de quienes serán los representantes de los ciudadanos. Los fichajes estrella a los que han recurrido los partidos emergentes tanto como los más consolidados responden a un procedimiento característico de las políticas de imagen, que consiste en diseñar el perfil del candidato que se necesita en cada circunscripción para, a continuación, buscar al personaje público que mejor se ajusta. Subrayar la frívola elementalidad de este procedimiento no da cuenta del más devastador de los riesgos que provoca, que es limitar las alternativas políticas presentadas a los ciudadanos a las que previamente han establecido las leyes de la mercadotecnia.
Son esas leyes las que pueden catapultar a una rutilante carrera política a un cómico lo mismo que a un multimillonario extravagante, a un tertuliano pontifical lo mismo que a un empresario célebre por sus desfalcos. La apuesta de los partidos por personajes de renombre para engrosar sus listas no es ajena a esas leyes, por más que el prestigio de los seleccionados sea otro. Y la incógnita que se suscita es dilucidar qué gana y qué pierde el sistema democrático al adoptar los partidos un procedimiento que hasta ahora solo ha servido para que irrumpan en el espacio político la demagogia y el populismo. La afirmación de que gana la experiencia que profesionales de cualquier ámbito puedan aportar al Parlamento se ve de inmediato contradicha por el hecho de que, en la mayor parte de los casos, el paso de esos profesionales por la política suele ser efímero, bien porque su permanencia está vinculada a la obtención de puestos de relevancia, bien porque los aparatos se encargan de pasarles factura por su repentino protagonismo.
Además de poner en entredicho la democracia interna que debe regir el funcionamiento de los partidos, puesto que son las direcciones las que deciden la composición y el orden de las listas, los fichajes estrella no son sino otra forma de desacreditar la carrera política. Condenar a los aparatos a ser solo eso, aparatos, es condenar además a los partidos a ser simples agencias de propaganda. Por lo que respecta a las personas, sin duda. Pero, finalmente, también a los programas.