La verdadera primavera de Túnez
La apuesta del partido tunecino Ennahda por separar la actividad política de la predicación religiosa inicia la metamorfosis hacia lo que podría ser un nuevo islam democrático en el mundo árabe
Hostigados y encarcelados por el régimen laico y prooccidental de Habib Bourguiba, a finales de la década de los 80 ambos emprendieron caminos divergentes, aunque sin renunciar a su activismo político. Ghannouchi, condenado a cadena perpetua, aprovechó la asonada liderada por Zine el Abedin Ben Ali (1987) para huir a Reino Unido, donde se asentaría como refugiado político tras un pequeño periplo por Sudán y Argelia. Mouro, hijo de una familia musulmana expulsada de la España medieval, optó por permanecer en el país para ejercer la abogacía, defender a los presos islamistas y combatir la violencia que predicaban algunos de sus compañeros, pese a la feroz represión emprendida por el dictador tras el cruento atentado de Bab Souika (1991).
Un cambio irreversible
Casi un cuarto de siglo después, el filósofo cosmopolita y el letrado apegado a la tierra que acogió a sus antepasados han entrelazado sus caminos una vez más para intentar trocar de nuevo la historia del islam. En el futuro, el primero quizá sea recordado como un loco, o como el visionario que puso en práctica la crucial y tan esperada reforma del pensamiento islámico contemporáneo. El segundo perdurará como “la sustancia gris” que cimentó esa verdadera “primavera musulmana”.
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“Es una evolución, no una ruptura”, precisa Ghannouchi antes de explicar el porqué de un giro orbital que no solo rompe con ocho siglos de inmovilismo, sino que pretende enterrar también el llamado “islam político”, la teoría que ha dominado y modelado las sociedades árabe-islámicas durante los últimos 100 años, y sustituirlo por lo que denomina como “islam democrático”.
Sentado en un moderno sofá en el salón de su casa, el líder de Ennahda explica que la apuesta por separar la actividad política de la predicación religiosa es un paso meditado e irreversible, fruto del proceso de transformación que la sociedad tunecina ha vivido desde que hace un lustro eclosionaran las revueltas en Oriente Medio y el norte de África. “Lo que hacemos es transformarnos en un partido político puro. Distinguiremos entre política y religión. Esto nos permitirá diferenciar entre aquello que es sagrado (en el islam) y lo que se puede interpretar de forma independiente. Las cuestiones políticas no son sagradas, inmutables, sino humanas. Y por eso mismo están sujetas a libre interpretación. Creemos que más del 90% de los textos islámicos se pueden interpretar”, subrayaba en una entrevista concedida a la Agencia Efe escasas horas antes de que el pasado 22 de mayo arrancara el congreso en el que se aprobó esta histórica mutación. “Muchos musulmanes confunden estos dos tipos de textos, y creen que todos son sagrados e intocables, poseedores de un solo significado. Pero los textos islámicos referidos a cuestiones políticas están abiertos a la interpretación, y ese es el terreno en el que nosotros ahora vamos a actuar”, recalca.
Hasta la fecha, la tesis de que El Corán y otros textos sagrados musulmanes debían ser leídos e interpretados con la distancia que imponen los diferentes contextos históricos era propiedad de un grupo minoritario —y casi siempre estigmatizado— de eruditos islámicos como el egipcio Nasr Hamid Abu Zayd (1943-2010), quien cobró renombre mundial en la pasada década de los 90 cuando un tribunal de su país le obligó a divorciarse de su esposa al considerar que sus “desviadas ideas” le colocaban entre los apóstatas. El pensamiento de Abu Zayd, partidario de adaptar las enseñanzas del libro sagrado a las condiciones socioeconómicas actuales, dinamitaba el entramado levantado en la primera mitad del siglo XX por su compatriota Hasan al Banna, padre del “islam político” y fundador de los influyentes Hermanos Musulmanes.
Las raíces del yihadismo
Asido a las teorías del filósofo persa Al Ghazali —que en el siglo XII cerró las puertas al razonamiento independiente en la exégesis musulmana—, Al Banna llegó a la conclusión de que el verdadero islam, aquel que disfrutaron Mahoma y los cuatro primeros califas, había sido pervertido por las vicisitudes de la historia y la negligencia corrupta de los dirigentes musulmanes posteriores. En este contexto, el intelectual egipcio aseguraba que era deber de todo buen creyente recuperar el espíritu y la espiritualidad originarias de la umma, la idílica comunidad de creyentes establecida por el profeta en las arenas de Arabia. En su opinión, ser un musulmán devoto y consecuente exigía esforzarse por islamizar la vida, las instituciones y las estructuras sociales y económicas en su conjunto. Concentrarse en promover la virtud y evitar lo prohibido. En definitiva, recuperar y respetar la legalidad islámica —a través de la imposición de la sharía como fuente de ley y El Corán como texto constitucional—, e introducir reformas que acabaran con la contaminación moral extranjera y garantizaran la justicia social.
La doctrina de Al Banna fue ampliada escasos años después por su colega Sayyed al Qutb, a quien se considera el inspirador de los movimientos extremistas islámicos violentos. Nacido en Egipto a principios del siglo XX, Al Qutb vivió un proceso vital de inmersión radical similar al que ahora empuja a muchos jóvenes musulmanes hacia la quimera del yihadismo. Educado en el conservadurismo religioso —a la edad de 10 años había memorizado El Corán—, en su juventud se alistó al partido laico Wafd para luchar contra la “corrupta monarquía” egipcia y desarrolló una amplia actividad intelectual bajo el influjo de escritores poco sospechosos de religiosidad como Taha Husein. Insatisfecho con el clima político y la atmósfera social que le envolvía, a finales de la década de los 40 aceptó un encargo del Ministerio de Educación y viajó a Estados Unidos, donde completó la crisis de fe que le devolvió a los principios de su infancia y le introdujo en la senda del activismo político-religioso extremo. En Colorado concluyó su primera gran obra —La justicia social en el islam— antes de regresar en 1951 a El Cairo convencido de la superioridad moral de la religión mahometana sobre el resto del mundo.
Encarcelado por su actividad cultural y política en el seno de la Hermandad, Al Qutb llevó un estadio más allá la teoría revisionista de Al Banna. Influido por las enseñanzas del clérigo indio Abul Ala al Maududi —el otro gran padre del islam político—, recuperó la dicotomía clásica coránica que divide el mundo en dos espacios antagónicos: la casa del islam y la casa de la guerra o de la ignorancia. Dado que los dirigentes musulmanes, impelidos por la codicia y las ideas contaminadas de Occidente, se habían colocado en el campo equivocado, era deber de los musulmanes combatirlos con la yihad igual que los primeros musulmanes lucharon contra los politeístas. Así, en su siguiente obra, A la sombra de El Corán, sentencia que el libro sagrado supone “la guía única para dirigir la acción política y social”. En su opinión, el buen musulmán no es el que cumple la ley divina, si no el que se esfuerza por imponer el orden moral islámico en el gobierno, en la economía, en las costumbres.
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Un esfuerzo o “yihad” que no es una obligación del creyente, argumenta, sino la consecuencia inevitable impuesta por la existencia de esos gobiernos musulmanes corruptos destinados a desaparecer. Solo el islam es capaz de abatir sus políticas desviadas, solo el islam es capaz de hacer frente al materialismo generado desde Occidente ofreciendo al mundo sus principios, su fe, su espiritualidad y su sistema superior de justicia social. En este contexto, únicamente el islam es capaz, teoriza, de superar “ideas traicioneras” como la democracia y el desequilibrio que produce la separación radical entre Iglesia y Estado, que para Al Qutb eran la raíz de todos los males que acongojaban al mundo.
Aunque para entender movimientos yihadistas actuales como Estado Islámico es necesario explorar y añadir la imbricación entre las teorías del radical egipcio y el influjo del wahabismo saudí, esta visión ha estado siempre presente en el andamiaje de todos los grupos islamistas, ya sean considerados extremistas o moderados.
Lobos o corderos
“Hay que diferenciar entre lo que es una institución política y una religiosa”, reitera Ghannouchi. “Por ejemplo, las mezquitas no deben ser el campo de batalla para la confrontación entre partidos políticos. Deben servir para unir a la comunidad musulmana, no para dividirla. Debemos evitar todo tipo de propaganda política en las mezquitas”, recalca. Esto no significa, advierte Ghannouchi, que el movimiento renuncie a la predicación y el proselitismo. Simplemente lo hará desde instituciones diferentes, sin vínculo estructural con el nuevo partido. “No habrá un diputado que al mismo tiempo sea imam”, como ha ocurrido en el pasado, destaca.
Coherente en teoría, muchos recelan y se preguntan si estamos realmente ante un cambio profundo o si se trata de un malabar “técnico” más, de otro ardid táctico salido de la chistera de Ennahda para sobrevivir y alcanzar el poder como lobos retrógrados agazapados bajo pieles de cordero. En el citado congreso refundacional, varios guiños en la escenografía dejaron entrever que el brazo político pretende, sin esconderse, barnizar la tradicional narrativa religiosa con un novedoso esmalte nacionalista-patriota que ayude a ampliar su base social y le permita atraer a los miles de tunecinos laicos que han quedado ideológicamente noqueados tras un alzamiento ilusionador y una transición en muchos casos decepcionante. Con las elecciones presidenciales de 2019 en el horizonte y devenido ya en el principal partido político del país tras la fractura en la plataforma laica Nidaa Tunis, un eventual éxito de esta metamorfosis convertiría a Ennahda en la formación dominadora de Túnez durante al menos la próxima década.
“A nosotros lo que nos interesa no es el islam político, ahora lo que nos interesa es Túnez. Estamos aquí para que Túnez se salve, para que no haya sangre en las calles ni la gente se mate entre ella. Hemos abandonado el poder para tranquilizar a nuestros adversarios y ahora hay que salvar al país antes que nada”, replica Mouro en el salón de su casa, una suerte de anticuario saturado de miles de objetos. “No es el islam lo que está cuestionándose, tampoco el islam político es el problema de Túnez. El problema ha sido, ante todo, la seguridad y la crisis económica durante un cierto proceso de restauración del país. Y nosotros tenemos que ayudar a poner en marcha las instituciones que conducirán a los cambios”, señala sobre esta mutación de Ennahda, que condujo sin éxito la transición tunecina durante los controvertidos años del gobierno tripartito (2012-2014), en los que se le acusó de coquetear con el radicalismo y facilitar con ello el ascenso del yihadismo que ahora amenaza el país.
Quienes defienden que más alla de cualquier tipo de tacticismo somos testigos de un viraje profundo que trocará no solo el rostro de Túnez sino también el del resto de las sociedades musulmanas, como hizo la Revolución del Jazmín (2011), recuerdan que Ennahda ya dio un primer paso al aceptar la nueva Constitución tunecina de 2014, que declaraba el Estado laico y no mencionaba la sharía como fuente esencial de ley, algo excepcional en los países islámicos. Asimismo, remarcan que representa una evolución propia, genuinamente tunecina y fruto del momento histórico que atraviesa el país, y animan al resto de movimientos islamistas a que emprendan procesos similares de diálogo con las fuerzas laicas para convertir en tendencia irreversible este “islam democrático”, como en su día se propagó el rigorismo retrógrado de Al Qutb. De momento, esta metamorfosis tunecina parece haber pasado tan desapercibida para Occidente como en la pasada década de los 60 lo hizo el ajusticiamiento de Al Qutb y sus consecuencias, que aún hoy padecemos.