La fe en la Europa arrasada por la II Guerra Mundial enfrentaba problemas propios y singulares. Por un lado, el pensamiento ilustrado llevaba tiempo carcomiendo desde dentro los principales dogmas católicos. El ateísmo se extendía impulsado por el modernismo y los avances científicos. En los países comunistas se privaba a los ciudadanos del derecho a la libertad religiosa. El espíritu burgués parecía haber llegado a su fin, al menos en una parte del continente.
Además estaba la cuestión central del Holocausto. “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, había dicho el filósofo de la Escuela de Fráncfort Theodor W. Adorno. Algunos teólogos, como el mártir del nazismo Dietrich Bonhoeffer, empezaron a reflexionar sobre el significado de la muerte de Dios. Una enfermera holandesa, Etty Hillesum, anotó en su diario del campo de Westerbork que si Dios no actuaba para salvar a los judíos era porque tal vez no tenía poder para hacerlo.
A nivel político, esa Europa en ruinas se apresuró a olvidar el pasado. En
Postguerra (Taurus, 2006), el historiador Tony Judt explica de qué modo un nuevo pacto entre las distintas clases sociales ayudó a construir una sociedad mejor: el Estado del bienestar. Pero la Iglesia de Pío XII se sentía incómoda ante muchos de estos cambios culturales. La respuesta del siguiente papa, Juan XXIII, fue convocar un concilio que llamaba al
aggiornamento (la puesta al día) del catolicismo. El latido del mundo y el de la Iglesia tenían que marchar de nuevo al unísono. Tras el desastre de la guerra, el final de los 50 y la década de los 60 fueron años de optimismo y profundas transformaciones.
Pero el Tercer Mundo no coincidía con el debate europeo, sino que hacía hincapié en algo mucho más concreto e inmediato: la miseria y el hambre. En los años 50 algunos académicos e intelectuales latinoamericanos, entre los que se encontraban Eduardo Galeano y el pedagogo brasileño Paulo Freire, empezaron a desarrollar la llamada teoría de la dependencia, en la que se acusaba a los países del norte de establecer una relación de dominio estructural sobre el Cono Sur. La influencia de esta teoría fue enorme en la región, hasta el punto de convertirse en el marco referencial de la reflexión política, filosófica y teológica de la época.
Incluso el papa Pablo VI, en su encíclica “Populorum Progressio” de 1967, ahondaría en la doctrina social de la Iglesia para acercarla más a los intereses y necesidades de los pueblos del Tercer Mundo. Al año siguiente, un joven teólogo formado en Lovaina, Gustavo Gutiérrez, pronunció una charla en el puerto pesquero de Chimbote (Perú) en la que se esbozaron los primeros trazos de la teología de la liberación. Meses más tarde se reuniría la II Conferencia del Episcopado en Medellín, donde Gutiérrez participó como consultor. Fue un acontecimiento clave. En consonancia con el espíritu del concilio, de allí surgió una iglesia latinoamericana deseosa de ser “signo e instrumento” de salvación en el mundo, una iglesia que quería ser “experta en humanidad” —como había preconizado Pablo VI ante la ONU— dispuesta a pensar y a actuar desde las categorías centrales de los pobres.
La pregunta por la miseria suponía plantear la cuestión del silencio de Dios. “¿Cómo hablar de Dios como Padre en un mundo inhumano?”, se interrogaba Gutiérrez. ¿Cómo predicar a los desheredados un evangelio de amor cuando Dios permanece callado ante los crímenes? ¿Y acaso ese silencio no suponía también una grave acusación en contra de la Iglesia? Influidos por los teóricos de la dependencia y utilizando las nuevas herramientas analíticas de las ciencias sociales, donde las categorías marxistas desempeñaban un papel preponderante, un buen número de teólogos latinoamericanos se apresuró a seguir la línea abierta en Medellín. Entre ellos destacaban el propio Gutiérrez, Hugo Assmann, Juan Luis Segundo, los hermanos Boff o el protestante Rubem Alves. Y su respuesta —hay que decir que con desarrollos posteriores dispares— se articuló sobre una doble ruptura. Por un lado, con el pensamiento tradicional europeo que soslayaba la realidad del Tercer Mundo y, por otro, con la dominación ideológica y económica que ejercían las “potencias capitalistas” sobre la región.
Choque con Juan Pablo II
Muy pronto esta “opción preferente por los pobres” daría sus mártires, como monseñor Romero en El Salvador. Algunos sacerdotes y religiosos escogieron la lucha guerrillera, aunque no fue un hecho generalizado. Tampoco debemos olvidar el contexto de la época, definida por la guerra fría, la Revolución cubana y la radicalización de la izquierda. Y en esa coyuntura la teología de la liberación se presentó a sí misma encarnada en la realidad concreta de los países latinoamericanos, atenta al “sufrimiento, la lucha y la esperanza de los pobres” —en palabras de Phillip Berryman, autor de una obra referencial sobre el tema— y dispuesta a realizar “una crítica de la sociedad y de las ideologías que la sustentan, además de una crítica de la actividad de la Iglesia y de los cristianos desde el punto de vista de los pobres.”
Ya a mediados de los años 70 el Vaticano empezó a sentirse incómodo con la deriva eclesial que se vivía en Latinoamérica. Pero el choque frontal no llegaría hasta el pontificado de Juan Pablo II. Se ha escrito mucho acerca de una posible alianza entre Karol Wojtyla y Ronald Reagan, pero hoy sabemos que ese acuerdo, si existió, fue más matizado de lo que una interpretación apresurada podría dar a entender. Tras rastrear los archivos recientemente abiertos de la administración Reagan, la profesora
Marie Gayte ha argumentado, en un largo ensayo publicado en
The Catholic Historical Review, que la relación entre ambos estados distó de ser perfecta y que, en todo caso, la Santa Sede siguió su propia agenda, sin doblegarse a los dictados de la diplomacia estadounidense.
Sí que se dio, en cambio, una evidente convergencia de intereses, sobre todo en lo que concernía a la lucha contra el comunismo. En este punto no debemos olvidar la biografía del papa polaco y su experiencia del mal totalitario. Preguntado al respecto, Joseba Louzao, profesor del
Centro Universitario Cardenal Cisneros y especialista en la historia contemporánea del catolicismo, puntualiza: “Juan Pablo II leía la realidad desde el prisma de su cosmovisión polaca, en la que el concepto de resistencia nacional y fe se confundían. Eso sin desdeñar la experiencia del 68 en las facultades alemanas, que para Joseph Ratzinger fue especialmente dolorosa”. Esa doble vivencia —en un caso y en otro— quizá explique la dureza con que el Vaticano reaccionó ante los experimentos de la teología de la liberación: todo lo que oliera a marxismo en la Iglesia debía ser cercenado.
En un conocido documento emitido en 1984, la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo ver el riesgo de alimentar una religiosidad basada en una redención exclusivamente social. Si la lucha de clases constituye el motor de la historia, subrayaba el cardenal Ratzinger, entonces la violencia es el motor de la humanidad. Inmediatamente algunos teólogos latinoamericanos fueron silenciados y a otros se les exigió que aclararan ciertos puntos discutibles a los ojos de Roma. La batalla fue cruenta pero, analizada a posteriori, queda patente que hubo matices significativos. En una entrevista para
The National Catholic Reporter en 2012, el jesuita alemán Martin Maier, que vivió en El Salvador el asesinato de sus compañeros de la UCA, explicó que la posición de Juan Pablo II se fue modulando a medida que comprendía las dinámicas universales de la Iglesia. “En 1986 la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una segunda instrucción que suavizaba la anterior de 1984. Entiendo que Juan Pablo II impulsó este nuevo documento y envió una carta a los obispos brasileños en la que aceptaba que, bajo ciertas condiciones, la teología de la liberación no resultaba solo necesaria, sino valiosa”, señaló Maier.
En 1996, Ratzinger y Gutiérrez se encontraron en Alemania y se estableció un diálogo franco entre ambos. En ese intervalo de 10 años había sucedido algo impredecible a principios de los 80: la caída del Muro de Berlín y de la utopía del socialismo real. El contexto de la época volvía a cambiar y el marxismo dejaba de ser un peligro.
Diálogo con el mundo ateo
La llegada de Benedicto XVI supuso una puesta al día del legado wojtyliano. Quizá la clave para el análisis de su breve pontificado sea un concepto acuñado por John L. Allen: ortodoxia positiva o en afirmativo. Benedicto propuso abrir un diálogo con el mundo ateo y agnóstico a través del llamado atrio de los gentiles, al tiempo que buscó subrayar los aspectos más atractivos de la fe cristiana.
En estos años la doctrina social de la Iglesia endureció su crítica al capitalismo sin escrúpulos y empezó a anunciar una teología del medio ambiente. Benedicto XVI fue, sin duda, un pontífice preocupado por Europa y sus problemas. En su primera encíclica enfocó la sexualidad como una forma de amor. En Auschwitz habló del silencio de Dios. En el Santuario de Aparecida, ante la conferencia de obispos latinoamericanos convertida en una reflexión renovada de lo iniciado en Medellín, señaló que la opción por los pobres se encuentra en el corazón mismo de la fe cristiana. El papel del cardenal Bergoglio en la redacción del documento final fue crucial. Empezaba a darse cierta convergencia entre ambas orillas.
“No deja de ser paradójico que quien ha normalizado la relación de Roma con la teología de la liberación sea el cardenal Müller, el sustituto de Ratzinger al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el más ratzingeriano entre los teólogos alemanes”, comenta Joseba Louzao. Müller, el poderoso cardenal que dirige las obras completas de Benedicto XVI, no solo es un profundo conocedor de la teología de la liberación, sino un hombre muy cercano a Gutiérrez, con quien ha escrito
Del lado de los pobres (San Pablo, 2013).
“La teología de Gutiérrez es ortodoxa”, declaró Müller en Lima. Esto indica cómo se han ido asumiendo algunas claves de aquellos sacerdotes latinoamericanos. Conceptos como estructuras de pecado —para referirse a los marcos sociales que conducen a la explotación y la violencia— o comunidades de base, los cuales existían anteriormente, pero adquirieron un perfil distinto tras esta experiencia, ya forman parte del acervo de muchos creyentes, como también la opción preferencial por los pobres.
La teología del pueblo
Finalmente, con la llegada de Francisco a la sede de Pedro se impuso una sensibilidad menos europea y más imbricada en la realidad del Cono Sur. Se ha dicho que Bergoglio simpatiza con postulados revolucionarios, y es cierto que algunos de sus discursos —como el de Bolivia durante el II Encuentro Mundial de Movimientos Populares— pueden leerse desde esa clave. Pero también se ha afirmado lo contrario, apelando a sus años como provincial de los jesuitas en Argentina.
Al igual que con cualquier otro papa, no existen respuestas unívocas. Y tal vez la solución a este enigma se halle en un concepto, el santo pueblo fiel de Dios, desarrollado por la teología del pueblo, otra rama de la teología latinoamericana que asocia a tres autores: Lucio Gera, Rafael Tello y el jesuita Juan Carlos Scannone. Esta teología defiende que el pueblo cuenta con una realidad cultural y simbólica propias, y que actúa con voz profética a lo largo del tiempo.
Admirador de Scannone, Bergoglio escucha la voz de los humildes. Según su biógrafo, Austen Ivereigh, es esta concepción de pueblo, de raíz romántica, la que le proporciona una hermenéutica de la reforma y de la unidad de la Iglesia más allá de las ideologías. Dejar que el pueblo actúe con responsabilidad y sin miedo y convertir a la Iglesia en testimonio del amor cristiano constituiría la respuesta de Francisco al silencio de Dios.
Entrados ya en la segunda década del siglo XXI, la teología de la liberación espera su normalización. “Era inevitable que el entusiasmo se apagase. Sus promesas fueron quizá exageradas. Tal vez no progresó lo suficiente al estar demasiado apegada al contexto teórico de los años 60 y 70. Pero creo que todavía tiene mucho que ofrecer como respuesta a los nuevos desafíos de la globalización”, observa Maier.
Esta labor de ajuste a una realidad nueva, cambiante y poliédrica le corresponderá a una hornada de jóvenes teólogos dispuestos a profundizar en el camino abierto por sus precursores. Una realidad, la de Latinoamérica, donde el principal oponente ya no es Roma, sino el irresistible empuje misionero de las iglesias pentecostales y evangelistas, que predican una fe anclada en la prosperidad material y económica. Si el actual ritmo de conversiones se mantiene, resulta probable que en unas décadas América Latina deje de ser católica. Algo de lo que es perfectamente consciente el papa Francisco.