La obesidad de las finanzas
La actividad financiera es demasiado importante para dejarla exclusivamente en manos de agentes económicos privados
Después de siglos de evolución, con épocas de laissez faire como la Belle Époque de finales del siglo XIX y de mayor regulación como el periodo dorado de Bretton Woods de mediados del siglo XX, la teoría económica moderna ha establecido que la eficiente distribución de capital —que los ahorros de unos se conviertan en inversiones de otros— se debe realizar a través de agentes económicos privados. La doctrina dominante, sobre todo después del colapso de la Unión Soviética en 1989, ha sido lo que se conoce como la hipótesis del mercado eficiente. Como decía Adam Smith, si se deja a las fuerzas del mercado que operen libremente, habrá una mano invisible que se encargue de generar un equilibrio positivo.
Crecimiento tridimensional
Sobre la base de esta ortodoxia, a partir de los años 70 del siglo pasado los reguladores públicos dejaron que los mercados financieros se expandiesen. La lógica era clara. El mercado es eficiente, así que el mercado debe determinar las dimensiones y la intensidad de la actividad financiera. Es en este momento cuando trabajar en un banco deja de ser aburrido. La clásica regla del 3-6-3, según la cual el banquero ofrece intereses sobre los depósitos al 3%, préstamos al 6% y se va a jugar al golf a las 3 de la tarde, desaparece. Con la llegada del ordenador e internet, el sector financiero crece en tres dimensiones. El suministro de crédito, la gestión de activos y la actividad intrafinanciera de arbitraje y creación de mercado transnacional.
En España, la deuda privada (hogares y empresas) pasó del 80% del PIB en 1980 al 230% en el año 2007
Los datos así lo demuestran. En EE.UU. la industria financiera pasa de representar en 1970 un 4% del PIB a un 8% en 2000. En Reino Unido las finanzas crecen el doble que la economía real de 1970 a 2008, año de la crisis financiera global. El factor clave en este crecimiento es la deuda. En 1945 la deuda privada (hogares y empresas) de EE.UU. representaba el 50% del PIB, en 2007 había llegado al 160%. En Reino Unido en 1964 la deuda de los hogares era solo el 15% del PIB, en 2007 había llegado al 95%. En España la evolución ha sido más dramática. La deuda privada pasó del 80% del PIB en 1980 al 230% en 2007.
Lógicamente, si hay un aumento espectacular de la deuda, también lo hay de los activos. En EE.UU. los activos de renta fija pasaron del 137% del PIB en 1970 al 265% en 2012. La gestión de estos activos ha sido un negocio lucrativo.
Aun así, las mayores ganancias en el sector financiero no están relacionadas con las actividades de la economía real. Los beneficios se hacen sobre todo en la creación de mercado (lo que para unos es generar liquidez y para otros mera especulación) con otros operadores financieros, como fondos monetarios, inversores institucionales y fondos de alto riesgo. El valor del mercado de futuros del petróleo ha pasado de representar en 1984 el 10% de la producción y el consumo del mismo a valer 10 veces más hoy. El mercado de divisas, que mueve más de 5 billones de dólares al día, tiene un valor anual 73 veces mayor que el comercio mundial de bienes y servicios. Más del 90% del tráfico es especulación intrafinanciera. En 2015 el mercado de los derivados movió 550 billones de dólares, mientras que el PIB mundial fue de 78 billones. Estamos hablando de un volumen siete veces mayor.
Estos números llevan a preguntarse: ¿no será que el sistema financiero es demasiado grande? Al igual que pasa con la alimentación, si se come en exceso, y sobre todo se consume comida demasiado grasa, el volumen se convierte pronto en un problema de obesidad. Quizás en las finanzas pase lo mismo. Son necesarias, pero las hemos desarrollado tanto que se están convirtiendo en un peligro público. Hasta no hace mucho esta era la opinión de las voces críticas que solían calificar este fenómeno como de financiarización de la economía, pero desde la crisis global, los análisis críticos también se están abriendo paso en círculos más ortodoxos. Between Debt and the Devil (Entre la deuda y el diablo), el último libro del que fuera presidente de la Autoridad para la Estabilidad Financiera de Reino Unido, Adair Turner (Princeton University Press, 2015), es en este sentido una lectura altamente recomendable.
La dieta del ladrillo
Turner está convencido de que gran parte de la actividad financiera contemporánea no tiene ningún tipo de uso social. En concreto denuncia varios aspectos. En primer lugar, la complejidad. Si la Reserva Federal declara que se necesita un póster de más de un metro cuadrado para ilustrar las interconexiones del sistema financiero (porque cualquier hoja más pequeña hace la letra ilegible), entonces hay un problema. Tener más liquidez no es necesariamente positivo, sobre todo si está generada por máquinas. El segundo problema es la cantidad de crédito que estamos necesitando para crecer. En las décadas anteriores a la crisis, necesitábamos un aumento anual del crédito de un 10-15% para lograr un crecimiento del PIB nominal (crecimiento real más inflación) del 5%. Esto es insostenible y nos asegura tener una crisis bancaria tras otra.
Antes de la crisis, hacía falta un aumento anual del crédito de un 10-15% para que el PIB nominal creciera un 5%
¿Quiere esto decir que tenemos que decidir entre estancamiento secular (por falta de crédito) o mayor crecimiento basado en deuda pero con el efecto colateral de crisis financieras periódicas? Según Turner, no, porque en principio no necesitamos tanto crédito para crecer. El problema que tenemos ahora es que mucho del crédito no va destinado a generar demanda o actividad productiva. La gran mayoría va destinado al sector inmobiliario, tanto residencial como comercial. También aquí las cifras son llamativas. Solo el 14% de todo el crédito que se otorga en Reino Unido va a parar a actividades que no tienen que ver con el sector inmobiliario, y es muy probable que la cifra sea muy parecida en otros países desarrollados. Volviendo a nuestro símil, este crédito no crea músculo o neuronas, más bien grasa que atrofia.
El diablo pintado de rojo
Esto nos lleva al tercer problema del sector financiero: la desigualdad. Esta no viene tanto por el hecho de que los salarios en el sector financiero son un 50% más altos que en otras profesiones con mismos niveles de cualificación, que también, sino porque la evidencia demuestra que cuando alguien compra una casa acentúa todavía más su estatus social. La persona pudiente va a tener más recursos para poder comprar en una zona más cara y a un tipo de interés más bajo, mientras que alguien de clase media-baja no va a tener esa oportunidad. Además, cuando llega una recesión es muy probable que pierda su trabajo y tenga que vender la casa, haciéndose más pobre. En cambio, la persona más rica tendrá más probabilidades de capear el temporal o incluso aprovechar la bajada de precios para invertir y así aumentar su patrimonio.
Todo esto lleva a Turner a concluir que el suministro de crédito y las finanzas son demasiado importantes para dejarlos exclusivamente en manos de agentes económicos privados. Estos han demostrado su obsesión por el ladrillo y eso ha llevado al desastre en EE.UU., Irlanda y España. Para él, la solución está en reforzar la mano pública tanto en la regulación como en la distribución del capital, empezando por establecer desincentivos para invertir en vivienda, pasando por subir las reservas de capital, reducir la posibilidad de apalancamiento en el sector financiero y establecer un impuesto sobre las transacciones financieras, y acabando por la financiación monetaria de la deuda pública para estimular la demanda y la actividad productiva. Para los observadores más liberales esto es hacer un pacto con el diablo, que además en este caso estaría pintado de rojo. Nunca es fácil romper con la ortodoxia de varias décadas. Pero al final hay una ley que nunca cambia: todos los excesos son malos.