La negociación colectiva en Europa
Ha llegado la hora de contar con un mercado de trabajo que minimice las asimetrías de desempleo en la eurozona
La negociación colectiva predominante en la Europa continental sigue el modelo alemán, de carácter dual, con convenios de rama y acuerdos de empresa, que es el de vigencia más extensa y dilatada y el que ha tenido mayor capacidad de irradiación. Además, los sindicatos alemanes han venido aplicando una estrategia de diseminación de sus estándares laborales que en los dos últimos decenios resultó profundamente asimétrica, ya que lo que se defendía para los demás era precisamente lo contrario de lo que ocurría en la propia Alemania, cuya estrategia de competitividad tenía fuertes ingredientes de “empobrecimiento de los vecinos,” como viene señalando el FMI.
El modelo alemán. Mejor dicho, era lo contrario de lo que sucedía en la antigua Alemania Federal (RFA), puesto que, desde la unificación, quien primero experimentó los efectos nocivos de la estrategia de equiparación salarial entre las dos Alemanias fue la zona oriental, cuyas estructuras y niveles salariales se encuentran ya casi igualados con los occidentales, tras 25 años de armonización que han arrasado el empleo de esa parte del país (mientras su nivel de desempleo duplica al del oeste), pese a la enorme sangría emigratoria experimentada por la zona oriental.
Los sindicatos alemanes han aplicado una estrategia asimétrica de diseminación de sus estándares laborales
Bien es verdad que tal estrategia sirvió para paliar en parte la escasez de fuerza de trabajo en las zonas más ricas del oeste, que actualmente experimentan pleno empleo y “hambre de recursos humanos”, algo a lo que la canciller quiso poner freno con la apertura de fronteras a los inmigrantes, firmemente rechazada ahora por sus propios votantes, como lo demuestran el sorpasso de la CDU por el partido neonazi AfD en Mecklemburgo-Pomerania, Land de origen de Angela Merkel, y los resultados de Berlín, que abren la vía para sustituir el Gobierno de gran coalición por un tripartito de izquierdas.
No obstante, el modelo alemán de negociación se basa en convenios colectivos que solo afectan a las empresas afiliadas a las patronales que los suscriben, a no ser que se hayan sometido a un procedimiento formal de extensión de su eficacia a todo el ámbito de la rama considerada, para lo cual hay que demostrar que los negociadores representan directamente al 50% de las empresas y del empleo de la rama en el Land correspondiente (y en Holanda se exige el 55%). Esto raramente ocurre, por lo que ya apenas existen convenios normativos y en toda Europa se está generalizando el convenio de empresa, puesto que la regulación vigente en la mayoría de los países permite salvaguardar el derecho individual de negociación y cuando los convenios no resultan adecuados para una mayoría de empresas, estas se desafilien y el convenio no alcance eficacia general porque no cumple aquella condición.
Y esto es precisamente lo que ha venido ocurriendo. Desde la llegada del euro las asociaciones empresariales alemanas han perdido afiliación y en la actualidad ya apenas se adoptan convenios de esa clase. De modo que la negociación a escala de empresa ha avanzado rápidamente, especialmente en la zona oriental y en las pymes, como reacción frente a la pretensión de trasplantar hacia ella las condiciones laborales de la Alemania del oeste, y desde las grandes a las pequeñas empresas. En consecuencia, los negociadores colectivos de rama han tenido que reducir también sus estándares, para evitar que las empresas afiliadas pierdan competitividad. Esto es, las anteriores pretensiones de uniformización laboral han desencadenado un mecanismo de retroacción que desde el año 2000 funciona en sentido inverso, hasta el punto de que el salario mínimo se regula ahora por ley, algo completamente contrario a la tradición laboral alemana, que lo regulaba siempre a través de los convenios.
También Francia se ha visto afectada por esta dinámica, con consecuencias muy negativas para el crecimiento y el desempleo. La Ley Valls-El Khomri, adoptada en julio de este año, y la propuesta de reforma integral del código de trabajo francés durante el próximo bienio constituyen precisamente la respuesta a esa evidencia. La reforma se dirige a implantar la preferencia del convenio de empresa sobre los de ámbito superior. Además, la nueva ley faculta a los negociadores que solo representan al 30% del empleo del sector a someter el acuerdo negociado (que tiene simple carácter de contrato ente los firmantes) a consulta del conjunto de los trabajadores, pero solo se convierte en convenio colectivo de eficacia general cuando alcanza anuencia mayoritaria.
Por otra parte, la reforma francesa trata también de armonizar las condiciones y las indemnizaciones del despido improcedente con las vigentes en Alemania, para reducir la segmentación laboral según tipo de contrato, que perjudica claramente a los jóvenes, a las mujeres y a los menos cualificados.
De Italia cabe firmar lo mismo con la Jobs Act de Matteo Renzi, que es la continuación de las reformas para flexibilizar el mercado de trabajo iniciadas en 2012 y continuadas en 2014 y 2015, con la peculiaridad de que en Italia la segmentación contractual se combate poniendo límites a la proporción de contratos temporales en la plantilla de las empresas. En uno y otro caso el impulso para adoptarlas proviene del norte de la eurozona, a imitación de las reformas “Hartz-Schröder” en Alemania (de 2002-2005), y por exigencias de la Comisión Europea para evitar la apertura del procedimiento de sanción por desequilibrios económicos excesivos contra Francia, Italia y Portugal, con amenazas coercitivas que se dirigen también hacia España.
Lo que se defendía para los demás era precisamente lo contrario de lo que ocurría en Alemania
Las conmociones que producen este tipo de “reformas societales” (con convulsiones políticas “antisistema” de signo diverso, apoyadas por los colectivos identificados por Joseph Stiglitz como los “perdedores de la globalización”) se verían minimizadas si tales exigencias se apoyaran en unos principios básicos de derecho del trabajo de la Unión Económica y Monetaria (UEM) que vendrían a ser la profundización de la Carta de Derechos Fundamentales. Una Carta que conviene actualizar tras el Brexit para relanzar el proyecto europeo. Además, reformas de ese calado no deben verse sometidas a vaivenes políticos después de cada coyuntura electoral, de modo que el anclaje en una norma común a escala de la UEM sería una adecuada garantía de permanencia. Las reformas de Italia y Francia abren la posibilidad de buscar el reforzamiento mutuo, coordinando las diferentes iniciativas y dando el primer paso hacia una regulación básica del mercado de trabajo común en toda la UEM, lo que implica una aproximación de ideas y enfoques sobre políticas sin la que el euro difícilmente sobrevivirá.
En una zona monetaria única la renuncia a utilizar políticas monetarias y de tipo de cambio diferenciadas para hacer frente a los choques inevitables derivados de la globalización solo es posible si se alcanza una gran homogeneidad en los mercados de los dos factores de producción (capital y trabajo), en orden a reducir considerablemente las asimetrías de tales choques. Hasta ahora, la eurozona se ha preocupado sobre todo de la homogeneidad del mercado de capitales (y de la unión bancaria). Parece que ahora se relanza también la necesidad de armonización fiscal y de defensa. Pero ha llegado la hora de ocuparse igualmente de contar con un mercado de trabajo que minimice las asimetrías de desempleo. Como ha señalado Stiglitz, la eurozona no puede edificarse a costa del sufrimiento de los más débiles. Es imperioso compartir el empleo y para eso hace falta regulación e instituciones comunes.