La máquina de producción
Francisco Ibáñez cumplió 80 años en marzo. Ha diseñado el cartel de la actual edición del Salón del Cómic de Barcelona, que va a dedicarle una retrospectiva
Ibáñez proclama que su humor “radica en la sencillez”. Sus historietas se articulan a partir de gags continuos, que son los que sustentan el argumento. El historietista asegura seguir un método preciso, no dejar nada al azar. En sus álbumes, el 70 % es guion y el 30 % restante dibujo. Sigue todavía trabajando industrialmente, tirando de diccionario de sinónimos y de enciclopedias. Aún se levanta a las seis de la mañana y dibuja hasta las dos de la tarde, cuando hace una pausa de 20 minutos para comer y prosigue la actividad hasta las diez de la noche. A veces, se levanta en mitad del sueño, asaltado por alguna idea que le deja insomne. Estos hábitos son casi rituales desde hace años. En los últimos tiempos ha incorporado a su rutina un paseo de tres cuartos de hora por prescripción médica. Su espalda está afectada de tanto reclinarse ante el tablero de dibujo, en el que ha concebido más de 55.000 páginas sobre Mortadelo y Filemón. Las últimas acaban de publicarse en el álbum Río 2016, un periplo olímpico marcado por una desastrosa investigación sobre el dopaje.
El dibujante adquirió estas costumbres en Bruguera. El gigante editorial, el mayor conglomerado cultural español de su tiempo, fue la meca de muchos ilustradores e historietistas durante décadas, un lugar perfecto con el que soñar pero terrible, tiránico, en el que trabajar. Ibáñez entró en plantilla en 1957.
Asegura seguir un método preciso: en sus álbumes, el 70 % es guion y el 30 % restante dibujo
El camino hasta Bruguera lo determinó el quiosquero de su calle: todas las noches, para evitar que le robaran, dejaba en custodia su material a los honestos Ibáñez Talavera y a sus tres hijos. El pequeño Francisco leyó gratis, durante mucho tiempo, todos los cómics. A los 6 años publicó un dibujo por primera vez, en la sección de colaboraciones de los lectores de Chicos, la mejor revista de aventuras de los años 40. Tras unos breves estudios en Comercio y Peritaje Mercantil, a los 14 años entró como botones del banco Banesto. Abandonó el puesto al comprobar que ganaba lo mismo dibujando, ocupación que copaba sus largos ratos libres. Inició a continuación una singladura por distintas cabeceras que acabaría desembocando en Bruguera.
Entre la necesidad y el odio
“Bruguera era en 1957 —cuenta Guiral— una editorial importante, tanto por sus ediciones de libros y álbumes de cromos como por los tebeos Pulgarcito o El DDT. En la década de los 60, empezó a hacerse más grande, llegando, a finales de esa década, a tener algo más de 1.000 trabajadores. Publicaba varias colecciones de libros, cromos y tebeos, que también exportaba a Latinoamérica. Además, tenía su propia distribuidora, agencia de publicidad y empresa de artes gráficas. Incluso disponía de una revista de circulación interna muy interesante, Nosotros, en la que colaboró Ibáñez.” Fundada por Juan Bruguera a principios de la primera década del siglo XX, con el nombre de “El gato negro”, había quedado a su muerte, en 1933, en manos de sus hijos, Pantaleón y Francisco. El primogénito estaba al frente de la gestión económica, el segundo tomaba las decisiones artísticas. En 1947 contrató a Rafael González, un periodista de La Vanguardia represaliado por el régimen y lo situó al frente de la dirección de publicaciones.
Ibáñez trazaba en una entrevista este retrato de su jefe: “La editorial era él. La decisión era él. Lo que se había de publicar era él. Tenía una gran noción de lo que era el cómic y también tenía una gran noción de empresa. Tenía también una gran noción de lo que era ser un tío completamente intratable. González, además de ser el director de las publicaciones, era también guionista. Fue el que supo mantener a Bruguera en todo lo alto”. Poseía, además, cierto sentido del humor, la mala costumbre de no mirar a los ojos cuando hablaba y la manía de imponer siempre un estilo imitativo a sus dibujantes más jóvenes. Para él, funcionaba lo contrastado. Esa visión comercial retrasó la toma de decisiones drásticas que, a la larga, hubiesen modernizado la editorial. Impuso siempre la cantidad sobre la calidad.
Desde 1956, cualquier guionista o dibujante de la editorial estaba obligado a firmar un contrato en el que dejaba la propiedad de sus personajes en manos de Francisco Bruguera. Dicho modo de proceder provocó serios enfrentamientos entre la plantilla y la dirección. Ibáñez no fue ajeno a la polémica. Tras varios años en la editorial, en la que creó personajes como La familia Trapisonda, Rompetechos (su favorito, con el que más se ha identificado como persona), El botones Sacarino, los chapuzas Pepe Gotera y Otilio, y otros más publicitarios como Balín y Balón o Don Pedrito, en 1970, durante la realización de Valor... ¡y al toro!, estuvo a punto de marcharse por discrepancias con González.
Antes de la TIA
Valor... ¡y al toro! es la cuarta aventura extensa de Mortadelo y Filemón. Habían nacido en 1958, aunque se gestaron en los últimos meses de 1957, al poco de ingresar Ibáñez en Bruguera. Fueron sus primeros personajes para la editorial. Iban a llamarse Lentejo y Fideíno, o Mister Yesca y Mister Cloro, para el mercado internacional, pero González acabó decantándose por el más prosaico Mortadelo y Filemón (en sus albores, Agencia de Información). La pareja sintonizó de inmediato con el público. A partir de 1969, Mortadelo y Filemón dieron el salto a la historieta larga con El sulfato atómico, claramente influida por el cómic francobelga y por el estilo de Franquin, creador de Spirou. Los detectives pasaron ya a ser funcionarios de la TIA (Técnicos de Investigación Aeroterráquea), empleados del Súper y mártires del profesor Bacterio.
Cuando Bruguera entró en quiebra aprovechó para recuperar los derechos sobre sus personajes
Mortadelo y Filemón se convirtieron en el buque insignia de Bruguera. Ibáñez no podía parar de dibujar: entregaba unas 20 páginas semanales, sin colorear. La pareja sostuvo a la empresa con sus ventas. Cuando Bruguera entró en quiebra, por mala gestión, Ibáñez aprovechó la debilidad de la empresa tirana para conseguir los derechos de sus criaturas. Lo logró en 1985 mediante un recurso de amparo que prohibía a la editorial sacar nuevas aventuras del dúo o reutilizar las ya publicadas. Un año después, la compañía fue absorbida por Ediciones B. Tras un paso efímero por el grupo Grijalbo, en cuya revista Guai! creó en 1986 a Chicha, Tato y Clodoveo y el 7 Rebolling Street, una ambiciosa emulación de 13 Rúe del Percebe pero a doble página, Ibáñez se integró en 1987 en Ediciones B.
Actualmente escribe, dibuja y colorea tres álbumes al año. El próximo Salón del Cómic va a dedicarle una retrospectiva. Suyo es el cartel de esta edición. Queda Ibáñez para rato.