La lucha de las investiduras
En las precendentes, las argumentaciones fueron estériles por su incapacidad para alterar la disciplina de voto partidaria. En esta, Sánchez buscó la credibilidad y el comedimiento
Embarcados en el pleno de investidura, recordemos que la querella de las investiduras enfrentó a papas y titulares del Sacro Imperio Romano Germánico entre 1075 y 1122 y que la causa de dicho desencuentro era la provisión de beneficios y títulos eclesiásticos que se reservaba la Iglesia. El gráfico de esta página presenta un esquema de las 11 investiduras que se produjeron en las 10 legislaturas precedentes —en la II legislatura hubo dos: la de Adolfo Suárez y la de Leopoldo Calvo-Sotelo— y también la de la constituyente. Su repaso permite observar que solo fue necesaria una segunda votación en los casos de Calvo-Sotelo en 1981 y de Zapatero en 2008. También que las argumentaciones fueron estériles por su incapacidad para alterar la disciplina partidaria. Volviendo al momento presente, vemos que de nuevo se ventila la atribución de muchos beneficios y se la juegan muchos aspirantes a beneficiados.
En todo caso, el martes día 1 a Pedro Sánchez le podían las ganas. Le habían podido para subirse a una furgoneta y recorrer España con su candidatura de secretario general a cuestas sin esperar el espaldarazo de los barones; para aguantar los malos resultados electorales, sin dejarse abrumar por los que preparaban su relevo en un congreso federal inminente. A esas ganas se rindió huyendo de entrar en descalificaciones, pero su falta de instinto asesino hacia su rival le pasó factura e incitó a Mariano Rajoy para presentarse en la tribuna como si viniera con la inocencia de la primera comunión, con el traje de marinerito impecable, como si la corrupción hubiera pasado sin romperlo ni mancharlo, como si a un responsable político le fuera dado desentenderse de la honradez de su entorno, como si la imputación de todos los concejales dejara a salvo al alcalde, como si la saga de los tesoreros del partido mantuviera incólume al presidente nacional, como si los autos judiciales que consideran a los dirigentes del PP como una organización criminal concertada para el robo fueran irrelevantes.
Sánchez citó a De los Ríos para recordar que la única revolución pendiente en España es la del respeto
Sánchez citó a De los Ríos para recordar que la única revolución pendiente en España es la del respeto. El primer acto tenía un solo protagonista en el orden del día, Pedro Sánchez, empeñado en aducir en su favor la credibilidad. Porque la credibilidad es básica en el ámbito del poder, de la banca y de la prensa. Buscaba comedimiento y pensaba que sería mejor atenerse a la lectura de un texto escrito. Así perdía soltura. Acertó con el tono, ajeno a la retórica de las campañas. Evitó subirlo para provocar al final de la frase el aplauso amaestrado. En su discurso hizo lo contrario y prefirió frases suasorias que disminuían en intensidad acústica y se iban apagando de modo que el aplauso en vez de llegar en la exaltación lo hacía en la calma. Quiso liberarse de todas las invectivas lanzadas por Mariano Rajoy desde el primer momento de las negociaciones. El candidato habló de ceder para sumar. Prefirió utilizar el presente de indicativo y el futuro en lugar del subjuntivo y el condicional, que hubieran sido más apropiados. Solo hizo una cita, la de Fernando de los Ríos, para recordar que la única revolución pendiente en España es la del respeto. En la cabecera del banco azul Mariano Rajoy se empleaba masticando chicle.
Apenas hubo referencias a la corrupción incesante, lo que hubiera permitido pases de lucimiento. Terminada la intervención, llegó el turno de las reacciones de los portavoces ante la prensa. Rafael Hernando se aferró a la investidura trampa y se entusiasmó con semejante descubrimiento verbal. Íñigo Errejón estuvo evangélico al indicarle a Pedro Sánchez que no se puede servir a dos señores, Pablo Iglesias quiso dar lecciones aclarando que la ideología supone pensar distinto para resolver los problemas. Luego Joan Tardá tachó el discurso de cínico, vacuo y petulante y se quedó tan ancho. Alberto Garzón se quejó de ambigüedad e impugnó el programa económico por cojear de liberalismo.
Al día siguiente, lo más duro desde la tribuna de prensa fue escuchar la intervención de Mariano Rajoy, que quiso instalarse en el desdén, la superioridad y las preguntas retóricas, recibidas por la bancada popular con aplausos proporcionales a las vilezas. A partir de ese momento pudo observarse cómo las ovaciones surgían en cada ocasión del perímetro de los adictos a los respectivos oradores, sin ruptura alguna de esas líneas. Luego el señor secretario general de Podemos y de todas las mareas adyacentes, en su primera intervención subido a la tribuna de oradores del Congreso, apareció con camisa blanca a media manga, coleta flotante y remate con puño en alto. Enseguida, sin distraerse con Mariano Rajoy, dirigió sus cargas de profundidad contra Pedro Sánchez en un tono mitinero que pretendía ocupar una posición moral de la que, al mismo tiempo, desalojaba a los restantes grupos, buscando la gracieta y exhibiendo lecturas clásicas. Se gustó diciendo que en “el engaño nada florece; en la verdad todo es posible”. El líder de Podemos lo dejaba imposible y se descartó sintiéndose honrado con el odio que pudiera suscitar parafraseando al fundador del PSOE.
El turno de Albert Rivera aportó nuevos modos. Prescindió de la lectura, habló desde la convicción y conectó con el auditorio, al que se dirigió como si los diputados estuvieran imbuidos de la prescripción del artículo 67.2 de la Constitución, a tenor de la cual, “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. El líder de Ciudadanos hizo una narración que recuperaba lo mejor de nuestra Transición, de la que extrajo ejemplos valiosos para el nuevo horizonte. Dedicó máximo cuidado a expresar su respeto a los votantes y a los diputados del PP e intentó que estos últimos se liberaran de adhesiones inquebrantables que les encaminan hacia la invalidez.
Fue duro escuchar la intervención de Rajoy, que quiso instalarse en el desdén y la superioridad
Cada uno de los líderes intentó presentar su posición después de buscar puntos de apoyo relevantes en la trayectoria cumplida por sus formaciones. Luego, Joan Tardá en 34 minutos declaró la Transición intrínsecamente perversa como si en sus logros estuviera ya incoada toda la corrupción que aflora. Su intervención partía de una novela histórica muy imaginativa que reduce el perímetro de Cataluña y de los catalanes al de los buenos catalanes y excluye a todos los demás. La escucha de Tardá debiera inducir un acuerdo inteligente de los constitucionalistas si les quedaran los más elementales reflejos. Una catalana indudable como santa Teresa escribió aquello de “nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, la paciencia todo lo alcanza”.