La paulatina transformación del entramado institucional en una red de favores al servicio de los partidos y de sus clientelas obliga a cambiar la percepción de lo que es normal y de lo que es excepcional en las organizaciones políticas, especialmente en el PP que, como se ha visto en la reciente filtración de conversaciones del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, no ha dudado en patrimonializar las instituciones. La multiplicación de casos de corrupción no es un efecto patológico extraño, sino la natural consecuencia de un esquema de apuntalamiento del poder personal construido sobre los favores mutuos y la eliminación de controles institucionales. Para que una red clientelar resulte útil a sus integrantes es necesario que el principio de confianza personal sustituya al de confianza institucional. Cuando los nombramientos están motivados por razones de lealtad no cabe esperar que los así designados actúen de otra manera, ni que premien espontáneamente el mérito o la capacidad. El esquema incentiva y atrae caracteres y comportamientos con un perfil muy definido. En el instante en que se pasa a ostentar un cargo, esa dinámica conlleva una irresistible tendencia a fusionar el marco institucional con el privado. La dotación presupuestaria, las posibilidades de nombramientos en la estructura administrativa y de contrataciones fuera de ella se valoran como instrumentos de premio y castigo en el interior de la cadena, y los controles se consideran obstáculos. Unos obtienen rentabilidad económica y otros política, en forma de apoyo interno, pero no cabe deslindar ambos grupos de manera tajante, especialmente desde el momento en que es el partido el principal beneficiario económico de muchas de las tramas. Por eso, si los primeros son demonios, los segundos tampoco pueden ser ángeles. Desde luego la condición angélica es ajena a aquellos que ostentan la responsabilidad de dirección interna y han contribuido a diseñar redes que durante los años de la burbuja y hasta ahora mismo han facilitado esquilmar las arcas públicas y deslegitimar la democracia. Para recuperar la confianza de los ciudadanos en el sistema político las palabras son insuficientes, se necesitan reformas de calado en el funcionamiento de los partidos y de las Administraciones públicas. No parece posible que pueda afrontarlas quien se encuentra cómodo en el presente estado de cosas, sin duda por ser su principal beneficiario.