Evolución. La teoría que llegó por mar
El HMS Beagle completó hace 180 años el viaje trascendental que iluminó a Darwin sobre el origen y selección natural de las especies
Se cumplen ahora 180 años del fin de un periplo trascendental. El pequeño bergantín de tres palos hizo una circunnavegación por los tres grandes océanos del planeta. Cabo Verde, Fernando de Noronha, Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires, la Patagonia, Tierra del Fuego, islas Malvinas, estrecho de Magallanes, Chile, islas de Chiloé, Perú, Galápagos, Tahití, Nueva Zelanda, Australia, islas Keeling, Mauricio, Sudáfrica y de vuelta a Inglaterra, 40.000 millas náuticas de oeste a este. No era la primera travesía exploratoria del Beagle; hubo una antes y otra posterior, pero solo la segunda brilla con mayúsculas en la historia de la ciencia.
Muchos naturalistas de la época acumulaban mejores colecciones, pero pocos se hicieron preguntas tan agudas
El barco partió de Plymouth el 27 de diciembre de 1831. La duración inicial prevista, 24 meses. Su capitán, un veinteañero Robert FitzRoy de noble cuna, llamado a altos designios en la carrera naval, se mostraba satisfecho. Él ya había navegado en el Beagle en su primer viaje a Tierra del Fuego. Sin embargo, esta vez era diferente. “Nunca, me parece, un navío abandonó Inglaterra mejor provisto o acondicionado para el cometido que le ha sido encomendado, y en bien de la salud y el bienestar de su tripulación que el Beagle.” Tenía razón. La relevancia de la misión, mejorar las cartas hidrográficas de las costas de Sudamérica —también de Oceanía—, en países recientemente independizados en los que el expansionismo victoriano tenía interés económico y estratégico, junto a sus propias influencias en el Almirantazgo, le proporcionaron medios suficientes para equipar el Beagle. Un ejemplo: entre el instrumental técnico-científico de a bordo se contaban 22 cronómetros para mediciones longitudinales de precisión, cuando lo habitual eran tres a lo sumo. FitzRoy, con inquietudes científicas, sufragó seis de los entonces carísimos relojes de su propio bolsillo, e incluso el salario de un especialista para calibrarlos. También costeó un sinfín de mejoras funcionales e incluso estéticas a fin de hacer más confortable el largo viaje en los 27,4 metros de eslora y 7,4 metros de manga del barco. La dotación embarcada era numerosa —Janet Browne, autora de la mejor biografía de Darwin (Voyaging, 1995, y The Power of Place, 2002), habla de 74— para un espacio tan exiguo.
Las apreturas a bordo no arredraron a un animoso Darwin. “Para mi gran sorpresa encuentro que un barco es singularmente cómodo para todo tipo de trabajo. Todo está a mano… si no fuera por el mareo todo el mundo debiera ser marinero”, escribió con humor a su padre. Compartiría con dos oficiales subalternos un cubículo de seis metros cuadrados. Una pared la ocupaba la biblioteca colectiva del barco, el resto, una mesa, y apenas había espacio para más. El naturalista en ciernes dormía en una hamaca colgante casi pegada al techo y veía las estrellas a través de una claraboya. Se mareó antes de perder de vista la costa inglesa y así siguió hasta el último día.
Darwin no era ni tripulante ni oficial, no tenía un cometido específico y había tenido que pagar —sus acomodados padres, más bien— cientos de libras, una barbaridad, por el pasaje y la manutención completa. Estaba allí porque FitzRoy, rígido y clasista, quería un acompañante instruido con quien ejercitar la mente y combatir así la soledad y las depresiones que condujeron al suicidio a su predecesor en la primera expedición del Beagle, el entonces capitán Pringle Stokes del buque. Las mismas que, décadas después, le depararían a él idéntico final.
Darwin venía recomendado por sus mentores académicos y por un linaje familiar de intelectuales encabezado por el abuelo Erasmus Darwin, pionero del evolucionismo, médico, filósofo, filólogo y poeta. Además, casi tenía la misma edad que el capitán y, lejos de darse aires, era un tipo humilde y bienhumorado. Encajó muy bien en aquel barquito. Cuenta Browne en sus libros que, aun atormentado por las náuseas pertinaces, mantuvo siempre un entusiasmo “que FitzRoy y los demás oficiales calificaron de contagioso”. Le apodaron Filos por ser el filósofo del barco o Papamoscas, y le tomaban el pelo por las muestras de tejidos, ejemplares animales y botánicos que almacenaba allá donde encontraba el menor hueco. Una caricatura de su amigo Augustus Earle, el dibujante de a bordo, le retrata durante la escala en Bahía Blanca (Argentina) en la cubierta rodeado de marineros y de restos de animales muertos. Es la única imagen que se conserva de su paso por el Beagle. Fue subastada el año pasado por Sotheby’s con un precio de salida de 100.000 euros.
A sus 22 años, recién salido de Cambridge, Darwin soñaba con emular a Alexander von Humboldt, el príncipe de los naturalistas viajeros, aunque cuando zarpó no pasaba de ser un amateur talentoso, más interesado en la geología que en otras ramas de las ciencias naturales. En su equipaje llevaba como libro de cabecera, obsequiado por FitzRoy, el primer volumen de los Principios de Geología (1830), del admirado por ambos Charles Lyell. Junto al tomo viajó también su Biblia —faltaba mucho para que Darwin prescindiera de dios en su esquema general del mundo—, armas y equipo técnico, sobre todo el clinómetro para medir grados de inclinación en distintos terrenos. Antes de embarcar recibió un cursillo acelerado sobre métodos de colectar especímenes.
Darwin se tomó muy en serio su cometido como naturalista oficioso del Beagle. Al término de su travesía acopiaría más de 5.000 ejemplares de unas 1.500 especies distintas, muchas desconocidas en Europa. Reunió colecciones de aves, vertebrados, invertebrados, insectos, organismos marinos, fósiles, muestras de rocas, un herbario… Periódicamente enviaba muestras a Cambridge. Otros especímenes los diseccionó al microscopio en su camarote. “Aquellos casi cinco años le dieron el método y las pautas de dedicación del trabajo científico, en el sentido de hacerle comprender lo rutinaria que es en gran medida la labor del científico y lo detallada que debe ser también”, señala José Manuel Sánchez Ron, catedrático de Historia de la Ciencia y académico de la RAE. “Si hay algo que caracteriza a Darwin —añade— son sus esfuerzos, lo completas que eran sus investigaciones. El Beagle fue una universidad flotante para él, todo el material que recoge es esencial para corroborar años después que las especies cambian.” Su singularidad radica en que levantó un edificio teórico y argumental sólido, apoyado en “una enorme cantidad de datos”.
Su propuesta llegó todo lo lejos que permitía el estado de la ciencia a mediados del XIX. “Él constata que las especies cambian, que se provocan variaciones en la descendencia, que algunas son adecuadas para sobrevivir en la competencia por los recursos y confieren ventaja a los individuos dotados de esas variaciones, pero no sabía cómo se generan y se transmiten. Le faltaba una teoría de la herencia. Y hoy entendemos eso gracias al ADN, la genética, la biología molecular”, refrenda Santiago Merino, director del Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Darwin evolucionó durante la travesía. Otros muchos naturalistas de la época acumulaban mejores colecciones, pero pocos se formularon las preguntas con igual agudeza. Analizaba cada forma de vida que encontraba y anotaba impresiones, contradicciones y dudas con obsesión de grafómano. Sus cuadernos de viaje, plasmados en Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo (1839), apabullan por el grado de detalle y la viveza de su prosa. Constituyen un monumento a la curiosidad intelectual. Todo le interesaba. Desde la manera de contar el ganado vacuno al vulcanismo marino o la cultura general de las clases bajas australianas. Esa visión panorámica catalizó los planteamientos evolutivos con los que desterraría la idea de un arquitecto supremo, de un orden natural inmutable y del hombre, nada más que un mono listo, como centro del universo. En el prefacio de El origen… Darwin destaca por cruciales tres hallazgos realizados en distintas etapas de la travesía del Beagle: los fósiles de megafauna extinguida en la Patagonia, desconocidos hasta ese momento, como el megaterio y otros; la distribución geográfica del ñandú y la fauna única de unos peñascos volcánicos anclados en la línea del ecuador.
El enigma de Galápagos
En septiembre de 1835 el Beagle abandonó la costa oriental de Sudamérica y puso proa al Pacífico. Les esperaban las Galápagos. Fueron cinco semanas fascinantes para Darwin. No tuvo allí ninguna iluminación evolutiva ni reparó entonces en la diversificación de especies, aunque supo que las tortugas eran singulares en cada isla. Ni siquiera como recolector anduvo particularmente fino; amontonó sin catalogar los ejemplares de pinzones (Geospiza) que recogió aquí y allá en el archipiélago, y que tanto le ayudarían a encajar a posteriori las piezas de su planteamiento de selección y especiación. No obstante, sí percibió las diferencias anatómicas entre ellos, y también en relación a los del continente. Aquellas islas eran, a su juicio, “un pequeño mundo aparte”, un extraordinario enigma natural.
Su visión panorámica catalizó la teoría evolutiva que desterró la idea del hombre como centro del universo
“Cuando veo que estas islas están a la vista unas de otras, y que no están dominadas sino por una reducida reserva de animales, habitadas por esos pájaros, pero ligeramente diferentes en estructura y que ocupan el mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que se trata únicamente de variedades… Si existe el más mínimo fundamento para estas observaciones, valdrá la pena examinar minuciosamente la zoología de los archipiélagos; puesto que estos hechos —recalcó— socavarían la estabilidad de la especie.”
Mientras FitzRoy continuaba a bordo con sus mediciones hidrográficas y de orientación de una precisión asombrosa —muchas de ellas solo superadas por la fotografía aérea y satelital—, Darwin intercalaba entre puerto y puerto expediciones en tierra firme en las que se ejercitó también como antropólogo. Cabalgó y vivaqueó en la Pampa —“los gauchos hallaron material con que hacer un fuego de tanto calor como el del carbón”—. Se dejó transportar por los nativos de Chiloé . Y relató su asombro ante el primitivismo de las comunidades fueguinas —“resulta probado con toda certeza que cuando en invierno les aprieta el hambre matan y devoran a las ancianas de la tribu, antes que a sus perros”—.
La dotación del Beagle sufrió tempestades, erupciones volcánicas y hasta un terremoto. Fue el viaje de una vida. Como si hubiese consumido toda su reserva de energía física, Charles Darwin no volvió a salir de Inglaterra. A su llegada emprendió una aventura estrictamente intelectual que le llevaría aún más lejos, pero dejó un hermoso corolario de lo vivido. Tras un periplo así, “el mapa del mundo deja de ser una hoja muerta y se convierte en un cuadro lleno de las más diversas y animadas figuras”.
Y llevaréis mi nombre
La historia no ha tratado bien a Robert FitzRoy, cuya figura aún se ve como el reverso oscuro y fanático de Darwin, pero la geografía sí ha reconocido sus méritos. En homenaje a su pericia como navegante, al rigor con que levantó cartas de costas terribles asediadas por la cólera del océano y el aliento gélido de la Antártida, llevan su nombre un monte majestuoso en la Patagonia, islas, bahías, canales en la región de Magallanes, un río australiano, un asentamiento en las Malvinas, el árbol alerce (Fitzroya cupressoides) y hasta un área virtual de pronóstico marino en Reino Unido.
Esto último también se lo ganó a pulso. La meteorología fue el último capítulo de una biografía sin desperdicio, que convierte a Charles Darwin en un provinciano. El capitán del Beagle llegó a vicealmirante de la Navy, fue diputado conservador, gobernador general de Nueva Zelanda y, sobre todo, un pionero de la predicción de fenómenos atmosféricos. Creó y dirigió el embrión de la Oficina Meteorológica británica y, de nuevo, sufragó de su peculio una red de avisos costeros para la navegación. Arruinado y probable enfermo bipolar, se degolló con su navaja barbera a los 59 años. Todos los oficiales que navegaron bajo sus órdenes acudieron al funeral.
“No era en absoluto la caricatura con la Biblia en ristre que suele describirse”, señala Janet Browne en La historia de “El origen de las especies” (Debate, 2015). Aunque se fanatizó en sus últimos años, FitzRoy ayudó a Darwin cuanto pudo antes y durante la travesía en beneficio de la ciencia. Luego sus caminos divergieron; el marino se aferró a la religión en el mismo punto en el que Darwin la dejó caer, cuando chocó con la evidencia empírica, pero “en líneas generales se llevaron muy bien”, dice la experta.
El barquito también mereció mejor trato. Su fama no le libró del desguace en 1870. Un arqueólogo británico anunció haber encontrado sus restos en un embarcadero abandonado al sureste del país en 2004. Ese mismo año la sonda Beagle 2, de la Agencia Espacial Europea, se perdió en su misión de exploración de Marte.