Europa del este frente a la crisis de los refugiados
Quienes derribaron sus propios muros hace solo un cuarto de siglo han resultado los más decididos a levantar otros nuevos
Y así, quienes derribaron sus propios muros hace solo un cuarto de siglo resultaron los más decididos a levantar otros nuevos. Los mismos que convirtieron en su día la palabra solidaridad en símbolo de pertenencia a la Europa común de los derechos humanos, olvidaron de pronto aquel vocablo. Acaso pensaron que, a diferencia de antiguas potencias coloniales como Francia y Reino Unido o de países con una historia genocida como Alemania, ellos, los centroeuropeos, gobiernos como el polaco, el húngaro o el eslovaco, no tenían culpas que expiar. No debería pues extrañar el firme rechazo de gobiernos como el polaco, el húngaro o el eslovaco a la propuesta inicial germana de repartir a los refugiados con cuotas por países. Propuesta que no les habían consultado. Ni a ellos ni al resto de los socios.
A diferencia de antiguas potencias coloniales, Hungría o Polonia pensaron que no tenían culpas que expiar
El primer ministro eslovaco Robert Fico se declaró dispuesto a aceptar solo a cristianos. El húngaro Viktor Orbán afirmó que el Gobierno debía proteger a los suyos, no a los refugiados. Y el Partido Ley y Justicia de Polonia solo parecía ver en ellos enfermedades y el peligro de atentados terroristas.
Esa actitud de irracional rechazo no deja de sorprender viniendo de una región que a lo largo del accidentado siglo XX fue escenario de ocupaciones y migraciones masivas. Y sobre todo si se tiene en cuenta que allí casi no han llegado refugiados de Oriente Medio. Claro que el mayor rechazo al otro se produce allí donde su presencia es insignificante y la ignorancia, mayor. ¿No ha ocurrido eso con los judíos a lo largo de la historia? Por su pasado colonial, en Europa occidental es habitual la presencia de comunidades musulmanas, pero la experiencia de centroeuropa es muy diferente.
Muchas naciones centroeuropeas surgieron de la disolución de imperios y soportaron limpiezas étnicas. Así, antes de la Primera Guerra Mundial Polonia era una sociedad multicultural en la que convivían polacos, alemanes y ucranianos, algunos de ellos judíos. Hoy es una de las sociedades étnicamente más homogéneas, y la llegada de refugiados tal vez les recuerde los tiempos convulsos de entreguerras. Según el politólogo francés Jacques Rupnic, a los ciudadanos de Europa central y del este les irritan las críticas del Gobierno alemán a su negativa a acoger a los refugiados porque muchos de esos pueblos precisamente aprendieron de Alemania en el siglo XIX la idea de nación como unidad cultural homogénea. Piénsese, por ejemplo, en Johann Gottfried Herder y su Volksgeist (espíritu del pueblo), o los Discursos a la Nación Alemana de Johann Gottlieb Fichte. Y eso es lo que ahora los mismos alemanes les reprochan.
Pero, como señala también Ivan Krastev, director del Centro de Estrategias Liberales de Sofía, la actitud de los europeos del este hacia los refugiados no tiene solo que ver con su larga historia, sino también con sus experiencias en la transición poscomunista. Tras el largo periodo comunista y las siguientes reformas liberales, proliferó en esas poblaciones una gran desconfianza hacia las instituciones al ver defraudadas las expectativas puestas en la entrada a la UE, que debería haberles proporcionado bienestar y no inseguridad, como ven ahora.
A todo ello hay que sumar que la emigración de los jóvenes de los países excomunistas mengua sus propias sociedades. Como Bulgaria, que ha perdido un 10% de su población desde la caída del comunismo y que, según pronósticos de la ONU, puede llegar a perder hasta un 27% a mediados de siglo. O Polonia, muchos de cuyos jóvenes emigraron a Reino Unido. En Europa occidental el problema es la baja tasa de natalidad.
Los populistas admiran a figuras como Putin o el filósofo antiliberal ruso Alexander Duguin
Otro factor citado por Krastev es la profunda desconfianza en Europa del este hacia el cosmopolitismo, teoría que sostiene que todos los seres humanos en su diversidad forman parte de una única comunidad. Algo muy evidente en la católica Polonia, cuyos ciudadanos también perciben el control de los medios por parte de grupos editoriales germanos. “La prensa regional está en manos extranjeras”, denuncian allí. Tampoco olvidan el trato de Berlín a Grecia, lo cual no ha hecho sino reforzar los recelos y el nacionalismo frente a su poderoso vecino. Pero también en nuestros países avanzan los partidos y movimientos xenófobos. Y eso que en estados como Líbano una de cada cinco personas es un refugiado (Beirut dedica a ese capítulo casi un cuarto de su presupuesto), cuando en Alemania la relación es de 40 a uno (y el gasto social considerablemente menor).
Pérdida de identidad
Como reconoce el filósofo y politólogo estadounidense Francis Fukuyama, la estabilidad de la democracia y el capitalismo, al menos tal y como los conocemos, dependen de un crecimiento económico continuado, algo que no está ya garantizado y crea ansiedad en muchos. La desastrosa gestión de la crisis financiera, el crecimiento incesante de la desigualdad y otros efectos negativos de la globalización están generando en muchos ciudadanos una sensación de pérdida de identidad y de vulnerabilidad que los hace receptivos a los mensajes engañosos de quienes les prometen orden y seguridad dentro de unas fronteras nacionales bien protegidas.
Lo hemos visto en el crecimiento del Frente Nacional francés de Marine Le Pen, en el auge de otros partidos xenófobos en democracias de tradición liberal como Holanda o en los países escandinavos. Lo tenemos también en Austria con el avance del Partido de la Libertad (FPÖ) y también en Alemania con el éxito creciente de una formación claramente antiinmigración como es Alternativa para Alemania. El temor al desclasamiento social y la falta de opciones de futuro constituyen el mejor caldo de cultivo para demagogos y populistas que admiran a figuras como el presidente ruso, Vladimir Putin, o el pensamiento del filósofo antiliberal Alexander Duguin.