Españoles, ahí os quedáis
“Me he dado cuenta de que tenía que haber perseverado en mi intención de dimitir”
Españoles:
Hace unas semanas, tras las elecciones del 26 de junio, inicié mi intervención diciendo que aquel iba a ser el discurso más difícil de mi vida. Y lo iba a ser: tenía previsto anunciar mi dimisión. Esa misma noche, desde el balcón de Génova, estuve a punto de anunciar que abandonaba la presidencia del Consejo de Ministros y me retiraba de la política después de 35 años de vida pública. El resultado electoral había sido bueno, pero no lo bastante bueno. Me veía a mí mismo haciendo eso que hacen en las democracias del norte de Europa: negociar con los adversarios políticos, buscar alianzas y consensos. Me veía rebajándome a mendigar apoyos y abstenciones para la sesión de investidura y me invadía una pereza insuperable. ¿Qué tendría que dar a cambio a esos advenedizos de Ciudadanos? ¿Y qué a los quejicas del PSOE? Entre unos y otros, me iban a exigir una enmienda a la totalidad a mis más de cuatro años de logros y conquistas. Tendría que sacrificarlo todo: mi reforma laboral, mi ley de enseñanza, mi ley de seguridad ciudadana... Mi legado, en definitiva, se iba a perder como lágrimas en la lluvia. (¿Te acuerdas, Viri, de en qué película oímos esa frase?)
Los grandes hombres lo son porque son capaces de resistir las adversidades. Unos atentados terroristas me robaron unas elecciones y aguanté. La burbuja de la prosperidad me robó las siguientes elecciones y aguanté también. Al final acabé ganando en el peor de los momentos, cuando ya ese chisgarabís de Zapatero había dejado este país hecho unos zorros. ¡Qué carallo! ¡Podía haber ganado un poco antes, cuando todavía quedaba algún euro en la hucha del gobierno! ¡A ver cómo arreglaba yo ahora los desaguisados de los socialistas! Lo reconozco: os endeudé a todos para tapar los pufos del sector bancario, os privé de derechos laborales para dar gusto a vuestros jefes, me gasté el dinero de vuestras pensiones, eliminé las becas de vuestros hijos, endurecí el control de las calles por si se os ocurría salir a protestar, os engañé con promesas imposibles de cumplir... ¿Pero no entendéis que lo hice por vosotros, ingratos, que además tenéis la culpa de todo por haber votado a Zapatero?
Aquella noche en el balcón de Génova atravesaba una etapa de dudas metafísicas y a punto estuve de anunciar mi dimisión. Pero de repente no sé qué pasó que, jaleado por la multitud, empecé a dar ridículos saltitos y a celebrar la victoria como si hubiera obtenido otra vez la mayoría absoluta. Y ahí cambié de opinión. “Os vais a jorobar, españoles”, pensé. “De aquí no me sacan ni con agua caliente.” ¿Para qué tantas prisas si tenía la sartén por el mando? ¿Por qué no tratar de alargar mi momento de gloria? Si Ciudadanos y PSOE accedían a darme la Presidencia, bien. Y si no, mejor aún. Convocaría nuevas elecciones, ganaría otra vez, seguiría presidiendo el Gobierno en funciones y vuelta a empezar: nuevas elecciones, nueva victoria, nueva presidencia en funciones y así hasta el año 3000... ¡Qué cachondos somos los españoles! ¡Cómo se nota que España es un gran país, la nación más antigua de Europa!
“Empiezo a echar de menos mi rutina de registrador, las partidas de dominó y las siestecitas”
Pero me he dado cuenta de que tenía que haber perseverado en mi intención de dimitir. Soy el presidente más viejo de nuestra reciente historia democrática. Tengo 61 años y empiezo a echar de menos mi rutina de registrador, las partidas de dominó y las siestecitas a la hora del ciclismo. Eso es vida y no lo que yo he tenido que soportar estos años: que me hayan declarado persona non grata en mi ciudad, que el hijo de unos conocidos me rompiera las gafas de un puñetazo, que los periodistas me hayan perdido el respeto, que en La Sexta no paren de poner vídeos con mis pifias...
He de decir que me voy con la cabeza alta y, a riesgo de que esto parezca un anuncio de Nescafé, con la satisfacción del trabajo bien hecho. Quienes me acusan de dontancredismo no se equivocan. Pero es que en política no hay ningún problema que a la larga no se resuelva por sí mismo. Si de algo acabamos arrepintiéndonos es de las cosas que hacemos, y no de las que no hacemos. Por ejemplo, ¿quién me mandaría a mí mandar el mensajito ese de “Luis, sé fuerte” por el que me temo que voy a pasar a la historia? Para una vez que intento resolver un problema, solo consigo agravarlo más. ¿No habría sido mejor que me hubiera quedado quietecito? A mí me gustan las personas previsibles, como yo mismo, así que a mi sucesor le daré un consejo que no sorprenderá a nadie. El consejo lo repetía mucho uno de mi tierra y era el siguiente: “Haga como yo y no se meta en política”.
Pues eso, españoles. Yo me vuelvo a mi registro de Santa Pola y vosotros ahí os quedáis.