La tradición de los planes quinquenales en China se remonta a los inicios del maoísmo, durante el período de influencia soviética, con el PCCh ya en el poder. En 1953 se lanzó el primero, de la mano del legendario Peng Zhen, considerado uno de los Ocho Inmortales, más tarde víctima de la Revolución Cultural y recuperado después por Deng Xiaoping tras la muerte de Mao. La combinación de la influencia planificadora leninista con esa cultura estratégica china que apunta a una visión que tiene siempre una mano en el presente y otra en el futuro permitió en buena medida que, en pocas décadas, China pudiera recuperar una parte sustancial de la grandeza perdida durante el periodo de decadencia iniciado en el siglo XIX. En coherencia con ese legado, la agenda actual china tiene ya la vista puesta en dos fechas “inmediatas”: 2021 (centenario del PCCh) y 2049 (centenario de la República Popular China). Este plan es inseparable de dichos tiempos.
Dos objetivos clave
Dos claves habría que tener en cuenta a la hora de valorar el documento. La transición hacia un nuevo modelo de desarrollo. Ya en tiempos de Hu Jintao (2002-2012) se tomó conciencia de que el modelo iniciado en 1979 estaba agotado. La combinación de mano de obra barata, inversión a gran escala y orientación de la producción hacia el exterior permitió un salto gigantesco de la economía china, pero los efectos secundarios no fueron desdeñables. El XVIII Congreso del PCCh (2012) ratificó el nuevo rumbo, incorporando especialmente las dimensiones ambientales y tecnológicas y propiciando mudanzas estructurales de gran calado con vistas a lograr el cambio de carril, aun a precio de reducir la velocidad de la locomotora.
Segundo, la construcción de una sociedad acomodada. Se ha reiterado hasta la saciedad que el éxito del proceso chino y la ausencia de grandes conflictos sociales que lo desestabilizaran (el más grave fue la crisis de Tiananmén en 1989) se explica por un pacto no escrito que ofrece a la ciudadanía riqueza a cambio de lealtad. Pero esta ecuación también agotó su recorrido. La sociedad china es más rica en su conjunto, pero es tremendamente desigual. Las propias autoridades reconocen un índice Gini de 0,469, por encima del umbral de alerta del 0,4. No falta quien acuse de maquillaje estas cifras y lo eleve al 0,6. En cualquier caso, la culminación del proceso de modernización del país y su entronización en la cima de la economía global, superando incluso a EE.UU. en términos absolutos, no podrá lograrse con una sociedad fracturada y con unos índices de desigualdad insostenibles. Esto requiere grandes inversiones en salud, educación, mejora de las infraestructuras rurales, urbanización, nuevas políticas demográficas, etc. Y, por supuesto, un aumento sustancial de los salarios para crear esa clase media que dé soporte a la sociedad de consumo y aliente el desarrollo de los servicios en detrimento de los sectores secundario y primario.
Los dirigentes actuales consideran que aún hay margen para una liberalización que no cuestione su liderazgo
Pero como es obvio, el plan quinquenal no es solo economía. Y en China sus fronteras con la política son en extremo vagas. En primer lugar, porque del éxito económico de la reforma depende el propio futuro del PCCh. Y esto explica el vigor de la lucha contra la corrupción y los cambios introducidos en el modelo de gobernanza con vistas a crear un Estado de derecho, donde la norma pese más que la decisión de los funcionarios del partido, tantas veces arbitraria. En segundo lugar, a la regeneración interna se suma esa segunda transformación en el aparato del Estado, propiciando una significativa mutación de la burocracia que parte de la promoción de una mayor autonomía y un robustecimiento de su condición de servicio a la ciudadanía, extremos esenciales y largamente dilapidados en el largo proceso de confusión de las últimas décadas que favoreció la práctica superposición del Partido y el Estado. Aún así, que nadie se imagine separaciones radicales de ambos actores.
Apuesta por el mercado
El sentido general de los cambios que vive China en la actual fase de la reforma tiene un denominador común cualitativo que no es baladí. La apuesta por aumentar el papel del mercado, de la economía privada, la mitigación de los monopolios, etc. es de gran alcance. La primera consecuencia será la reducción progresiva del peso del sector público en el conjunto de la economía, liberando fuerzas que hasta ahora el PCCh mantenía a buen recaudo. La transformación de esa realidad supondrá una reducción del poder del partido, cuyas capacidades de intervención son aún de gran calado. Lo vimos durante la crisis bursátil de este verano. Otra consecuencia podría llegar a ser la experimentación de un diálogo inédito y de nuevo tipo entre el PCCh y las nuevas fuerzas emergentes, hoy claramente asimétricas.
¿Hasta donde podrá llegar el Partido Comunista con la liberalización de la economía y la preservación de su hegemonía política? Los dirigentes actuales consideran que todavía hay margen para una liberalización que no cuestione su liderazgo. Y la necesitan para conseguir sus objetivos históricos. Pueden asumir más mercado, más economía privada, pero, pese a todo, solo una democracia que preserve su poder. Para ello el PCCh debe evitar que las nuevas realidades económicas se traduzcan en grupos de presión con vocación desafiante. Hasta ahora lo ha conseguido. No está claro que pueda seguir siendo así en un contexto de reducción progresiva de su poder económico.
¿Tienen sentido los planes quinquenales hoy día? En virtud de la realidad económica y política de China, sin duda, así es y resultan de gran utilidad. Otra cosa es que su protagonismo tienda a la baja a medida que el cambio en el modelo económico se acentúe y emerjan otros actores que pongan sobre la mesa otros modos de operar. Será entonces cuando el PCCh deberá demostrar que dispone de la cintura suficiente para gestionar los nuevos equilibrios. Si sale mal, las cosas podrían torcerse. Y si sale bien, podría morir de éxito.