Esta obra maestra de la literatura en alemán del siglo XX,
La muerte de mi hermano Abel, finaliza donde en realidad todo se inició para su autor: en los juicios de Núremberg. Hae casi 70 años que la tarde del 1 de octubre de 1946, en la jornada de clausura, dos periodistas de poco más de 30 años retransmitían para la radio regional alemana NWDR, bajo control británico, las sentencias a muerte de los principales jerarcas nazis, “los enemigos del mundo”, en palabras de
Rebecca West. Los elegidos fueron Elef Sossidi, de origen griego y nacido en Hamburgo (que se presentaba con el pseudónimo de Andreas Günther para no despertar las suspicacias de los oyentes alemanes) y
Gregor von Rezzori, un apátrida políglota nacido en 1914 en los confines del Imperio austrohúngaro y fallecido en Florencia en 1998.
Rezzori iniciaba así una nueva etapa de su carrera como novelista, periodista de ecos de sociedad y dandi entre las ruinas. Recién iniciada la guerra había publicado una novela sentimental que le deparó unos buenos ingresos, por lo que pasó los años de la contienda en la capital alemana, además de en Pomerania y Silesia, consiguió escaquearse de ser alistado y tener que marchar al frente por su condición de ciudadano rumano (y posteriormente soviético) y formó una familia. Rezzori estaba, desde el 12 de marzo de 1938, cuando las tropas nacionalsocialistas entraron en Viena, a la búsqueda de “la parte perdida de sí mismo”. Esa fecha marcó el inicio de su “era glacial”, que se alargó hasta el verano de 1948, tras una juventud despreocupada y en paz con el mundo.
Durante esos 10 años Rezzori acumuló un odio sin fisuras hacia aquellos que habían aupado a Hitler al poder y habían conducido al país y a Europa al desastre: “Por primera vez me senté y escribí de manera agresiva y me liberé de todo el odio que sentía contra una clase de alemán en concreto”. Odio contra el eterno pequeñoburgués Ödön von Horváth, el
Spießer, ese término alemán que no tiene equivalente en castellano y que va más allá de cualquier estrato social: se relaciona más bien con
poshlost, el término que utilizaba Nabokov para hablar de lo vulgar y rancio. Para Rezzori, con la estadounización de Occidente (esencialmente un fenómeno europeo) y la balcanización de Oriente se perdió para siempre la Europa que él había conocido. “Como los amantes de Aristófanes, busco la parte perdida de mí mismo, la mitad de una dualidad originaria. […] Busco una Europa que todavía era europea”, afirma el protagonista de esta novela.
Esta novela es una declaración de amor a la literatura y una reivindicación del humor
El odio que le sirvió de acicate para escribir primero
Edipo en Stalingrado y después
La muerte de mi hermano Abel, novela en la que estuvo trabajando durante casi 20 años y que redactó en buena parte en su refugio italiano de Donnini, no la convierte en una novela política sino en un clásico de la escritura en alemán: es una declaración de amor a la literatura como medio de salvación y una reivindicación de un humor que seguramente desapareció de Europa tras la Revolución francesa. Rezzori disuelve en la novela muchas de las teorías estéticas sobre la escritura que tan en boga estaban en los años 60 y 70. Aunque su evolución como novelista lo convirtió en uno de los mejores del siglo XX, también fue patente la falta de recepción crítica de su obra en Alemania, que desde el famoso año cero se caracterizó, entre otras cosas, por la falta de humor.
La novela es la confesión nabokoviana de Aristides Subicz (“el que escribe se venga”, afirma en un momento dado el protagonista), aspirante a escritor que se gana la vida como guionista de cine y al que el famoso agente literario Jacob G. Brodny le pide que resuma en tres frases su largamente planeada novela, que sus editores alemanes esperan desde hace años. Lleva 20 trabajando en ella —en realidad es la que estamos leyendo—, pero arrastra tal cantidad de experiencias tan atrozmente desoladoras que le resulta imposible resumir en tres frases de qué va su libro (“Cualquier cosa que narre da lugar a otra narración”).
En este juego de espejos entre autor y protagonista (hay que evitar caer en la tentación de identificarlos como uno solo) nace la novela. Mientras Aristides le explica a Brodny las relaciones que ha mantenido con diversas mujeres, recorre la historia europea del siglo XX, desde el Anschluß austriaco, pasando por la Segunda Guerra Mundial (anticipa el concepto de la banalidad del mal) y los juicios de Núremberg, hasta la posguerra, el despegue económico, la masificación del turismo y la americanización de la cultura.
Rezzori afirmaba que se trata más de un libro para escritores que para lectores. Subicz/Rezzori, a la búsqueda de su identidad, acaba escribiendo una novela genial, una evocación proustiana de una Europa desaparecida. Y para hacer frente a ello solo le queda el humor: parodiándose a sí mismo y a lo que le rodea consigue hacer las paces con el mundo (y con la muerte). Con esta novela Rezzori demuestra que ya no puede ser catalogado únicamente como un memorioso centroeuropeo (en palabras de su traductor) sino como uno de los novelistas más serios de la literatura alemana.