Una de las leyes no escritas del cine de terror es que aquello que el espectador intuye pero no puede ver le producirá más miedo. Lo imaginado siempre es más terrible y oscuro que cualquier ser alienígeno y destructor. En
El proyecto de la bruja de Blair, por ejemplo, jamás se enseña a esa entidad escondida que genera tanta muerte y horror. ¿Es una bruja, un mago, un zombie…? Nunca se sabrá y justamente en no mostrar los colmillos de la bestia radica su éxito y que la película se recuerde como uno de los fenómenos más grandes del cine de finales de los 90.
Citizenfour, a pesar de ser un documental, lleva al espectador a ese estado de constante y trepidante tensión. Estamos en un hotel en Hong Kong donde un simple informático está a minutos de airear los trapos sucios de su jefe: el Gobierno de los Estados Unidos de América.
Ese hombre es Edward Snowden, antiguo empleado de la CIA y de la
NSA. Desde el comienzo del documental la empatía que siente por él es total. Al contrario de Assange, que parece estar más habituado a buscar atención y estar en la mira, Snowden se muestra tímido. No sabe manejar a la prensa. Como la mayoría de los mortales, nunca ha dado una entrevista a una cadena de televisión. Y la primera que da es esta en la que revela secretos de Estado que pondrán en jaque a Estados Unidos.
Citizenfour es el nombre en clave que usó Snowden para comunicarse con la reportera que dirige este documental:
Laura Poitras. Ella, junto con otros periodistas se encuentran con Snowden en Hong Kong. Allí, él les cuenta con lujo de detalles que en los Estados Unidos posteriores al 11-S todo es posible con el fin de escuchar y guardar información de todas las personas que el Gobierno quiera.
Snowden no solo habla de que habitualmente se guardan llamadas telefónicas privadas de personas anónimas. También filtró que la NSA llegó a escuchar las conversaciones de Angela Merkel o los presidentes de otros países como Perú, Somalia, Guatemala, o Colombia.
En ese hotel de Hong Kong, sin que el resto del mundo sepa nada, Poitras y Glenn Greenwald (periodista de
The Guardian) escuchan a Snowden hablar por primera vez de PRISM, un programa de la NSA que se dedicaba a acceder a los servidores de gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Microsoft o Apple. Revela que el gobierno inglés colabora con la NSA en un proyecto llamado Tempora, donde se interceptan todas las transmisiones de internet que Estados Unidos considerarse relevantes alrededor del mundo. Snowden también enseña documentos que prueban la existencia de XKeyscore, una herramienta que permite a la NSA buscar todo lo que hace una persona en internet. En cualquier parte del mundo, a cualquier hora, sin importar quién sea o el nivel de seguridad que supuestamente tenga.
Y cuando todo esto falla la NSA cuenta con un plan B. Sin ningún problema se infiltra en los centros de datos de Yahoo o Google para sacar información, sin que lo sepan las empresas. Leen y guardan desde correos electrónicos, post de Facebook o SMS.
Después de cuatro días de entrevista en esa habitación de hotel de Hong Kong, desvelan su nombre a los medios de comunicación. Es impactante ver a un Snowden en pijama, frágil, minutos después de haber perdido su anonimato, viéndose a sí mismo hablando de las prácticas del Gobierno de Estados Unidos en todas las televisiones del mundo.
Lo que sucede a continuación parece sacado de un
thriller de los años 70: Estados Unidos pide inmediatamente después su extradición —la mejor manera de probar que todos los documentos revelados por Snowden son reales— y comienza su frenética huida. Cancelan su pasaporte mientras viaja a Cuba y se queda atrapado sin documentos válidos para viajar en el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú.
Pero esta historia no solo es de Snowden. Los periodistas que tuvieron el valor —y hasta cierto punto la inconsciencia— de hacer llegar esta historia a todo el mundo también han tenido que padecer lo suyo por ejercer libremente su profesión y comunicar esto al mundo. Laura Poitras, estadounidense, vive su exilio particular en Berlín. Pero a pesar de estar lejos de casa, nunca se siente sola. Según sus propias palabras no sabe en ningun momento si está en un sitio privado o no. O si alguien está vigilándole o no.
En la vida de Poitras esto no es nuevo a partir de
Citizenfour. Ha dirigido el documental
My Country, My Country, donde relata, sin omitir los detalles más incómodos para su Gobierno, la vida en Irak y su pueblo después de la ocupación estadounidense. Para su realización entrevistó a muchas fuentes, entre las que se encontraba Riyadh al Adhadh, un insurgente suní. Por esas comunicaciones, Poitras pasó a estar en la lista de vigilancia del Gobierno de Estados Unidos. Desde entonces entrar o salir de su país natal se ha convertido en una pesadilla. La han detenido e interrogado en más de 40 ocasiones. El documental de Snowden ha hecho poco para mejorar su estatus frente al gobierno. Por eso —y para que el FBI no confiscara el material de
Citizenfour— decidió afincarse en Berlín y editar la película allí.
Glenn Greenwald era el otro hombre en aquella habitación de hotel. Periodista de
The Guardian, fue el primero en publicar toda la información que estaba filtrando Snowden en tiempo real, desde Hong Kong.
Cuando
Citizenfour aún no se había estrenado y simplemente era un proyecto, Greenwald visitó a Poitras en Berlin. A las 5:30 de la mañana recibió una llamada de “alguien del aeropuerto de Heathrow”. David Miranda, la pareja de Greenwald que viajaba a su país natal, Brasil, había sido detenido por cometer “actos de terrorismo”. Fue liberado horas después, pero la amenaza era evidente: ese documental estaba poniendo a mucha gente nerviosa. Los periodistas decidieron seguir adelante. Está claro que Poitras y Greenwald se han ganado a pulso ser los Bob Woodward y Carl Bernstein del siglo XXI.
Citizenfour ganó un Oscar a mejor documental y su valor es inestimable. Acerca al público un héroe de carne y hueso que desinteresadamente se ha puesto en la palestra para dejar en evidencia el lado más sucio de los gobiernos tanto de George W. Bush como Obama.
Snowden está nominado al premio de los Derechos Humanos que otorga el Parlamento Europeo y tiene una estatua en Ginebra. Su historia ha motivado a Oliver Stone a preparar un largometraje sobre su vida de este informático que es casi un personaje de John le Carré en la vida real.
La pena es que muy probablemente, Snowden pasará muchos años sin poder volver a su país, Estados Unidos. Sigue exiliado en Rusia. Tiene residencia alli hasta 2017. Y a pesar de ser el único país que se atreve a alojarlo, Snowden muestra su rechazo frente a las leyes homofóbicas de Putin.
A medida que avanza el documental es imposible no preguntarse por qué Snowden se pone en la mira de esa forma. Sin tener ni poder ni dinero para defenderse. La respuesta es que Snowden es un héroe con el único superpoder que más escasea en el mundo: la verdad.