El estado del pacto
La renuncia de Mariano Rajoy a someterse a una votación de investidura ha puesto de manifiesto que, seis semanas después de la celebración de las elecciones, el presidente en funciones no ha adoptado ninguna iniciativa política para formar gobierno. Resulta así que el mismo líder que reclamó durante la campaña el supuesto derecho a gobernar de la fuerza más votada, no de la que logre conformar una mayoría parlamentaria, se ha abstenido de desarrollar cualquier estrategia para hacerlo valer a partir de los resultados que le otorgaron las urnas. Con ello, Rajoy no solo se ha burlado de la representación que le confiaron sus votantes, sino que ha provocado una grave alteración en el funcionamiento de las instituciones.
El vacío político creado por Rajoy, y que tampoco los restantes líderes han sabido colmar, ha convertido un mecanismo reglado como el traspaso de poderes en un impredecible barrizal ocupado a partes iguales por los gestos espectaculares de los partidos y el arbitrismo sensacionalista de las tertulias. Con un Parlamento paralizado porque está faltando a la responsabilidad de impulsar las previsiones constitucionales quien sigue teniéndola, no puede resultar extraño que las posibilidades de configurar una mayoría de gobierno parezcan desvanecerse. La idea de que la renuncia de Rajoy facilitaría el acuerdo parece olvidar que la corrupción del PP es tan generalizada que, en circunstancias normales, no bastaría la dimisión del líder para depurar las responsabilidades. Pero tampoco las actuales son tan anómalas como para no ofrecer a unos ciudadanos castigados por la crisis otra alternativa que mantener en el poder a ese PP.
Lo que en teoría resulta tan factible parece casi imposible en la práctica, no solo porque la distancia ideológica entre las fuerzas políticas al margen de los populares dificulta completar una mayoría, sino también porque no todas ellas tienen la sincera voluntad de hacerlo. Entre los emergentes, Ciudadanos se ha mantenido en un segundo plano que al final no le deja otra alternativa que renunciar a una de sus dos principales banderas, bien transigiendo con la corrupción de los populares, bien con las eventuales cesiones territoriales de los socialistas. En cuanto a Podemos, la convicción de sus dirigentes de que la política se decide a golpes de efecto ha convertido esta fuerza en una veleta loca, que tan pronto traza infranqueables líneas rojas para pactar con los socialistas como les lanza intempestivas propuestas de gobiernos de coalición, repartiéndose de antemano los cargos. Por lo que respecta a los socialistas, la división interna provocada por la irresponsable ambición de los barones no solo desincentiva a los restantes grupos para alcanzar un acuerdo, sino que anula cualquier margen de maniobra de su líder, Pedro Sánchez, que tampoco parece haber asumido que un gobierno apoyado por Podemos y los nacionalistas sería suicida para él y para el país. Son los socialistas quienes aún tienen la baza de recordar que el auténtico pacto de Estado que se les reclama no es entre ellos y los populares, sino entre Podemos y Ciudadanos, que son las fuerzas que mantienen las posiciones más alejadas en los principales problemas del país. Mientras ese pacto no se produzca y los socialistas no sean capaces de liderarlo, la aventura de formar gobierno es temeraria para Sánchez e irrealizable para los populares.