El día de la muerte de Bing Crosby
En todas las nochebuenas que pasé con él, mi padre acababa en un momento u otro cantando White Christmas. Se sabía los dos primeros versos y luego algún otro verso más, y entre medias completaba los vacíos con largos naná-nanás cargados de sentimiento:
-I’m dreaming of a white Christmas just like the ones I used to know, nananá-na-naná..., and children listen...
Pero aquel viernes faltaban aún más de dos meses para la Nochebuena. Yo venía de jugar al fútbol, y para meterme en la ducha tenía que esperar a que mi madre lavara el pelo a mis hermanas, que a la mañana siguiente tenían uno de sus habituales castings. Cristina y Paloma no sabían cantar ni bailar y jamás habían llegado a actuar, pero mi madre estaba convencida de que eran dos niñas prodigio. En el sillón, mi padre, con una copa de coñac en la mano, volvía una y otra vez al comienzo de la canción:
-I’m dreaming of a white Christmas...
Tiré al bidé la camiseta sudada y me agaché sobre el grifo del lavabo para beber a morro. Mi madre frotaba simultáneamente las cabezas de mis hermanas, que colgaban sobre el borde de la bañera con medio cuerpo dentro. Protestó:
-Así no se bebe. ¿Cuándo aprenderéis?
-¿Han adelantado las Navidades? —dije.
-Se ha muerto Bing Crosby —explicó mi madre, y la voz de mi padre llegó desde el cuarto de estar:
-En Madrid. ¿Te lo puedes creer? En un club de golf a las afueras de Madrid. Yo pensaba que la gente como él solo podía morirse en Nueva York o en Londres o en París. ¡Pero morirse en Madrid, en las afueras de Madrid...!
Mi madre abrió el grifo de la bañera y comprobó la temperatura con el codo. Luego volvió la cara hacia la puerta y dijo:
-Podrías enseñarles esa canción a las niñas.
-¡No te oigo! —dijo mi padre.
-¡Que podrías enseñarles la canción! ¡Tendría gracia oírles cantar en inglés! —y, como su sugerencia no obtuvo respuesta, sacudió la cabeza y añadió:
-¡Qué más da...!
Me duché, me puse ropa limpia y me repantingué en el sofá. Mi padre, achispado, hablaba como para sí:
-Me acuerdo del disco. Blanco, muy alegre. Bing Crosby con gorro de Papá Noel y una pajarita hecha con hojas de acebo. Lo tenían en casa de los ricos del pueblo, los únicos que tenían tocadiscos. Todas las Navidades acompañaba a mi padre a pedir el aguinaldo. Nos hacían pasar, nos invitaban a merendar, nos ponían villancicos... ¡La primera vez que oí esa canción me enteré de la existencia de los idiomas extranjeros, ja ja! Recuerdo que agarré la mano de mi padre y le pregunté qué era eso que estaba diciendo el cantante. Se lo pregunté en voz baja, para que no me oyeran los señores de la casa. No entendía ni una sola palabra pero me avergonzaba que esa gente se enterara. ¡Eso lo heredé de mi padre! ¡Éramos pobres e incultos, pero éramos orgullosos! —aquí soltó un bufido—. Fue lo único que heredé de él...
-¿Y qué dijo? —dije.
-¿Quién?
-Tu padre. ¿Qué dijo cuando le preguntaste...?
-¿Qué querías que dijera? Que estaba en inglés, supongo. No me acuerdo.
-Nunca hablas de tus padres. Ni de tu pueblo. No sé nada de tu infancia.
Mi padre, torciendo el gesto, se incorporó para dejar la copa en la mesita.
-Bah, no hay mucho que contar. Éramos pobres como ratas —y dio la conversación por terminada.