El Estado de bienestar tal como lo conocemos se originó y desarrolló en Europa occidental, en momentos económicos diferentes según países, y se ha mantenido en sus rasgos principales pese a las distintas coyunturas sociales y económicas a las que se han visto sometidos. En todos ellos, sin embargo, destacaba una constante fundamental: una estructura poblacional de corte piramidal que aseguraba su mantenimiento. Esto ha supuesto una especie de contrato implícito entre trabajadores y parados, jóvenes activos y pensionistas, población sana y con dependencia.
Hoy los escenarios demográficos han variado y el ciclo económico también. De modo añadido, y estructuralmente, la globalización está haciendo tambalear las finanzas públicas. La competitividad, la productividad y la innovación presionan sobre los gastos sociales. Que se consiga compatibilizar competitividad y Estado de bienestar no resulta obvio, al deslocalizarse —incluso bajo centros de decisión occidentales— ingentes actividades productivas.
La teoría de los vasos comunicantes implicaría que la internacionalización de la economía y el libre comercio favorecen un nuevo balance sin tantas diferencias entre países entre el peso de población, la renta y el gasto social, en una convergencia que hace difícil mantener estándares occidentales de bienestar, pero que mejora a cientos de millones de ciudadanos que salen de la miseria.
El nuevo empleo hoy creado es frágil, espurio, “uberizado”, variable, líquido, a coste marginal y sin permanencia
El nuevo empleo hoy creado es frágil, espurio, “uberizado”, variable, líquido, a coste marginal, sin lealtades para siempre entre empleador y empleado, sin permanencia, lo que dificulta la aplicación de los viejos instrumentos de recaudación fiscal: la identificación de contribuyentes, hechos imponibles y la mayor elusión fiscal predecible. Tampoco por el lado del gasto las cosas resultan claras: ¿dónde colocar, por ejemplo, los targets sociales cuando son tan móviles, intersticiales y con células de agrupación —familia/país— poco constantes?
En consecuencia, el Estado de bienestar tal como lo tenemos hoy necesita una importante reconstrucción: existe aluminosis en algunos campos, inadaptación a las nuevas necesidades en otros, pero en todo caso, precisa una revisión técnica y nuevos planos que garanticen la sostenibilidad y solvencia de su arquitectura. Esta redefinición es necesaria también para conseguir una mayor efectividad y eficiencia de sus prestaciones y una distribución más justa de las cargas y beneficios asociados a su financiación.
La legislatura de Rajoy
Resulta muy difícil objetivar con datos la herencia que deja en el gasto social la legislatura de Mariano Rajoy. Lo peor, sin duda, es el conductivismo negativo de la corrupción (“Luis. Lo entiendo. Sé fuerte”) que deslegitima en buena parte la austeridad impuesta. Y como siempre (recuérdese Maastricht), ante un ajuste fiscal aceptado supuestamente a regañadientes por el Gobierno, desde la inmadurez de no reconocer lo propio como necesario, para poder así cargar a la troika, Merkel, el MOU y tutti quanti la presión para obligarnos a algo que sabíamos que debíamos hacer en cualquier caso: poner orden en nuestras finanzas públicas, aun sin reconocernos culpables del adefesio.
La demagogia de los datos permitiría hoy un máster, vista la maestría con la que Gobierno y oposición distorsionan las cifras
Por lo demás, la demagogia de los datos permitiría hoy un máster, vista la maestría con la que Gobierno y oposición distorsionan las cifras. En efecto, alguien podría pensar desde una óptica macro (gasto/PIB) que de recortes, pocos, al no visualizar los descensos del numerador con descensos iguales o superiores del denominador: ¡es la ambigüedad de las ratios! Decir que el gasto social ha ganado peso o se ha mantenido dentro del total del gasto presupuestado es apuntarse como éxito la disminución de otras partidas y en especial del coste financiero de la deuda, sin duda no imputable totalmente al buen hacer gubernamental ya que ha venido dado del “hacer lo que haga falta” del
Banco Central Europeo.
Por lo demás, el gasto social capitativo puede incluso haber mejorado en algunas políticas, puntualmente, con la reducción de la presión demográfica de la inmigración. Y finalmente, también se puede conseguir torturar datos adecuando la “base cien” del punto inicial de la comparativa, o remarcando como éxito la menor reducción de un decrecimiento (como si en todo no hubiera un suelo) o el haber centrifugado a futuro la financiación de un gasto presente.
Cinco observaciones y un balance
De modo que daré solo algunos breves apuntes de lo que, quien suscribe, cree que es el registro destacable de la legislatura que ahora acaba. Primero, es muy difícil traducir contención de gasto o reducción de expectativas de aumento —que sin duda se ha producido— en disminución de prestaciones reales. Por un lado porque su equivalencia depende del comportamiento de los profesionales públicos. Lo peor aquí ha sido el corporativismo sanitario, que ha amedrentado en centros públicos a los enfermos con lo de “los recortes matan”. En
segundo lugar, el encaje principal de los recortes se ha producido en salarios (costes unitarios de prestación, habida cuenta de la mayor productividad aparente: menos sustituciones, menor absentismo, amortización de plazas).
Tercero: el fiasco más visualizable de la legislatura es la retemporización de la ley de dependencia, algo inevitable aunque injusto por las expectativas creadas en estos grupos de población socialmente más frágiles. Pero de ello no cabe imputar a este Gobierno sino en todo caso al anterior. Cuarto: en materia de educación, investigación y ciencia los recortes son a corto plazo opacos, ya que trasladan sus efectos en el capital humano y en la innovación al medio y largo.
Elementos estructurales y coyunturales han permitido al Gobierno que cesa poco más que salvar los muebles del gasto social
Finalmente, en materia de jubilación lo hecho bien hecho está, pero resulta a todas luces insuficiente. Son sus déficits mayores las salvaguardas a la indiciación de pensiones y esta injusta idea de no ligar la edad de jubilación a la disposición del trabajador activo al mercado de trabajo, contabilizando los periodos generosamente para madres y parados, a efectos de hacer más flexible y equitativa la salida del mercado de trabajo para los distintos colectivos. En particular en nuestro país, visto el gradiente social existente entre clase social y esperanza de vida.
Vemos pues que elementos estructurales (demografía y mercado de trabajo) y coyunturales (la crisis económica) han permitido al Gobierno que cesa poco más que salvar los muebles del gasto social, ante unas cifras de paro que, sin el colchón de las rentas familiares y la economía sumergida, hacen inexplicable que no se haya traducido en una verdadera quiebra social. El interrogante que queda para la próxima legislatura es que lo que se ha hecho a toda prisa en la actual no es replicable ya para la futura.
Corregir la desigualdad creciente
Pero contrariamente a lo que se piensa, incluso en economías obligadas a acometer aún importantes ajustes fiscales, como la española, las cosas se hubieran podido hacer mejor. Existe el espacio suficiente para desarrollar políticas preocupadas en corregir la desigualdad creciente, a través de la elección de una combinación correcta de medidas de intervención con distinto grado de progresividad y una apuesta más decidida por priorizar las actuaciones de gasto según criterios de coste-efectividad social.
En efecto, en muchas de nuestras economías las desigualdades de renta generadas por el mercado (distributivas, esto es, antes de impuestos y transferencias) aumentan con la consolidación fiscal. Sin embargo, el ajuste puede cambiar con la aplicación de medidas redistributivas complementarias. En casi dos tercios de los casos, las medidas fiscales comportan una disminución en la desigualdad (en el índice de Gini de renta disponible) o una compensación, aunque sea parcial, del empeoramiento procedente de las rentas del mercado.
Esto se hubiera podido conseguir incluso con medidas como los recortes salariales en el sector público, siendo estos mayores en las partes altas de la distribución de los salarios, o a través de reducciones superiores en los beneficios de las pensiones más elevadas, o bien mediante aumentos en la imposición progresiva sobre la renta. Por lo demás, en procesos de ajustes fiscales, cuando las transferencias existentes están orientadas a los grupos de menor renta, los recortes dañan posiblemente a los más pobres.
En España, los efectos relativos que produciría una reducción drástica de las transferencias no serían tan malos como en otros países, dado que la participación de los grupos de mayor y menor renta en las transferencias recibidas se sitúa por debajo de la media de la
OCDE. Es decir, la “tiranía de la clase media” hace que la focalización del gasto sea muy baja en España, si la comparamos con Suecia, Dinamarca, Reino Unido u Holanda. Esto sugiere que la consolidación fiscal no necesariamente debería dañar demasiado, por esta vía al menos, la desigualdad social en España: la congelación del salario de los empleados públicos y los recortes en el gasto corriente no habrían de generar forzosamente una reducción mayor del bienestar relativo de los más pobres.
Borrón y cuenta nueva
El discurso de política social requiere hoy incorporar ambos lados del presupuesto simultáneamente: no solo el gasto, sino también los ingresos. ¿En qué y para qué se gasta y cómo se financia? Esto es particularmente importante en un marco de imposición que cada vez es más dual, lo cual requiere garantizar en mayor medida la incidencia redistributiva del gasto, es decir, compensar la regresividad incorporada por el lado de los ingresos.
Sin embargo, esta medida implica una mayor atención a la prueba de medios y necesidades para orientar la política social a aquellos que lo necesiten, aunque este selectivismo pueda incomodar a los políticos —de ahí los cambios de marco propuestos en favor de la agencialización de la ordenación de prestaciones para el establecimiento de prioridades— y complica la vida a los gestores públicos. Además, obliga a la sociedad a acordar una mayor penalización del fraude fiscal, de los incumplimientos y de las elusiones: ni un reconocimiento social a quien no se identifique fiscalmente con su país. Aquí las responsabilidades son nuestras, no riendo las gracias a ningún evasor y, por supuesto, sin prebenda nacional alguna para los expatriados fiscales.
Sería imperdonable en todo caso acabar esta reflexión sobre el futuro de la protección social sin reconocer lo conseguido. Una esperanza de vida en el top de los países occidentales, una calidad de vida de país mediterráneo avanzado y un capital humano y capacidad investigadora de nuestros profesionales muy por encima de lo que sería esperable dada la renta del país y la financiación pública que al gasto social dedicamos.
Nuestro bienestar, todos los aspectos incluidos, públicos y privados, de capital y corrientes, de stock y de flujo, está en la parte alta de muchas comparativas internacionales. La crisis económica vivida ha acentuado la sensación de fragilidad de lo conseguido. A la angustia de quienes soportan las injusticias del reparto de las consecuencias de las coyunturas económicas se añade la duda sobre la operativa de las redes de protección social que las hayan de acompañar.
Desde una óptica estructural, ha de preocupar tanto o más de nuestro Estado del bienestar su solvencia (esto es, la capacidad de solucionar nuevos retos y alternativas cambiantes) que la sostenibilidad financiera en sí misma, que tiene naturaleza política y esperemos que coyuntural. Dificulta la solvencia adaptativa el corporativismo que atenaza a menudo el sector público de quienes identifican su bienestar como trabajadores del Estado con su papel real de trabajadores al servicio del Estado del bienestar.
Y todo ello en un contexto en el que la política con minúsculas lo invade todo e impide consensos. Paro y rentas ciudadanas, listas de espera y costes prohibitivos de algunas innovaciones, expectativas frustradas de ayudas a la dependencia y carencias del cuarto pilar del Estado del bienestar, reivindicaciones de gratuidad garantizada de lo mejor para todos en cualquier momento y lugar... son moneda común en un lenguaje que expresa insatisfacción y enturbia las consecuciones sociales del último cuarto del siglo pasado. Es el estado de malestar con nuestro Estado del bienestar.
Y mientras tanto, lo nuevo que no acaba de nacer, no habiendo muerto aún lo viejo. Una sociedad de bienestar que se quiera menos estatalizada, mejor gestionada, politizada en mayúsculas solo en los grandes consensos, con una responsabilidad individual en coherencia con el siglo en el que estamos, una innovación tecnológica definitivamente disruptiva que se resiste desde el statu quo de las inercias de nuestras administraciones, y el reconocimiento adulto de que nada en la vida resulta gratis. Y es que no podemos acceder a prestaciones sociales de primera con impuestos de segunda.