De víctimas y agresores
El periodismo vive una nueva etapa en la que la autorreferencia, el corporativismo y la precariedad amenazan la visión crítica
Andamos en campaña electoral desde septiembre de 2015 y esa situación va a redoblar su intensidad hasta el 26 de junio, fecha del regreso a las urnas. Un proceso que ni pintado para la exaltación de las diferencias entre las fuerzas políticas contendientes, incitadas a complacer al público, que siempre reclama más caña. Pero si de la bronca política pasáramos a la mediática, podríamos comprobar cómo al hilo de los papeles de Panamá, a partir de los datos en bruto y de los refinados, compitiendo en la captura del recurso más escaso —la atención del público—, se han declarado guerras donde, como en las Malvinas, se han querido imponer zonas marítimas de exclusión, al modo de las dictadas entonces por la Royal Navy.
Consideraciones en frío sobre las guerras mediáticas en curso
Sucede que durante años los periodistas enrolados en la dotación de un determinado medio habían tenido libertad para colaborar en otros, sobre todo si su sistema de difusión era de modalidad diferente. Así, por ejemplo, su producción periodística en soporte papel podía tener un destino exclusivo mientras que la destinada a la radio o a la televisión era de libre oferta, o viceversa. Existen diversas escuelas de pensamiento sobre si el periodista contratado por un medio ha de entregarle toda su fuerza de trabajo o tan solo la que corresponde a un determinado horario laboral. Lo más adecuado sería que la resolución de las ambigüedades se remitiera al contrato entre las partes. En todo caso, tanto los redactores como sus jefes a todos los niveles deberían hacer renuncia expresa de instrumentalizar el medio a favor de intereses o afinidades particulares. Una exigencia que habría de ser directamente proporcional a la graduación ostentada por cada tripulante.
Aquí, el estilo es muy diferente porque prevalece aquello de que en periodismo no hay abuelas y cunde la autorreferencia hasta la saturación. Cuestión diferente es que los periodistas tengan la obligación de sopesar cuánta desatención y cuánto sesgo de estereotipos negativos brindan sus medios al estigmatizar unas veces de manera directa y otras mediante la yuxtaposición de nombres propios, preferentemente conocidos, a situaciones de violencia, corrupción o delincuencia organizada. Habida cuenta de que ese proceder facilita el paso de la contigüidad a la causalidad, de manera que la mera proximidad muchas veces fortuita se interpreta como causa eficiente.
Se impone una renuncia expresa a instrumentalizar los medios
Desde luego, la cuestión de los damnificados por los medios es del máximo interés aunque el corporativismo ambiental la haya venido relegando. Está relacionada con la asimetría entre los particulares y los medios. Además, en nuestro país viene agravada por la resistencia a difundir las réplicas de los afectados. Aquí se entiende que quien calla otorga; quien rectifica, ratifica; y quien acude a los tribunales ve amplificada y reiterada la afrenta recibida. Amplificada porque su demanda toma estado público y se multiplica su inserción en todos los medios y reiterada porque cada vez que pasa por las innumerables vicisitudes procesales da ocasión a que vuelva a recordarse el agravio inicial. Luego, dada la lentitud de las instancias judiciales, cuando llega la sentencia incluso favorable para nada alivia los efectos que ya se han derivado de forma irreversible.
Es inválido el intento de refugiarse en la asepsia y desentenderse de las consecuencias que desencadena la difusión de los hechos en forma de noticia. Los periodistas deben asumir la responsabilidad de haber elegido entre una infinidad multiforme aquellos hechos que inyectarán como noticias en el torrente intravenoso de la actualidad. Se comprende que mucha gente de ninguna forma quiera salir en los papeles, como antes se decía, y que la prueba de una vida decente haya sido durante muchas décadas haber aparecido solo en la esquela que daba cuenta de su defunción.
Debería evitarse el paso de la contigüidad a la causalidad
De ahí las llamadas a la escrupulosidad de los medios que inducen el juicio de sus audiencias y la advertencia de que se apliquen a erradicar comportamientos desleales y sectarios. El manual de autoprotección a distribuir cuanto antes a los ciudadanos convendría que señalara cómo los medios especializados en comparecer como víctimas se asumen de manera mucho más frecuente la función de agresores despiadados de particulares sin capacidad alguna de réplica proporcionada o se erigen en combatientes ardorosos contra algunas causas por el mero hecho de que carezcan de valedores que las hagan respetar.
La Constitución incorporó en su artículo 20 el derecho a la cláusula de conciencia. Que solo se haya invocado este derecho en una ocasión cuando han sobrado tantas oportunidades recomendaría emprender alguna reflexión. ¿O es que nunca ninguna publicación ha cambiado su línea editorial de manera que a los redactores les hubiera valido la pena invocar ese derecho y obtener así las condiciones de un despido improcedente?
La autorreferencia ha cundido hasta la saturación degradante
En sentido contrario, se han formulado propuestas muy audaces, como la presentada en un librito sobre la libertad de prensa por Pedro José Ramírez, en favor de la instauración a la recíproca de la “cláusula de conciencia empresarial”, a tenor de la cual, si fuera la empresa editora la que se mantuviera fiel a los principios declarados y el periodista quien cambiara de convicciones, podría ser despedido sin indemnización alguna. Celebremos, pues, que esta segunda versión siga sin implantarse abiertamente. En cuanto al derecho al secreto profesional en el ejercicio de las libertades que reconoce y protege el artículo 20 de la Constitución continúa el debate sobre si se trata de un derecho o si más bien es básicamente un deber que debe honrar el periodista respecto a su fuente.
La cuestión de los damnificados por los medios se ha venido relegando
Llegados a este punto subrayemos que la calidad redunda de modo directo en la independencia de los medios y, por tanto, de las libertades siempre amenazadas de oxidación. Reconozcamos también que esta vez la crisis, en vez de prosperidad, está generando precariedades a los medios, que las precariedades dificultan el disentimiento e inducen a la sumisión, que vician el resultado y que erosionan el valor de la marca bajo la que se difunde una información carente del elemento diferencial de credibilidad y prestigio exigible. En definitiva, que el periodismo solo prevalecerá anclado en la responsabilidad y la visión crítica y para eso harán falta periodistas profesionales.