21/11/2024
Literatura

Alicia cumple 150 años

El escritor era también matemático y fotógrafo, y tenía amigas que inspiraron sus ficciones

Ada del Moral - 06/11/2015 - Número 8
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Alicia cumple 150 años
Alice Liddell. Lewis Carroll / Fundación Howard Gilman, 2005

Una dorada tarde de verano de 1862, un pato, un dodo y tres niñas bonitas salieron en barca. El pato y el dodo eran el reverendo Robinson Duckworth y Charles Lutwidge Dodgson, un joven diácono tartamudo. Las niñas eran Lorina, Alice y Edith, las hijas del estirado deán de Oxford, Henry Liddell. La favorita del dodo era la mediana, Alice Pleasance, cuyo apellido en inglés del siglo XIV significaba diversión o placer. Y, por darle gusto a aquella niña, un tiempo después le entregaría el manuscrito de las Aventuras subterráneas de Alicia. “Acepta este cuento, Alicia, y con sus mil fantasías haz un sueño delicado. / Será como flores nuevas / que alguien muy viejo recuerda haber cogido hace mucho / para alguien muy amado”, reza la dedicatoria.

Pero quien envejeció fue Alicia, no Dodgson, y este relato sería más tarde Alicia en el país de las maravillas, cuya primera edición fue ilustrada por Sir John Tenniel y luego por Rackham, Lola Anglada y otros grandes artistas. Dodgson logró crear un mundo infinito y elástico, un libro universal que no se deja leer por cualquiera. 

De forma casi paradójica, muy apropiada para sus nonsense, sus personajes han pasado a formar parte del imaginario común, a pesar de que renegara de ellos y de su otra identidad: Lewis Carroll, sobrenombre creado a partir de la latinización de Charles y el apellido de su madre, Lutwidge. El resultante de Ludovicus Carolus en inglés es Lewis Carroll.

“Para nosotros era la misma persona”, dirían las niñas, ya mujeres, que le trataron hasta que en 1898, a los 66 años, le mató una neumonía. A partir de entonces, la leyenda no haría más que engordar con mentiras, medias verdades y ansias de captar en Carroll la perversidad. 

El último dardo es un documental de la BBC, El mundo secreto de Lewis Carroll, donde se le acusa de pedofilia una vez más, gracias a una supuesta fotografía de Lorina Liddell desnuda que, de ser cierta su autoría —solo cinco desnudos se conservan de la gran obra fotográfica de Carroll—, habría sido consentida por sus padres y arrojaría luz sobre las desavenencias entre los Liddel y Carroll y los porqués de su abandono de la fotografía en 1880, harto de las habladurías. 

Un hombre poliédrico

Carroll fue un hombre dual, tan tímido como osado, de una voluntad tenaz y sin pelos en la lengua. Era capaz de escribir a una madre poco receptiva: “Querida Mrs. Mayhew… tengo que hacerle un ruego alarmante. Admiro la forma humana y casi nunca tengo la posibilidad de fotografiarla como quisiera, ya que las modelos profesionales suelen ser feas y maleducadas, así que mi única oportunidad son las amigas. Su Ethel es una criatura preciosa e inocente. Mi humilde ruego es, pues, que traiga a sus tres niñas y me permita sacarlas en grupo sin ropa ni simulacro de ella. Temo que una insuperable objeción para usted sea Mrs. Grundy…”; y, al mismo tiempo, de sincerarse con el futuro actor Bertie Coote así: “Querido Bertie, me hubiera encantado escribirte [...]. El mayor obstáculo es mi gran aversión a los niños. ¡Los detesto como se detestan los sillones o la tarta de ciruela! ¿Tienes hermanas? Si las tienes, transmíteles mi cariño”. Si Bertie siempre le tuvo por un “hombre con un cerebro extraordinario y el corazón de un crío normal”, su madre y hermanas le advirtieron del peligro de relacionarse con  tantas jovencitas, aunque fuera de una en una. “Cada uno pasa la vida como puede”, les respondió. 

La leyenda se ha engordado con medias verdades y ansias de captar en Carroll la perversidad

Sus relaciones familiares eran cordiales, pero era reservado con su intimidad. De sus siete hermanas y tres hermanos, los que se casaron lo hicieron tras la muerte de sus progenitores. Carroll debía pensar que ya le habían condicionado bastante dedicándole a la Iglesia: nunca tuvo una fe desmedida ni grandes problemas excepto en Rugby School, en el condado de Warwick, una de las instituciones educativas privadas más antiguas de Inglaterra. “Por nada en este mundo volvería de nuevo a vivir los tres años que pasé allí […]. Puedo decir, honestamente, que si hubiese estado […] a salvo de la molestia nocturna, la dureza de la vida diurna se me hubiera hecho, en comparación, muchísimo más soportable.” Luego se instaló en el oxoniense college de Christ Church y vivió de sus clases de Matemáticas sin mayores sobresaltos.

Fue un victoriano de los pies a la cabeza, pero con insólitos matices. Aunque cortó relaciones con la actriz Ellen Terry cuando vivió en concubinato y pedía permiso a los padres de sus amiguitas para llevarlas a una de sus representaciones, también tuvo el ingenio de usar las convenciones como muro para su privacidad, nada inocente ni tampoco malvada. Además, donó importantes sumas a sociedades protectoras de mujeres y niños abandonados o maltratados, como ha revelado Jenny Woolf en The Mystery of Lewis Carroll (St. Martin Press, 2010). Aunque este detalle solo ha despertado más sospechas en los sectores más puritanos. 

La última en defender la figura del escritor ha sido la biznieta de Alicia, Vanessa Tait, cuyo debut literario, The Looking Glass House (Corvus, 2015), ficcionaliza la relación entre Alicia y Carroll a través de los ojos de la institutriz Miss Prickett. Tait sabe por los archivos familiares que Carroll pudo querer prometerse con Alicia  —el límite entonces era de 12 años y Alice tenía 11 cuando las relaciones se rompieron— y que la familia pudo negarse, pues ni imaginaban las posibilidades de aquel joven, porque sus visitas incomodaban a la madre. 

A partir de entonces los contactos, esporádicos, quedaron anotados en su diario, donde analiza la evolución de Alicia, que culminaría en un retrato fotográfico, ya convertida en Mrs. Heargraves. De algún modo, siempre siguieron unidos por la otra Alicia. 

Los contactos quedaron anotados en su diario, donde analiza la evolución de Alicia Liddell 

En 1932 el mundo obligó a dar la cara a la Alicia de carne y hueso. La famosa visita de la anciana a Estados Unidos y la expectación que despertó aquel último nexo viviente entre la realidad y el mito inspiraron la novela Alicia a los ochenta (Laia, 1989), de David Slavitt, y la notable película Dreamchild (1985), protagonizada por un Ian Holm en estado de gracia y las criaturas de Jim Henson. Es la más interesante versión cinematográfica junto con la inquietante Alice (1988), de Jan Svankmajer.    

Inclasificable                   

El problema de Carroll-Dodgson es que es inclasificable, mal que les pese a los amantes del psicoanálisis. Ceñirlo a una o varias patologías nunca ha bastado para explicarlo. Una injuria que le ha perseguido es que sus amigas dejaran de interesarle al crecer. 

Con muchas conservó relaciones muy intensas, casi todas lo defendieron y entre muchas hubo recelos, como si fueran las viudas de Poe, otro romántico de fondo oscuro, aunque no mandara besos por quintales ni maliciosos guiños por carta. Sus nombres son Mary Brown (1861-?); Gertrude Chataway (1866-1951), a quien dedicó La caza del Snark (“A mi querida niña en memoria de las doradas horas de verano y los susurros del mar estival”); Edith Rix (1866-1918); Theodosia Heaphy (1859-1920); las hermanas Drury o Enid Stevens. 

Con todas cultivó una intimidad donde cada cual podía ser uno mismo, sin convenciones ni corsés. Su común denominador era él, que en compañía adulta parecía serio y tímido y con las niñas, alguien seductor y sorprendente. Dodgson, atrapado en la asfixiante corrección de su época, se sirvió de la lógica para el disparate y utilizó la extrema formalidad para sus trasgresiones, aunque tuviera que dárselas de estrecho, cabrearse con madres o fingir docilidad. Era el rey de los órdagos, el perfecto Snark a quien nunca se da caza. Sin embargo, sombras y complejidad no significan necesariamente maldad. 

Tampoco es cierto que su círculo estuviera compuesto solo de niñas. Las 6.000 cartas registradas en la monumental y expurgada The Life and Letters of Lewis Carroll (T. Fisher Unwin, 1898), de su sobrino Stuart Dodgson Collingwood, muestran a un hombre con un círculo de relaciones amplio y variado. ¿Raro? Desde luego. 

Como bien argumentó Patrick, patriarca del clan literario Brönte, “de no ser así, tampoco habría tenido hijos como los míos”. La misma ecuación se le puede aplicar a Dodgson-Carroll, que cultivó jovencitas y creó a cambio gran literatura, nacida del amor correspondido y no correspondido. 

Según pasaban las décadas y sus personajes se convertían en clásicos, se centraba más en las matemáticas y le costaba encontrar nuevas amistades especiales. Pero era incansable, según comenta a sus amigas más íntimas, a pesar de los fracasos con la después novelista Margaret L. Woods, cuya falta de maña matemática le horrorizó durante un viaje en tren, o con el hijo de Ellen Terry, Edward Gordon Craig, y la sobrina de la reina Victoria, que le consideraban un plasta tonto de remate con su maleta repleta de juegos y sus invitaciones a tomar el té. 

La relación más profunda de sus últimos años fue con la actriz Isa Bowman (1874-1958), musa de Silvia y Bruno (1889). Bowman, que se consideraba “la verdadera Alicia”, da abundantes detalles de su relación en The Story of Lewis Carroll (J. M. Deut & Co, 1899). Rompe todos los tópicos y describe a un hombre de mediana estatura, apuesto, con abundante cabello gris perla largo, de ojos azul oscuro y sin una arruga, lo que le daba un curioso aspecto entre intemporal y femenino; sus manos finas y largas daban unos apretones de aúpa, tenía un genio terrible y una cojera que se acentuaba en los cambios de tiempo. 

Llevaba siempre unos elegantes guantes de cabritilla grises, a juego con su melena y recuerdo, quizás, de sus manipulaciones químicas fotográficas. Dice: “Era tan firme e independiente como debe ser un hombre”, aunque con los adultos se comportase “como una solterona”. Y esa especie de “caballero pálido” impotente que intenta construir el freudiano Jean Gattégno en su Lewis Carroll: une vie (Seuil, 1984) no logra fijar a un personaje inasible para quienes se empeñan en clasificar la originalidad y las aristas como si fuesen coleópteros. 

Cuanto más se estudia y más se revisa la documentación, más tenue es su silueta, sostiene acertadamente Robert Douglas-Fairhust en su ensayo The Story of Alice (Harvard University Press, 2015). Este zorro plateado disfrazado de conejo blanco va armado con un reloj para controlar el tiempo. Lleva dentro a Alicia, a la reina de corazones, a la morsa que se come a las ostras, a la falsa tortuga, al grifo, a la liebre de marzo y mágicos brebajes. Es el gato de Cheshire (nació en ese condado) que, en lo alto del árbol del bien y del mal, desaparece con una sonrisa que oculta en sus retratos humanos. Es una promesa no ahogada en rigidez.